< Previous18 upsalón Leyendo a Thomas Mann siento el desasosiego del alma que se encoge, de un peso que aplasta. Hay una tirantez en el texto tras la que se intuye la voluntad de un genio. Nunca he podido leerlo con mesura, me entrego a su juego con devoción absorta. Sabe domesticar la densidad del argumento –que siempre cede al equilibrio– y el sello ígneo de su ironía. Disfruta estremecer la zona de seguridad del lector, y lo conduce al trance de confundir la vida con lo que lee. El paso del tiempo puede hacerlo transmutar los accidentes de algún personaje con un hecho de la experien- cia personal. La obra de Mann, además, es colosal en una medida quizás solo comparable a la de Goethe o Tolstói, no solo por extensión, sino, sobre todo, por el vigor, la in- tención de sacrificio, por moldear un lector macizo. Exige de su interlocutor la misma disciplina que se impuso al escribir y, a la vez, le ofrece la posibilidad dialogar con los grandes temas de la humanidad con una aparente ligereza, un distanciamiento que parece anacrónico en los predios de su época. Es posible que, como dice José Bianco en un ensayo de 1959, los diarios de escritores posibiliten al lector alcanzar vicariamente la amistad del hombre que hay tras el poeta. Pero siempre me he inclinado a dudar de esta tesis, una sospecha que el «caso Mann» sostiene. Los diarios de Thomas Mann no me brindan la posibi- lidad de descubrir a un hombre, cuya faz queda mucho mejor revelada en su obra que en la secuencia insulsa, y hasta cierto punto vulgar, plasmada en sus diarios. Y si hacemos un repaso por otros autores el resultado no será más alentador: leer un diario suele ser decepcionante, es sustituir la insinuación, la reticencia, la ironía, las más- caras, por un puñado de lugares comunes. ¿Podríamos conocer más acaso del alma atormentada de Dostoievski en un diario que en el vitral luciferino que es la familia Karamázov? ¿Entenderíamos mejor en un diario el amor y el odio de Faulkner por el Sur bochornoso y sus glorias corrompidas que con una sola página de Luz de agosto o Absalón Absalón? ¿Encontraríamos en el diario de Borges el tiempo detenido, los ojos del tigre, el hilo de Ariadna para su laberinto? ¿Serían menos escurridizos, menos misteriosos, los pasajes de Chéjov o del mismo Shakes- peare?. El lector vivo que ha logrado decodificar según su cultura o su ignorancia el universo de un escritor, ese lector capaz de desenterrar de raíz los misterios y los miedos sembrados en el orden que el escritor infunde al caos, difícilmente podrá encontrar en los diarios lo que fue ya atrapado en la poesía. No creo que haya un solo poeta que diga más de sí mismo en el monólogo onanista de un diario que en su obra, inversión macabra y lúcida de su propia vida. Thomas Mann nació en Lübeck, 1875, en una fami- lia con la gracia de la burguesía del norte alemán. Es el último representante de una tradición humanista que empezaba a desmoronarse con el cambio de siglo. Es un ambiente romántico, cálido y, según Claudio Magris, fue para él «humus de su existencia y su escritura, la linfa de su ironía y de su afecto». Tras la muerte del patriarca, el senador Mann, la familia entra en crisis y se marchan a Múnich. Del joven Mann sabemos que estudió Arte e His- toria en la Universidad de Múnich, para luego iniciar una carrera como escritor satírico en la revista Simplicissimus. Poco después retrata la decadencia de su familia y de esa burguesía a la que amaba dando un golpe de autoridad en el concierto de la literatura alemana con la novela Los Buddenbrook. Tras esa novela, su primer coqueteo con la gloria y el reconocimiento universal, Mann adopta la postura del asceta, un devoto cultor de su arte, al cual sacrifica esfuerzos y energías para redondear una de las obras más uniformes de todo el siglo xx. A tal disciplina agradecemos poemas, decenas de ensayos, relatos, no- veletas, y algunas de las novelas cardinales dentro de la cultura occidental, como Doktor Faustus o La montaña mágica, por solo citar dos de las más leídas y estudiadas. En comparación con tales credenciales, el apéndice de sus diarios parece bagatela para fetichistas. Sobre todo asumiendo que Mann escribe sus diarios para un lector en la posteridad –que pudiera ser él mismo gracias a una misteriosa reencarnación–. Para cualquier otro, encontrar en sus diarios al verdadero Mann, ese prestidigitador (en familia le llamaban el mago), presupone