< Previous8 upsalón fi losófi cas (Ian Hacking), donde habría que buscar las claves para entender un género al parecer extendido en las élites cultas de la antigüedad imperial y helenística. Lo que hay en Marco Aurelio, más allá del intento pueril de llevar a cabo una contabilidad de los recuerdos y los pensamientos, es el sueño de hacer de la escritura y la lectura un conjunto técnico de las adquisiciones que le permitiría una transformación en profundidad de sí mis- mo frente al Cosmos. «Del mismo modo que los médicos siempre tienen a mano los instrumentos de hierro para las curas de urgencia, así también, conserva tú a punto los principios fundamentales para conocer las cosas divinas y las humanas, y así llevarlo a cabo todo, incluso lo más insignifi cante, recordando la trabazón íntima y mutua de unas cosas con otras.» (Libro III, fragmento 13). Todo esto puede resultarnos algo extraño porque, en verdad, rara vez admitimos que no esperamos demasiado, y, menos aún, demasiado a menudo olvidamos pretender que el hecho de escribir nos deje intactos. Por eso, después de esa verdadera revolución de la expresividad y de la interioridad que constituyó el cristianismo –del que fue el más alto índice una obra como las Confesiones de San Agustín– y, sobre todo, después de ese proceso de relativa desacralización del hombre interior –en ese arco que va de Descartes a Freud–, nos es necesario recordar un poco el papel que jugaron los hypomnémata en la antigüedad, y, más aún, repasar la obra solitaria de aquel hombre del siglo ii , que llegó a ser emperador, y que, envuelto toda su vida en campañas militares, escribió en sus notas personales que «todo es efímero, lo que recuerda y es recordado». 1 Marco Aurelio, Meditaciones, Madrid, Alianza Editorial, 2010. Todas referencias al libro corresponden a esta edición. 2 Vale la pena aclarar aquí que Elías Canetti, en un hermoso ensayo perteneciente a su libro La conciencia de las palabras (México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1994), al momento de refl exionar sobre la «necesidad» de los diarios de escritores, clasifi có al menos otras dos formas de concebir la escritura íntima: los «apuntes sueltos» (Aufzeichnungen) y las «agendas» (Merkbücher). Para Canetti los primeros resultan de un ejercicio de liberación de la tensión escritural haciendo uso de la espontaneidad y el juego, de la ocurrencia. Los apuntes sueltos no obedecen a objetivos defi ni- dos e, incluso, pueden tomar como base la contradicción; pueden plasmarse en formas breves y centelleantes. Las agendas, por otra parte, son una práctica relacionada con el registro de un calenda- rio emocional íntimamente codifi cado. Son conformadas por una suma de nombres, de referencias y, sobre todo, de efemérides o conmemoraciones privadas, las cuales, por ello mismo, terminan por ser expresadas o aludidas con muy pocas palabras. 3 Entre los principales seminarios podemos citar «Subjetividad y ver- dad» y «La hermenéutica del sujeto», dictados entre los años 1980 y 1982, en el Collège de France, pero sobre todo el llamado «Técnicas de sí», aquel valiosísimo curso que dictó en la Universidad de Ver- mont, en 1982. (Cfr. Michel Foucault, Estética, ética y hermenéutica, Barcelona/ Buenos Aires/ México D.F., Paidós, 1999, pp. 255-260, pp. 275-288 y pp. 243-247). 4 Hadot explica que no existe un tratado completo y sistemático sobre los «ejercicios espirituales» en la antigüedad. Lo que hay es más bien una proliferación de ejemplos, descripciones, citas, prescripciones y puesta en práctica de los tales ejercicios, diseminados en nume- rosos textos griegos, pero, sobre todo, helenísticos y romanos. No obstante, se pueden citar como la lista más completa de ejercicios espirituales, o técnicas de sí, dos textos de Filón de Alejandría. En ellos se trata principalmente de técnicas de sí asociadas a la escuela platónica, epicúrea y estoica. Así, son mencionadas, entre otras técnicas, «el estudio (zetesis), el examen en profundidad (skepsis), la lectura, la escucha (akroasis), la atención (prosoche), el dominio de uno mismo (enkrateia) y la indiferencia ante las cosas indiferen- tes». (Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y fi losofía antigua, Madrid, Siruela, 2006). 5 «Les Pensées ne sont pas faites pour être relues. Ce qui compte, cest lacte décrire, de se parle à soi même, dans le instant précis, oú lon a besoin décrire; cest aussi lacte de composer avec la plus grand soin, de chercher la versión qui, sur le momento, produira le plus grand eff et, e attendant de se fâner presque instantanément à peine écrite. Les caracteres tracés sur un support ne fi xent rien. Tout est dans laction décrire.» (Pierre Hadot, La citadelle intérieure. Introduction aux Pensées de Marc Aurèle, Paris, Fayard, 1992, p. 95). 6 Cfr. Michel Faucault, «La escritura de sí», Ética, estética y hermenéu- tica, pp. 289-306. 7 Atanasio, Vida de Antonio, citado por Pierre Hadot, Ejercicios espiri- tuales y fi losofía antigua, pp. 69-70. 8 Cfr. Charles Taylor, Las Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona, Paidós, 1996. 9 Cfr. Mino Bergamo, La anatomía del alma. De Francisco de Sales a Fenelón, Madrid, Trotta, 1998. 10 Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 78. 11 Cfr. Jean-François Lyotard, La confesión de Agustín, Madrid, Losada, 2002. 12 San Agustín citado por VV.AA., Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid, Asociación de Editores de Catecismo, 1992, p. 336. 13 Es en ese sentido, dice Foucault que Casiano usa tres analogías: la del molino, la del militar y la del cambista de monedas. De las tres, la última es la más interesante. Debemos, como el cambista examinar, las monedas, una por una, para saber cuáles son falsas o impuras, cuáles poseen el verdadero rostro del emperador (de Dios) y cuáles solo lo simulan hábilmente. Nuestra conciencia tiene que pesarlas y verifi car la calidad del metal por el peso de nuestro corazón, y esto solo puede hacerse ante nuestro superior o director de conciencia. Sabemos que si la confesión no es completa no es válida. 