lidiar con pistas Osmán Alfonso19 falsas, renunciar a su retrato real para perseguirlo por los olores, los tanteos, las pisadas débiles. Como un caza- dor, hay que encontrar las trazas que supura el fugitivo cobarde y que, muy a su pesar, hace a sus captores más fácil la tarea. Se cree que la aventura íntima que fueron sus dia- rios empezó en su época escolar en Lübeck y no terminó hasta su muerte. ¿Qué significaba llevar un diario para Thomas Mann? En su mocedad la respuesta parece obvia: forjar una disciplina, descubrirse a sí mismo y dialogar en la intimidad, alejado de las miradas de otros, con ese adolescente singular que, intuimos, fue. Según lo que se desprende de su correspondencia, ese diario de juven- tud fue, además, cuaderno de apuntes, patrón de prueba de futuros proyectos. Lamentablemente, de esos apuntes –donde quizás apareciera el Mann más atractivo, menos seducido por la gloria– no quedan rastros: fueron que- mados por el propio autor en 1896. ¿Por qué? «Me resul- ta embarazosa la idea de que podría dejar detrás de mí una masa tal de escritos íntimos, muy íntimos» –confesaba a un amigo en una carta. Tras una breve pausa, los retomará ese mismo año, y sufrirán una nueva interrupción a mediados de 1933, año en que se ve impelido por la situación política a abandonar Múnich so pena de poner en riesgo su vida. En su casona de Múnich, bajo llave en un armario de su cuarto, quedaban escondidos los legajos con más de treinta años de soliloquios. Golo Mann, el único repre- sentante de la familia aún en Múnich, recibe el encargo paterno de poner sus papeles a buen recaudo y enviarlos al sur de Francia. La maleta con esos y otros papeles sufre múltiples contratiempos, entre ellos el secuestro por parte de uno de los choferes de la familia, colabo- rador del nazismo, quien pone la maleta y su contenido en manos de la Policía Política. De allí solo pueden ser rescatados (milagrosamente intactos) por el abogado de la familia, quien por fin los pone en manos de un Thomas Mann atormentado. A estos apuntes también les espera el fuego poco más de diez años después de tales peripecias, en el incinerador del jardín de su casa en Princeton, California. Al parecer, de la mole que correspondía a los cuadernos de Mann solo se habían salvado de las llamas los correspondientes al período que comenzó con su exilio en 1933 y terminó con su muerte en 1955. Estos diarios, siguiendo la voluntad de Mann, se mantuvieron sellados y no fueron expuestos a la luz pública hasta veinte años después de su muerte. El 12 de agosto de 1975 estudiosos del mundo entero disfrutaron de la apertura solemne de los paquetes con más de cinco mil páginas escritas, y una sorpresa: cuatro cuadernos anteriores a 1933, correspondientes al periodo comprendi- do entre los años 1918 y 1921. Algunas conjeturas sugieren que se salvaron de las llamas por ser material de apoyo para la última gran novela de Mann, Doktor Faustus. La edición en español de sus diarios comprende entonces dos momentos: el primero, de 1918 a 1921, y el otro, de 1933 a 1936, donde se describe la metamorfosis política de Mann en el exilio. El diálogo entre ambos momentos de su vida puede resultar angustioso, el mismo hombre en pocos años se enfrenta primero a la decadencia y luego a la barbarie. Por ello en sus diarios lo notamos inseguro, irascible, sobre todo en ese primer periodo que recoge la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial y los coqueteos de la sociedad germana con la revolución y la democracia. Mann recién ha publicado las Confesiones de un apo- lítico, un ensayo que toma partido por los valores de la cultura alemana frente a las aspiraciones democrático ci- vilizatorias de buena parte de la intelectualidad europea, incluyendo a su hermano Heinrich, a quien endilgara el epíteto de literato de la civilización. Es una defensa feroz del espíritu burgués, con su excentricidad romántica, su sentido de la disciplina, su consagración al trabajo y la defensa de las élites acopladas al prestigio social, valo- res que Mann asume como su destino. Pero también, no sin exacerbada vanidad, lucha contra la grisura del hombre civilizado, atrapado por teorías reduccionistas y contradicciones de las que se sustrae toda singularidad psicológica o sentimental. Este enfrentamiento entre Zivilisation y Kultur que coloca a los hermanos Mann en bandos opuestos, con la derrota de Alemania ofrece una ligera ventaja a Heinrich. Y la figura del rival se torna pe- renne en las reflexiones de Thomas; en sus diarios una y otra vez lanza diatribas contra su hermano y todo lo que él representa. Ataques que pueden adoptar carácter de de drama isabelino: «Una querella como la que hay entre nosotros ha de ser mantenida con honor sin pre- tender despojarla de su carácter ferozmente serio. Quizás así separados seamos mucho más hermanos el uno del otro de lo que seríamos sentados juntos a la mesa de un festín.» Otras veces padecen la sensación de derrota: «Llevo una existencia solitaria, retirada, atormentada, peregrina y oscura. La vida de Heinrich por el contrario se ve ahora alumbrada por los rayos del sol.» Y en ocasiones son inclasificables, como en este desvarío: «Desearía que no existiese el premio Nobel pues si lo recibo se dirá que debería haberle correspondido a Heinrich y si este lo recibiese yo sufriría mucho a causa de ello. Lo más beneficiosos sería que fuese repartido entre los dos.» Esta obsesión con el hermano hace evidente que este representa para él mucho más que un rival político, aunque la mayoría de los ataques los haga escogiendo la figura de Heinrich para atacar junto a él a toda la chusma revolucionaria. Estos improperios a veces son incoherentes (por momentos emite juicios para poco después contradecirlos), pero el resumen deja clara la perspectiva de Mann con respecto a la revolución. Des- precia a Rosa Luxemburgo y a Carlos Liebknecht, se mofa del arte comprometido y de la alta cultura rebajada a en- tretener al proletariado e, incluso, en una de sus siestas se sueña un mártir del espíritu germánico condenado por un tribunal revolucionario a padecer la pena máxima. Ante la posibilidad de un futuro democrático lanza un grito: «¿Qué pretenden? ¿Arrancarnos el legado de Goethe, Lutero, Federico el Grande y Otto Bismarck para que nos integremos en la democracia?» Dossier: Escritura del yo20 Mann es agresivo pero inseguro. Como un ciego, tan- tea el suelo por donde pisa y muchas veces esa ambigüe- dad política la explica a través de su ambivalencia sexual. Aún no entiendo qué quiso decir al plasmar en su diario lo siguiente: «Las reflexiones [refiriéndose a su ensayo] son un reflejo de mi inversión sexual.» Aunque el sexo para Mann es mucho más que placer o génesis, es también una corporeidad con existencia propia que lo subyuga. Algo ominoso pero vital, algo que el escritor padece y trata de domeñar mediante el arte. En ese conflicto halló la mejor expresión la dicotomía espíritu-naturaleza que fue explotada en todas sus aristas por el escritor, desde una curiosa perspectiva fisiológica que funde en un gesto de alquimia a Nietzsche, Schopenhauer y Freud. Fue un poe- ta que entendió los padecimientos del alma como fruto de dolencias físicas, pero exageró tal correspondencia a un plano metafísico: «Las debilidades humanas, tienen siempre causas físicas, el saber esto debería actuar a fin de cuentas como un corrector.» La expresión de tal teoría en su obra, especialmente en Muerte en Venecia y en La montaña mágica, se cubre de misterio, en los diarios cede el sigilo a la intensidad. Intensidad que en su caso estuvo siempre aparejada a sus escarceos homosexuales y le llega a provocar crisis nerviosas, temblores y múltiples angustias. «La sexualidad me envuelve de nuevo en su juego», como si lo embistiera una deidad homérica. «Ayer sufrí un ataque de índole sexual, poco antes de irme a dormir, lo que tuvo graves consecuencias nerviosas: gran excitación, miedo, insomnio pertinaz, fallo del estómago, manifiesto en acidez y náuseas.» Estas angustias halla- ron un cómplice en Katia, su esposa, quien lo ayudó a conjurar sus demonios: «Siento una profunda y calurosa gratitud por su actitud ante mi problemática sexual.» Mann temía a sus ansiedades sexuales, pero nada lo hacía sentirse más humano que la belleza de un efebo. Es quizás la obsesión más recurrente en sus confesiones: lo seduce tanto el pecho apolíneo de un jardinero que se afana inocente en el jardín de su casa, como los rizos oscuros de un joven judío en la ópera o los ojos azules de un tierno asiduo a sus conferencias. La única preocu- pación tan recurrente como la pulsión de su libido es la incapacidad para soportar los dolores físicos que padeció muy frecuentemente, a los cuales atacaba con disímiles medicamentos. Por las páginas del diario transitan el bicarbonato, la