14 Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, p. 345. 15 Michel Foucault, «La escritura de sí», p. 293. 16 Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y fi losofía antigua, Madrid, Siruela, 2003, p. 286. 17 Cfr. Aulio Gelio, Noches áticas, México D.F., UNAM, 2000. 18 «Hay un texto de Platón en el Crátilo en el que dice que los pitagóri- cos consideraban el cuerpo como un cercado del alma. No el cuerpo como prisión o tumba del alma a la que encierra sino, al contrario, como un peribolon tes psykhes (un recinto para el alma) hina sozetai (a fi n de que el alma se salve).» (Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, p. 182). 19 Pascal Quignard, Retórica especulativa, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2006.9 Existen los que ayunan por no inclinar la cabeza. La imagen es violenta, tiene una integridad peligrosa. ¿Adónde irían los hombres si llegan a explotar más este experimento de no-sumisión, de rebeldía incontrolada, de furia famé- lica silenciosa? Los elegidos tienen la cabeza en alto, y el hambre se ha vuelto una ambigüedad querida. Pocos, sin embargo, resisten. No es solo la burlona, o burlada, con- dición. Uno comparte el entusiasmo de quienes ayunan por no inclinar su cabeza ante el que te lanza un pan. Uno de ellos camina por los bulevares de París, tiene frío, tiene hambre, ha entrado a un cementerio, ha dejado flores en la tumba de Barbey d’Aurevilly, ha maldecido que las losas estén descuidadas, mucha hierba, las letras ilegibles; «es el primer poeta de Francia», resume hacia dentro. Por las calles no se detiene, solo una vez aminora el paso, la voz borracha de Maindron retumba en una cantina, pero sigue, el lloriqueo de alguna anciana en un portal, las prostitutas que canturrean lo impulsan a correr hasta una casa casi destruida, llena de fantasmas de apóstoles que alguna vez recorrieron París, la casa donde una voz débil, la de su mujer, desoja el relámpago de la imagen divina: ella espera a Cristo, lo ve, Jesús desciende y le habla. El hombre garabatea en un libro de cuero azul. Cada día algo distinto: «Dios es el carbón cuando el frío nos arrincona». Estarán los hijos junto a ellos, hundidos en las polvorientas sábanas, soñarán con sopas gigantes, con pedazos de carne como el cielo; poco a poco irán muriendo, la espada de la ingratitud paterna los hará sangrar. El hombre se llama Léon Bloy, ha escrito y no ha corregido algunos libros: La salvación por los judíos, La sangre de Napoleón, entre otros: diversas y no vendidas interpretaciones de las Escrituras. Cree católicamente en Dios y viaja a Amsterdam, a Ginebra o a Marsella para dar conferencias y ganarse algunos céntimos. Día a día escribe en un diario: las palabras son boce- tos, rayas, emociones, el conjunto es un sistema del dolor, o de la resistencia. Juana, su mujer, le inventa un espíritu. «No existe el azar, puesto que el azar es la provi- dencia de los imbéciles, y la justicia no quiere que los imbéciles tengan providencia.» Escribe eso un día, cual- quier día, no importa la mera enumeración, todos los días son iguales, cenicientos, fríos, terribles. Estamos en mayo de 1897. ¿Por qué lo escribe? Sus respuestas son anémicas, pero no por ellas menos expresivas. Odia la susceptibili- dad de la política, no cree en un signo de florecimiento estatal. Odia la carencia tradicional, las máscaras que asumen los hombres ante los semejantes: para él, los escritores son voyeuristas absolutos de la monarquía, no tienen una espontaneidad ideológica, asumen una conveniencia y después la convierten en literatura. También llama a los escritores soldados sin bayonetas. Flaubert, «un desaforado corrector de estilo»; Chéjov, «un ruso metido en un orinal»; Victor Hugo, «un aura preñada por un perro»; Zola, «más grande cuando más borracho estuviese». Pero Bloy era, en la forma de su tiempo, como un protector. En un mundo de leones era la oveja. Pero tam- poco la oveja escurridiza y tímida, no. Una oveja criada en la selva ya no es jamás una oveja. Ha garantizado que el antagonismo crezca, que en una generación moderna (la de naturalistas, impresio- nistas, post-románticos, decadentistas, malditos y otros) existan disensiones, polémica, y una gravedad inmejo- rable para la creación. Ese el signo de la poesía que Léon Bloy no escribió: una experiencia crítica de la sociedad y de los valores encerrados en la silvestre obediencia a las reglas. Aspiró a un modo superior de sensibilidad (como Thomas Browne) que se aferrase a la suposición del ob- jeto como medio de descubrir al sujeto. Sus obras se autovigilan al interpretarse, es decir, se interpretan, pero en un límite de conflictos. Uno sabe lo que piensa Bloy, su abstracción es ofensiva, pero eso implica un desciframiento interior. Carlos Esquivel * Léon Bloy, El mendigo ingrato, Buenos Aires, Losada, 1955. Dossier: Escritura del yo *10 upsalón La salvación por los judíos no antecede un problema, tampoco es la mera cuantificación de las supuestas pla- gas del Viejo Testamento. Nos encontramos en ella una categoría antipoética: el Dios de los judíos es un proyecto rastreable en la teorización política. El escritor especula sobre una forma de decadencia judía, aunque es solo un reverso al que le da el tono y el tejido doliente de su voz. La sangre de Napoleón es menos significativa en tan- to se interpone en la recurrencia de la historia francesa y de las órdenes que se abren a los epopéyicos titanes. La teoría sobre la mutación napoleónica es una especie de esfera pascaliana que gira hacia el convite romántico. Léon Bloy es áspero y, sin embargo, ha utilizado la sustan- cia idealista para penetrar en valores muy aterradores. Bloy ha sido encadenado a una convicción, es un Apollinaire que profana la complicidad de los mitos, o un Marqués de Sade declamado hacia el destino infernal, aunque desde distintas naves. La cárcel de unos está en los castillos, la del otro en su juicio existencial. Bloy es el clásico «Juan contra todo». Su metamorfosis es humana, lo tortura la configuración heroica de los hombres. ¿Y qué es él si no un héroe? Resiste, no abjura de sus creencias, no cede, se enfrenta a los híbridos de una bandera embal- samada por demonios. Algunos podrían creer que finge una estatura para el valor, que el acto de renuncia es más que una plausible condición pasional, que la trivialidad del mundo lo corrompe y lo hace fantasioso y demencial. «Me siento terriblemente obligado a recordar que no estoy solo en el mundo.» Y en realidad está solo, con los demiurgos de ese sueño secreto que lo convierte en el Mesías. ¿Un Mesías cuadrúpedo que una noche atraviesa los callejones de París, como en un sueño de Juana? «La eternidad es más pobre que el universo», diría el Borges que infirió en Bloy un delirio lujoso. Para el argenti- no el otro estaba deformado por la devoción a Dios. Es fácil de dilucidar: Bloy es una especie de inquisidor verbal, un hombre al que su destino, un destino sin límites, o con una memoria ubicua, le descubre una sustancia fuera de lugar. Borges sabía que los óbices de Bloy le singularizan el ca- mino, sus imágenes (las que escribe con onírica paciencia) presagian las certidumbres de un espíritu que va a negar que se sucedan los tiempos como accidentes reales. Léon Bloy es iconoclasta en la superstición voluntaria y niega su irreverencia. Pero es el Kafka reformado por noches con espejos y voces que exageran una aberración de los cansados demo- nios que le rodean. Está en soledad, Juana es una a él, un mismo esqueleto, unos mismos ojos cerrados, un mismo concurrir de visiones, de nombres y símbolos. El ser andró- gino Juana-Léon se prohíbe creer en la existencia de un reino derivado del pesimismo humano. Aún así presiente el caos, el caos que gira como una torre de pájaros en la cabeza irreductible. No acepta dinero de una dama o de un teniente que lo admiran. La respuesta es inequívoca: prescinde de elogios, es riguroso en su mendicidad, solo le pide a Dios. Dios no le da mucho. Sus hijos mueren, hay noches que van a la cama con el estómago desinflado, en boletines y revistas la emprenden con él, quiere escribir pero no va más allá de los frugales apuntes y de unos escuálidos párrafos que engaveta. «No existen peores verdugos que los que se han impuesto la ley de no actuar jamás espontáneamente.» ¿A quién se refiere cuando escribe lo anterior, a finales de 1899? Bloy es portentoso en su razonamiento, vive zooló- gicamente con indiferencia, el valor de esa necesidad suya corrobora las ruinas visibles. Idealiza a Abraham y a David en una efímera nebulosa hebrea, ahí está el equilibrio que le faltaba, la prueba se consiente en el lenguaje: una licencia para ordenar y convocar las cosas en un proceso límpido, e infinito. Barbey d’Aurevilly lo une al género humano, ¿o a los muertos? Los viajes al cementerio le incorporan una adicción psicofísica: el rumor del viento, las flores que ya no huelen, una lluvia fina a veces, un sol resbaladizo, la escarcha del cemento y la misma tumba del poeta le acompañan en un desgarramiento singular: las paredes de la civilización están abajo, la memoria otorga provo- caciones y él asume una fecundidad desconocida. Bloy escarba y se nutre de corrompidas exhibiciones, no tiene más que su conciencia fugitiva, una fábula de las bestias de su época y todo el movimiento. Nadie lo niega: su obra es subterránea, sus diarios también, lo que prueba que su propia vida estuvo aquilatada en una retaguardia cavernosa; pero la propia obra nos devuelve a él. Es rara la veneración de Bloy hacia Barbey d’Aurevilly, émulo de Huysmans, Baudelaire y Poe en la apertura de cánticos malignos y viajes diabólicos, siendo un católico ferviente y dramático, crucificado por el simbolismo de un Jesús que debe regresar a salvarlo. Acaso Bloy perdonara el alma vendida de D’Aurevilly, quizás le corrigiera en la piedad ante el pecado del morbo. O, como Baudelaire, que era un católico en conflicto con lo externo, Barbey d’Aurevilly tal vez quería provocar a Dios para corregirlo, tesis que pudo haber asumido Léon Bloy. Las Historias impertinentes nos muestran a un autor más onírico y, por eso, más unido a sí mismo. Juega con los absurdos, los habita y les da una conversión justificada: Léon Bloy es invisible para su época, aunque grite y haga piruetas atronadoras. «Dos malos amigos en un día», escribe porque ya le es sospechoso entender a muchos. Se termina el siglo, las adversidades son más numerosas e íntimas, Nietzsche y Ruskin están al morir, lo acaban de hacer Taine, Renan (enemigos suyos) y Leconte de Lisle (un amigo ambiguo). Pero él sigue ahí, minúsculo, acurrucado junto a Juana ante el Dios de papel; declara, y tiene fe al declarar. Viaja a Holanda y a Bélgica, los puertos, los paisajes, los cuadros de Rembrandt, Van Dick y Kees Van Dongen lo seducen y le dan una luz que no encuentra en los impresionistas amontonados en todas las galerías y museos de París. Allá lo idolatran, su novela El desesperado le reporta «algo». Sus diarios son un inventario memorable del cinismo creador, o creativo. Ni Voltaire, ni Erasmo, Calímaco o los anarquistas plebeyos de Le décadent, hicieron, como 11 Bloy, del cinismo una bandera sobrehumana; más que un concepto de psicología individual o, en el acto de la insubordinación literaria, un cosmético usado como apo- tegma filosófico, su aptitud degradaba toda la jactancia de la literatura teñida por una moralidad asfixiante y su obra le dio colorido épico, teológico e incluso crítico a toda una época. Él y Juana, desde el incendio de los ángeles en las azoteas rojizas de la gran ciudad (Juana jura ver en la tempestad una jungla que el ojo no traduce, o no com- prende), en el revoloteo de las lámparas que contorsionan sobre una luz tímida. Los párpados han enrojecido; las voces necesitan una claridad; un músico vecino toca y rompe las teclas: «no llegará a sitio