aspirina, la estricnina, la belladona, las gotas de valeriana, los polvos analgésicos y la morfina ocasional, que compensan a medias su salud endeble, su sueño casi siempre irregular. Este Mann, acosado durante estos años en su rol de enemigo del pueblo, también tiene su refugio: disfruta de la música –que fue material de estudio durante toda su vida– y de la literatura de varios de sus contempo- ráneos, especialmente de Knut Hamsun. Lee a Kafka, pero tras una primera ojeada lo subestima (opinión que luego cambiará). También comienza a gestar La montaña mágica, proyecto concebido en principio para un libro mucho menos pretencioso. Siguiendo pacientemente la cronología, es difícil entender de dónde saca el tiempo para escribir entre tantas charlas, correspondencia, cenas y algunos disgustos provocados por la servidumbre o la malcriadez de sus hijos. Hay entre la rutina sucesos que sorprenden por lo grotesco, como la labor que desem- peñó de censor cinematográfico, a la que se refiere con fastidio e irresponsabilidad (algo no muy común) y por la que percibía algún tipo de remuneración de parte de las autoridades de la ciudad. Resulta paradójico que el mismo Mann, ese que podía disfrutar una película solo por complacerse con la blancura del torso desnudo de los actores, fungiera a su vez como árbitro de la decencia. El lapso que media entre los dos períodos publicados en la edición en español de sus diarios nos escamotea la reconciliación con Heinrich (que muchos ubican en 1922), la publicación de La montaña mágica (en 1924), el recibimiento del Nobel (en 1929), y los viajes al Oriente; pero, sobre todo, nos limita su visión de la crisis que da origen al nazismo. En 1933 ya el ascenso del fascismo es un hecho consumado en el poder: Mann se encuentra ante la decisión de romper definitivamente con Alema- nia y abandonarse al exilio. Los primeros meses en el limbo que significaba Suiza para un escritor apegado a una rutina y hecho –según sus palabras– para una vida descansada, trasfondo de su disciplina, ponen a prueba sus maltratados nervios. Aún no se decide a dar el paso de una ruptura definitiva con su patria, y padece el fas- tidio de sentirse un intocable en busca de tierra firme. En los primeros meses del exilio vemos al Thomas Mann más frágil que nos presenta el diario: poseído por un ba- rroquismo que intenta explicar, turbado por el absurdo en que se cuece el espíritu alemán y reconociendo en sí mismo la necesidad de tomar partido frente al mal. Un hombre que empieza entender que el peligro para la cultura no está en la democracia sino en el nacionalis- mo grosero, y, en consecuencia, asume su papel como intelectual, como representante del espíritu elevado e íntegro de la humanidad. Se pregunta meses después en pleno enfrentamiento con el nazismo: «¿Es que el mundo se ha transformado de tal forma que existe ahora una dinámica creadora fuera del intelecto, haciendo que este y su crítica ya no tengan ninguna influencia?» Ese mismo día, en un rapto de lucidez, se rebela contra sus posturas de antaño «¡Qué mentira es hoy en día todo lo que se llama patriotismo!» Es este Mann sexagenario quien se asume como adalid de la democracia. De los padecimientos de un exilio forzoso y la rabia por lo que sucede en Alemania extrae el sentido, las fuerzas para la batalla más ardua de sus últimos años. Esos días de melancolía y nostalgia serán además los del repaso, de la recapitulación sobre su obra y su impacto en la cultura; no es todavía ese escritor exce- sivamente vanidoso que terminará siendo tras su estancia en los Estados Unidos, pero ya se sabe inmortal. A través del recuento se explica a sí mismo la pertinencia del dia- rio: «Me gusta retener el día en su fugacidad, conservar su vivencia y su sustancia, no solo en sus aspectos sensuales sino también en sus insinuaciones espirituales y esto no tanto en función del recuerdo y del volver a leer lo escrito 21 sino más bien en el sentido de una recapitulación.» No en balde algunos pasajes del diario en estos años tienen tufo a autobiografía. Y Goethe, ese mito que Mann persigue con ahínco, es utilizado una y otra vez como proyección autobiográfi ca. Mann se compara con Goethe hasta en el vigor sexual, sintiéndose inferior. «Sorprendente el feliz, el recompensado hombre de cincuenta años… y allí acabó la cosa. La vida erótica de Goethe trasciende sus setenta años y siempre chicas. Pero en mi caso las