alguno», apuesta en los escritos; los caballos piafantes recorren una avenida cercana; es una injuria que algún familiar de Juana entre borracho y Bloy deba sacarlo a la fuerza; un día escapan a un teatro, pura blasfemia, actrices regor- detas que bailan una contradanza infame, actores mordidos por la descar- ga del deadpan, sonríen a Bloy que no sonríe. Una noche se encuentran los carruseles de la calle Pauvet, Juana se marea, ¿traen los hijos con ellos? No, los hijos se mueren, alguno sobrevi- ve pero está aislado de las desgracias. «Toda mujer que no inclu- ya lo sobrenatural en su vida y en toda la práctica de su vida es una prostituta, virtual o realmente.» Y Juana no lo era, porque ambos descen- dían a la misma boca de fantasmas. ¿Cómo describe los padecimientos? Resume cartas, enumera lecturas, cita fragmentos de sus propias obras, relaciona a Juana con la con- trición eterna, pero no habla con nitidez, no sentimos su dolor, su cansancio, lo presumimos por el tono, por el esce- nario tapizado por grises ventanas, vientos fríos. «De qué uno puede arrepentirse, ¿de mis palabras? Son muy poca cosa en realidad para que merezcan situarse en una lista de tormentos que me pesan.» Es la resolución del suicida. No hay elementos para creer que defiende su escritura, al contrario: lo irónico de su confesión es, más que un impulso o el artificio domeñado desde la ilumi- nación dramática, una actitud estética, aún cuando nos parezca como un himno demencial. Las reglas vitales de Bloy nos separan sus tonos afectivos de una lucha física por dominar el ambiente y darle una utilidad práctica. «Los demonios rodean al ojo, pero no entran a él.» ¿Escucha a Juana otra vez? No lo dice, pero uno puede intuirlo, es una historia compartida, un diario asimilado por dos pretensiones similares. Vive la desolación de una casa con brujas reales, adelgaza continuamente, descuida su barba, que ya no es barba, más bien unos mechones cenizos bajo su mentón. Vive en la purgación, a veces baja a la turbulencia de la grámmata, o escucha a los leviatanes y se infla de misericordia: «Estuve descubriendo junto a Juana el hábito de los mendigos, están en la entrada a las plazas, ejercitan una codicia aparente, porque lo que más hacen es aburrirse. Quien pasa cerca vuelve la cara, una mano extendida pide y reclama. Es la escena necesaria para la fortificación, es deslumbrante ver cómo se multiplican, cómo establecen una dinastía, cómo rivalizan por alguna moneda que ha Dossier: Escritura del yo12 upsalón ido a terrenos de nadie. Yo pensaba que lo hacían por placer, y un placer así es impío. Pero Juana me ha jurado que uno de ellos lloraba. Dios debe perdonarlos.» Los últimos años serán los más difíciles. El espíritu deja de arder. Necesita el pan, la sopa y el abrigo, pero también un reconocimiento literario que no llega. ¿Para qué? Quizás para darle otra dimensión a su resistencia. Ha disentido de cualquier atractivo que rodee al escri- tor, ha odiado la europeización, ha leído a Unamuno, le escribe a Henri Bergson, más que para polemizar sobre impulsos no comunes: han compartido un apasionado espacio de dudas. Las cartas han acompañado toda su vida, antes desgranó chirriantemente su pluma contra Mallarmé, Henry Becque y Pierre Loti, entre otros. Ha enfermado, y el hambre es, en esas condiciones, un enemigo superior. «Dichosos los que tiene hambre» (Lucas 6:20-21): tal es la condición que su instinto quiere escuchar. «Si Léon Bloy hubiese vivido en otro lugar que no fuera París no habría sido el Léon Bloy que fue», especu- la en su diatriba total James Joyce. Pero París le dio una pobreza que impulsó su ambición cristiana y literaria. Su memoria manejó fi cciones ejemplares, soñó y tuvo un templo donde quemó al hombre maldito que se levantaba con los hijos muertos, escribió cercado por la combustión del fuego y por la boca de un monstruo que perforó su miedo y lo hizo humano. En el lenguaje de los muertos encontró el cielo. Duerme bien, no le falta comida, tiene un altar y varias bibliotecas con su nombre. Fue el escritor más original de su tiempo, el más rebelde, el único que prefi rió no inclinar la cabeza jamás. Murió abrazado a Juana y a unos papeles amarillea- dos y roídos, y se marchó en silencio. A su entierro fueron seis personas. Había sol en París, sin embargo.13 André Gide fumaba su pipa envuelto en una atmósfera de vapores azules la noche del 18 de febrero de 1888. Si así no hubiera sido, aún se repite esa imagen sobre la página y queda impresa en el lector. El hombre se alisa los cabellos y se arropa, se per- fila sobre la oscuridad de la noche donde ha decidido sumergirse jun- to a los anillos de humo. De forma intermitente le llega la música de Wagner, que lo conduce hacia el en- sueño. En su visión aparecen jóvenes efebos griegos que danzan en torno al altar de Baco, con la piel aceitada, los cuerpos descubiertos (en tiempos mejores, cuando se solía aceptar la belleza de las formas desnudas). Desaparece la música y con ella el ensueño, como si asistiéramos a un poema de Nerval. El pasaje, de inclinación román- tica, es parte de una memoria que supone la exposición del ámbito privado a través de lo escrito. El dia- rio de un autor no es una biografía, sino una historia fragmentaria que imanta zonas de intensidad. El mo- mento «iluminado» en el que Gide se queja del materialismo de su tiempo y encuentra fascinante el intervalo en que fuma su pipa, frente a una ventana abierta, es una de ellas. No es la veracidad lo que interesa, sino la posibilidad de lo vivido o, en cualquier caso, el proceso durante el cual el hombre se vuelve una prolongación de su escritura. En el diario, el escritor realiza la vivencia en el discurso, la experiencia se fija mientras acontece o mientras se recuerda, siempre ceñida por el impulso creativo. La vida se contiene en ese lapso de autorrealización, de aprehensión en el logos del anecdotario propio y sus implicaciones subjetivas. Así como Nerval organizaba a través de la literatura los demonios del ensueño y las marcas de la memoria, Gide relata las contradicciones en las que se debate. En el diario, los fragmentos crean expectación, y pausan o aceleran el curso de los acontecimientos. El universo creado por la escritura se funda sobre omisiones y representaciones introspectivas, que van de la explicitación a la frase críptica, por lo que no conseguimos sostener una sola estrategia de lectura. Si esperamos encontrar los giros espirituales, estos llegarán lentamente, de camino al momento trascendental, interceptados por los comentarios sobre la vida cotidiana del autor-transeúnte. La cotidianidad y la literatura son armonizadas en este caso, pues la evocación literaria forma parte de la propia experiencia. El diario es una membrana que conecta la realidad y la ficción literaria, un intersticio donde el escritor ventila lo que siente, lo que vive y, al mismo tiempo, elabora ideas, menciona personajes que aparecerán en su obra de ficción o que ha recogido de lecturas previas. El intertexto en el diario surge de la memoria vivencial. «Ser» en la literatura (y hacer de la literatura un recuerdo afectivo propio) es una forma de vivir. Los versos de Baudelaire son citados para expresar un pasaje personal, a tenor de haber sentido lo mismo al leerlos que al experi- mentar una situación en el mundo físico. La dimensión mental del escritor no hace distinciones entre lo vivido y lo leído, o quizás es inevitable que la vida se vea dominada y filtrada por la lectura. Para Gide no existe la obra sin el autor, demiurgo y fuente de toda crea- ción literaria. Critica a Gautier y a Flaubert por haber sembrado la idea de que se debe separar al hombre de su obra, «como si la vida del hombre no fuera el sostén de sus obras, su primera obra». 1 El valor que Gide le otorga al curso vital del creador explica el cuidado que pone en la escritura de sus cuadernos. El Diario ofrece la cartografía íntima de sus impulsos corporales, anímicos, literarios, y su lectura supone, a un tiempo, la entrada a la privacidad del autor y el descubrimiento de la puesta en texto que hace de sí mismo. André Gide fue un hombre complejo que se debatió entre la creencia cristiana y la voluptuosidad, el progresismo político y la actitud conserva- dora frente a la mujer, la pasión por la lectura y la negación de las influencias. Autor de obras provocadoras, crítico del colonialismo y contrario al ejercicio de cualquier represión, fue amante de los muchachos adolescentes, quienes despertaban sus deseos, y adorador de la beatitud femenina. Fue protestante, comunista, y luego se apartó de ambas creencias. Fue, durante toda su vida, un perseguidor de la plenitud, del enthusiasmós. Astrid Santana Fernández de Castro Dossier: Escritura del yo14 upsalón La vida creativa del escritor francés abarcó un periodo cardinal, en términos artísticos, entre los siglos xix y xx , de la Belle Époque a la posguerra. Europa cambió en estos años su atmósfera espiritual y se llenó de contrastes. Por una parte, se le dio continuidad a la decepción, al bovarismo y, por otra, las vanguardias emprendieron su furioso progra- ma de cambio. Se vivieron dos guerras, dos exterminios a mitad de la civilización. Los intelectuales viajaron al Oriente, a la Unión Soviética, nuevamente a las islas utópicas fun- dadas y construidas por los imaginarios. Los cuadernos de Gide ofrecen una trama donde toda experiencia que haya dejado en él una impresión es veri- ficada. Los encuentros con intelectuales de la época son recreados: D’Annunzio, Papini, Thomas Mann, Cocteau, Pasternak y su amigo Paul Valéry son convertidos en per- sonajes que esporádicamente entran y salen de escena. A esto se suman los viajes, los ambientes y sus detalles, las comidas, la avalancha sensorial, el consumo de hachís, la descripción de paisajes diversos, las emociones experi- mentadas y las reflexiones al paso. Cada pasaje es detenido e intensamente probado, como quien paladea un sorbo de vino a media tarde en el bulevar. Las moscas en Túnez, que «uno se las traga, las respira, le pican, le exasperan, le oscurecen» (p. 78), o el momento en que «la luna ilumina a ese marinerito que, alegre, resplandece de sensualidad, y por momen- tos parece verdaderamente hermoso» (p. 82); son episo- dios primero percibidos, moldeados de acuerdo al espíritu del logos, y luego representados. Probablemente sea este uno de los mayores placeres de la escritura cotidiana, el de transformar la vivencia ordinaria en latido, en oblicui- dad discursiva. El Diario de Gide es una obra inmensa que recorre desde la juventud temprana hasta la vejez. Cambian los temas, los tonos, las preocupaciones literarias, los ejes sentimentales. Podríamos decir que los primeros años recorridos por el Diario forman otro bildungsroman del artista adolescente. El amor y su desbordamiento, la sensualidad reprimida, la búsqueda de la exaltación espiritual y el terror a detener, clausurar en la frase la vitalidad y la energía de la idea, son temas que aparecen en este lapso de tiempo. A finales del xix , Gide se ve aún acosado por el espíritu del Romanticismo: «Cuando Musset decía el infinito me atormenta, no podía saber todo lo que leería yo en ello» (p. 52). Se siente atrapado por el ensueño y los estremecimientos que los entornos naturales le propician, el materialismo lo disgusta: «Ya no sabemos nada de lo bello –lo confortable lo ha ma- tado– y con ello se ha ido todo; la prosa ha sustituido el entusiasmo» (p. 50). La espiritualidad y la delectación en ciernes imprimen a estos apuntes un ritmo de torrente, de apetencia por cumplir. El joven autor se siente atraído por los clásicos grie- gos. El mito de Narciso le hace escribir que en él radica la melancolía de la Antigüedad, «en el amor engañado de Narciso por una vana imagen, por un reflejo que rehúye sus labios ávidos y que rompen sus brazos tendidos por el deseo, en su postura encorvada como una flor de las aguas, en su mirada perdidamente fija, en sus cabellos que lloran sobre su frente como hojas de sauce» (p. 50). Narciso podría ser, en el caso de Gide, la expresión simbólica de su ansiedad por atrapar los imposibles de la perfección: del sentimiento, de la virtud, de la escritura. La agitación que le producían la finitud humana y la necesidad de trascenderla, la búsqueda de la plenitud y sus limitaciones, encarna ese tipo de melancolía que él descubre en la imagen del efebo inclinado sobre su reflejo. Se produce temprano en el autor la clara orientación hacia el pensamiento moderno, dotado de movilidad y consciencia sobre sus contradicciones. El hombre de la modernidad ha intentado ajustarse, sin éxito alguno, a los dominios de la coherencia, de la sistematicidad; de aquel que no puede sostener una perspectiva puede suponerse que sufre de una mente ingobernable o de un espíritu voluble. Por su parte, Gide declara que «en general, se cree sincero todo joven con convicciones y carente de sentido crítico», para después exclamar: «¡Y qué confusión entre sinceridad y “descaro”! […] Solo las almas banales alcanzan fácilmente la expresión sincera de su personalidad. Pues una personalidad nueva solo se expresa sinceramente en una forma nueva. La frase que nos es personal ha de ser tan particularmente difícil de tensar como el arco de Ulises.» (p. 109) Puesto que la criatura humana se define por la renovación del criterio, el sostenimiento de una misma opinión por largo tiempo, no apura sino la simulación, antes que la sinceridad. Mutabilidad o inconstancia: Gide se decanta por la primera. El cambio en el hombre es consustancial, siempre que este se trate a sí mismo con honestidad y no según el dictado de la conveniencia. El escritor defiende el derecho a la libertad –a ciertas libertades consentidas dentro de sus propios esquemas–, aun a aquella que conduce al estado de culpa y que él llega a sufrir. Su literatura, sobre todo la que trata el tema de la pederastia, es osada y escandaliza a sus contemporáneos; sin embargo, Gide se impone un horizonte moral que lo distingue de la actitud impúdica de los surrealistas. Es, él mismo, objeto de una elaboración ardua y compleja, diría Foucault evocando a Baudelaire. A despecho de las máscaras modernas, en su madurez el escritor se abandona al disfrute sensual de la compañía masculina y se irrita con la frivolidad de sus conocidos, con la simulación y la medianía. Comparte con T.S. Eliot el desprecio hacia la vulgaridad de la vida contemporánea y con Oscar Wilde la náusea ante la obligación social. Niega, sin embargo, la arremetida violenta de André Bretón: le parece abusiva y carente de profundidad. Considera falso el surrealismo y su acto de rebeldía, pues nada es más fácil que escandalizar con la insolencia. La verdadera rebeldía para Gide, según se desprende de sus textos, es aquella que implica un conflicto, pues este le garantiza la hon- dura del sacrificio. De su mano conocemos aquellas preferencias lite- rarias relacionadas de algún modo con su vida. El diario de Stendhal reposa sobre la mesa al lado de la cama, lee en voz alta De Profundis de Oscar Wilde, hace referencia 15 a Goethe. Las primeras impresiones sobre lo que lee –a las que accede- mos descuidadamente, como por azar– aparecen a través del pensa- miento cotidiano. De los novelis- tas estadounidenses, por ejemplo, prefiere a Dashiell Hammett, antes que a Hemingway o Faulkner, cuyas estrategias narrativas le parecen demasiado explícitas. De la litera- tura francesa cita a Racine, a Balzac, a Baudelaire; de la alemana lee a Thomas Mann, prefiere a Goethe, cuya mesa de trabajo en Dornburg pudo apreciar, aunque con el paso de los años soporta menos el Werther: empujaría a su protagonista, dice, para que terminase de morir. Intercaladas, emergen las ideas que podrían constituir un ars poe- tica espontánea, surgida lo mismo de la lectura juiciosa que del con- tacto fugaz con este o aquel texto. Valora sobre todo la armonía de los libros. No puede escribirse para varios públicos, porque el balance, la coherencia que se alcanza al man- tener un tono, es fundamental en una obra. La escritura no debe ser contingente sino pensada para que sea perdurable. A los treinta años todavía Gide se siente emocionado y «rehecho» cuando lee Recuerdos de egotismo, de Stendhal. La literatura debe procurar el temblor antes que la corrección, piensa, y desea ser leído con la misma excitación; de- sea que su obra, aun con el paso del tiempo, conmueva y modifique el ánimo del lector. «Solo un gran fervor intelectual triunfa sobre la fatiga y el ajamiento del cuerpo», dice, e insiste en escribir para «poner algo a resguardo de la muerte» (p. 204). La escritura podría ser, al menos, la huella perdurable del hombre, su victoria sobre la materia. Gide es, como Stendhal, un agu- zado observador que dice encontrar en la vida los referentes para su obra. A pesar de disfrutar la literatura intensamente, niega las posibles influencias de otros autores sobre su creación. Después de haber dedi- cado ensayos y conferencias a Dos- toievski, aclara que el escritor ruso y otros, pudieron si acaso iluminar su pensamiento, en principio suyo y no tomado en préstamo. Admite la posible autoridad de Goethe y de los griegos en el desarrollo de su escritu- ra, compensaciones de su formación cristiana, lecturas primarias que im- pulsaron su creación. La actitud de Gide no deja de ser decimonónica y, en buena medida, su fortaleza como figura de época proviene de la forma en que protege al yo-escritor. Se amarga cuando la crítica es incisiva con sus textos, pero no pierde la certeza de su valor. La originalidad de sus ideas, en este caso, es una de las virtudes que reclama. Su vida, sin dudas, lo provee de sustancia para escribir. Se agita en medio de conflictos indisolubles, a la manera trágica y, como a Edipo, se ve a sí mismo primero ignorante, luego lúcido ante su infelicidad. La triangulación del amor por su esposa Madeleine, el deseo homosexual y la conciencia del deber moral, sume al escritor en una tensión duradera. La conciencia de la culpa no parece ser solo un impedimento ético, sino un estado de permanente espoleo que alimenta el agón personal y la creación. En 1930, a la edad de sesen- ta años, escribe que solo le interesa relatar «el debate de todo ser con aquello que le impide ser auténtico» (p. 225). La puesta en texto, enton- ces, resulta no solo una manera de superar la muerte física sino una vía para el desenvolvimiento de su disputa interna. Siendo Gide un autor-personaje que transita claramente del xix al xx en sus cuadernos íntimos, la natu- raleza de sus conflictos se remonta al ámbito de una sensibilidad de corte neoclásico. La defensa del ser por encima del parecer, la pugna entre el cuerpo y el espíritu, el deseo mundano y la elevación moral, son asuntos que concurren a su propia querelle. Se manifiesta así como una gran individualidad raciniana, un sujeto que gira y provoca círculos concéntricos sin que sus cavilacio- nes lo guíen a solución alguna, sino a la sublimación de su conducta. El yo prevalece como protagonista y deuteragonista; se respalda y luego abomina de sí mismo, defiende su derecho a ser de tantas formas como Dossier: Escritura del yo Siendo Gide un autor- personaje que transita claramente del xix al xx en sus cuadernos íntimos, la naturaleza de sus conflictos se remonta al ámbito de una sensibilidad de corte neoclásico. La defensa del ser por encima del parecer, la pugna entre el cuerpo y el espíritu, el deseo mundano y la elevación moral, son asuntos que concurren a su propia querelle.16 upsalón sea demandado por las circunstancias, aunque más tar- de se angustia por ello. A pesar de argumentar que negarse a ser tentado es la única manera de mantener la rectitud, Gide se abandona a las «recaídas». «Nada menos romántico», dice, «nada menos ingrato a veces, que la minucia de esta higiene moral; no hay grandes victorias; es una lucha sin gloria, al igual que la de las trincheras» (p. 157). La contención produce en él un efecto de agotamiento, de hastío. Si alejarse del «pecado» le parece sensato, una vida sin desobediencia y satisfacción le resulta insopor- table. Escribir sus memorias Si le grain no meurt es una especie de expiación, de autoflagelación: «No es tanto la duda y la falta de confianza en mí lo que me detiene, sino más bien una especie de repugnancia hacia todo lo que escribo, hacia todo lo que era, todo lo que soy. Realmente, al proseguir la redacción de estas Memorias, lo que hago es una mortificación.» (p. 159) Gide establece una distinción agónica entre la «gra- cia» espiritual y la satisfacción de la materia. Se culpa por haber arrastrado a Madeleine a «falsear su vida», a la infelicidad de un matrimonio que para él ha sido remanso y para ella bastardía sentimental. Adora a su mujer casta- mente, con un amor libre de deseo, y por ello, cree, cercano a la perfección. Las angustias de Madeleine, sin embargo, deshacen su argumento. Ante los amores de Gide con el jovencito Marc Allégret, Madeleine quema sus cartas, destruye ese diálogo que los tramaba desde niños en una memoria compartida. Ella espera del hombre la constric- ción, la vuelta a la fe, la fidelidad; el hombre encuentra que este reclamo extingue la posibilidad de seguir juntos y se hunde en la amargura de la pérdida. Antes de descubrir la desaparición de las cartas, Gide había escrito: «Amo a Madeleine con toda mi alma; el amor que siento por Marc no le ha robado nada» (p. 173). Cuatro años después concibe una hija con Élisabeth Van Rysselberghe, a quien dice no amar, no desear, pero a quien no puede negar la posibilidad de tener hijos. Es, ante todo, consecuente consigo mismo, lo que significa que es capaz de vivir a saltos, de atreverse a elegir todas las experiencias y enfrentar las crisis que se derivan de ellas. Su condición de pederasta, que él asume y define como la de un hombre que se enamora de los varones jóvenes, no evita que sienta por Madeleine una devoción casi mariana. Verla sacrificada le produce desconsuelo, pero el sentimiento no lo doblega ni le hace renunciar a sí mismo. La expiación encarna nuevamente en la firmeza de ese amor sacro por la mujer dolorosa, lo que no impide su entrega a otras vivencias. El deseo sexual, la necesidad de saber que la fornica- ción y el cuadro aventurero que la rodea son posibilidades permanentes, llevan al escritor a los más sórdidos luga- res en Egipto. Recorre Luxor acompañado de un mucha- cho de catorce años que se ofrece desnudo por algunas monedas. Acepta la seducción de un mozo de ascensor «sin sorpresa, sin alegría, sin poesía, y además sin ningún apetito, sin necesidad; muy breve, y seguido por un asco duradero» (p. 281). Sin embargo, en Túnez, a los setenta y dos años, encuentra dos noches de placer intensas con un jovencito de quince que le aportaba al placer «una especie de lirismo alegre, de frenesí divertido, en el que entraba sin duda casi tanto asombro novicio como glotonería» (p. 294). La sensualidad es para Gide una dimensión apar- te, un universo que no piensa mancillar con el análisis ético. Es la pura vivencia, el puro placer o el acto fallido, una especie de entrega que no requiere explicación y, desde luego, la más genuina actitud del Ser. Falto de equilibrio y en extremo sincero, Gide pone límites a su postura liberal. La legitimidad del amor y la delectación, entre los hombres, es mayor que la de un hombre que se feminiza sea a través del travestismo o de la actitud mujeril. El hombre que en «la comedia del amor» actúa el rol femenino y quiere ser poseído, según Gide, es un homosexual «invertido», merecedor del reproche de deformación moral. Encarna en el escritor la idealización del eros griego; no reprueba la seducción entre los hombres, solo aquella actitud en la que un hombre se comporta como una mujer frente a su sexo y pierde toda dignidad. La mujer, por otra parte, nada tiene que ver con la corporalidad, aproximación que vulgariza su imagen de donna angelicatta. Una mujer complacida consigo misma pierde la conformidad y la entrega, sus mejores atributos: «Las más bellas figuras de mujeres que he conocido son mujeres resignadas; y no imagino siquiera que pueda gustarme, que pueda incluso no despertar en mí alguna pizca de hostilidad, el contento de una mujer cuya felicidad no comportase un poco de resignación» (p. 106). La construcción positiva de lo femenino, hecha por el cristianismo, pesa más en él que su predisposición a la libertad, probada en sus ensayos políticos. La virgen y la madre, los roles tradicionales de la mujer virtuosa, son los que le causan admiración. La humildad de Madeleine y su entereza frente al adulterio confirman la proyección que él tiene de la mujer inmaculada, sostén espiritual del yo masculino. La dimensión política de Gide, según sus presu- puestos, es tan sincera como la dimensión emocional. No es el compromiso militante lo que la define, sino la obligación con su propia perspicacia crítica. En la sucesión de páginas, primero se percata de una figura andrajosa, baudelaireana, en el bulevar, que le causa desasosiego. El apoyo al comunismo ruso, que entiende como una salida a la desigualdad y a la pobreza, es explicado por él como una alternativa humanista al cinismo burgués. En su fervor, reniega Gide de adorar la «propiedad», clama que la «superioridad» dada por el dinero o la cuna no es un verdadero valor. Lo que busca en la Unión Soviética, dice, es la abolición de la fórmula «Ganarás MI pan con el sudor de TU frente» (p. 245). El viaje a la URSS y el recrudecimiento del estalinismo que vendrá después, así como la incomprensión de Marx, lo harán renunciar a lo que en su época llamaron la «con- versión» del autor al comunismo. La llegada y el contacto con la gente despiertan en él la amarga sensación de la anagnórisis. Muchas personas viven precariamente, se 17 hiperboliza la obra soviética, los trabajadores pierden la espontaneidad pues solo actúan si se les indica desde el poder superior. El escritor francés reprueba la estanda- rización, la negación de la individualidad que entrevé en las mismas frases repetidas. Gide conserva su condición de autónomo convencido y considera un error la oposi- ción entre comunismo e individualismo: la experiencia soviética se ha emprendido para «el mayor bien de todos […] pero quizás no de cada uno» (p. 256). Si algo lo fascina es la «dignidad de la multitud». Sabe que, aun cuando no lo satisface la inclinación al totalitarismo que descubre en la fi gura de Stalin, asiste a una faceta nueva de la Historia: «por todas partes y sin cesar la humanidad parece en pleno parto, de modo que uno tiene la impresión de estar asistiendo al alumbra- miento del futuro» (p. 257). La agudeza del observador stendhaliano no es capaz de aceptar la lateralización ni de la militancia partidista, ni de los detractores a ultranza de la Unión Soviética. Señala el rumbo fallido que ha tomado la revolución bolchevique al sacrifi car al individuo, pero advierte que su infl uencia ha removido certezas de la vieja Europa. La iglesia, por ejemplo, se había visto obligada a volver sobre las cuestiones socia- les y el pensamiento se había transformado, de vuelta al tema de la explotación humana y la responsabilidad social del Estado. Sobre la URSS vuelve a decir en 1945: «Lo que me afl i- gía, allá, era ver cómo volvían a formarse clases sociales, a despecho del enorme y sangriento esfuerzo, cómo la revo- lución y la convención tomaban prioridad sobre la libertad de pensamiento amenazada, y la mentira sobre la realidad» (p. 327). Haber atravesado el alma rusa aún lo estimulaba a desear volver; pues pensaba que era el amor a la tierra, el sentimiento religioso, mucho más que el apego a las teorías marxistas, lo que explicaba la valentía y el triunfo de las fuerzas rusas sobre el fascismo alemán. La distinción que hace Gide del «pueblo» se basa en la percepción de sus apetencias y esperanzas, por encima de los macrodiscursos políticos. Ve al hombre más allá de sus circunstancias, como entidad espiritual, individual y colectiva, dentro de lo que no deja de ser una imagen afín, todavía, al pensamiento romántico. Cuando Gide enfrenta sin remedio la decadencia, recibe la carta de un joven que le solicita, frente a «los horizontes de suicidio» del existencialismo, alguna guía. Su respuesta parece acarrear rumores del Hombre del subsuelo de Dostoievski y del Fausto de Goethe: «El mun- do no será salvado, si es que puede serlo, más que por los insumisos. Sin ellos, adiós a nuestra civilización, nuestra cultura, lo que amamos y daba a nuestra presencia en la tierra una justifi cación secreta.» Dice, además, que Dios no es todavía sino algo que debe obtenerse y termina con la máxima que había conducido toda su vida: «Es importante no quedarse demasiado en ningún sitio, ni siquiera en uno mismo» (p. 332). Sentenciosa parece esta frase, parte del testamento fi losófi co de Gide. La construcción novelesca del Diario es innegable, mas no creo por ello que debamos insistir en la condi- ción fi ccional de toda escritura. Si la mayor paradoja de la existencia como la conocemos es que consideramos la articulación imaginaria e incompleta de recuerdos como «lo real», «lo acontecido», entonces no hay nada de fi c- ticio en una vida que se ha fi jado según las pulsaciones del ensimismamiento. Al fi nal, después de haber estado al borde de la muerte, Gide se detiene cada vez más en las cosas cotidianas («las pequeñas frivolidades de un moribundo», diría un personaje de Bertolucci): el croar de las ranas, la calidad de la tinta y el papel, la rima con sonoridades diptongas en un verso de Hugo. De esta for- ma se suceden los apuntes que facilitan la idea del fi n. La despedida, después del temblor, le permitía abandonarse en notas pueriles. 1 André Gide, Diario, selección, traducción y prólogo de Laura Freixas, Madrid, Ediciones Folio, 2004, p. 76. Todas las citas pertenecen a esta edición. Dossier: Escritura del yoNext >