inhibiciones parecen ser más poderosas y el cansancio se presenta antes…» El repaso a su vida familiar no es menos pun- zante, es un momento de tensión negativa con los hijos que le exigen la ruptura defi nitiva con Alemania, algo que el padre retrasa bastante y termina adoptando un tono cínico hacia el ambiente hasta cierto punto hipócrita de la familia burguesa. No hallo un Mann más sincero en todo su diario que aquel que el domingo 6 de mayo de 1934 hace un repaso de sus amores y compara la intensi- dad de su pasión en cada uno para terminar convencido que la embriaguez que le hace decir «Te amo, Dios mío te amo» solo le ha sido dada una vez (en su relación con Paul Ehrenberg); el resto de sus experiencias amorosas (siempre homosexuales) solo puede considerarlas «como la consumación amable de los deseos vitales, ya sin la intensidad juvenil del sentimiento, sin aquellos lamentos que se elevaban al cielo». La conclusión a ese respecto es lapidaria: «Este es sin duda el curso normal de los afectos humanos y gracias a esa normalidad siento que mi vida se adapta a los cánones establecidos, lo siento con más fuerza que a través del matrimonio o los niños.» Después de una declaración de tal cariz, incluso en su diario, cree necesario distanciar al posible lector, cubrir el rastro, atenuar el melodrama, e inmediatamente ironiza y termina los apuntes de ese día con lo siguiente: «Dolor de muelas. De nuevo necesito yodo y Veramón.» Era un tipo escurridizo, pero no veo otra posibilidad para un hombre condenado tanto tiempo a mentir(se), a tejer malabares para no mostrarse y, a la vez, darle a su vida un aura de dignidad sin la cual no había camino hacia su tan ansiada consagración. Hay un ensayo que Thomas Mann dedica a Nietzsche en el cual, en un acto por demás que considera sacrílego, yuxtapone la moral del dandy Oscar Wilde con la del santón del inmoralismo. Del primero escoge esta cita: «Todo impulso que tratamos de sofocar se anida en la mente y nos envenena.» De Nietzsche: «La vida misma es profundamente maligna, no está hecha sobre las medidas de la moral; no sabe nada de la verdad, sino que reposa sobre la apariencia y la mentira artísticas.» A partir de la gran mofa a la virtud contenida en las dos citas podemos entender a Mann. No se nos da de cuerpo entero en sus diarios porque yerra cuando piensa: «Lo más hermoso es lo más prosaico y se presenta todos los días.» Siempre supo que tal hermo- sura solo era fruto de estetización de lo vulgar mediante la poesía. En algún momento de lucidez cita a Tolstói, a quien –por ser representante de una cultura inferior– no llega a tener en tan alta estima como a Goethe: estaría dis- puesto reproducir sus palabras punto por punto cuando dice: «El arte es un microscopio con el que enfoca el artista los secretos de su alma para revelar luego a los hombres todos los secretos que les son comunes.» Atrapar el ser de la naturaleza humana, su vaivén, su mutabilidad entre el nacer y el morir es, diría Montaigne, como querer atrapar el agua. De esa realidad solo puedes plasmar la oscilación, una oscura apariencia, una incierta y débil idea. En la búsqueda del lenguaje, en la obsesión por la palabra oblicua, el escritor padece la soledad del héroe frente al mal. Es en la obra donde el autor recorre el sendero tortuoso al yo recóndito. En el despliegue de energías con que la imaginación crea universos el escritor acicatea sus recelos, sus certezas, y de tal lucha extrae la luz. Una luz que en Thomas Mann es como las luces de ciudad en noches de verano, la limpidez intoxicada por la humedad, mancha sin contornos. Dossier: Escritura del yo22 upsalón El Diario de Moscú de Walter Benjamin no es un texto en situación límite. Como entorno más inmediato: la recien- te muerte de Lenin, el apogeo de la NEP que pretendía in- yectar corrientes de mercado en la maniatada economía soviética y el desmarque creciente de Trotski, Zinoviev y otros de la línea autócrata del camarada Stalin. Sus móviles más evidentes: redactar para la Gran En- ciclopedia Soviética un artículo sobre Goethe, finalmente desaconsejado por Anatoli Lunacharski, Comisario del Pueblo de Instrucción, y publicado a medias unos años más tarde; palpar la experiencia bolchevique en directo, con vistas a su proyectada adhesión a la real militancia en el Partido Comunista Alemán; pero sobre todo reen- contrarse con Asia Lacis, una bolchevique letona que había conocido en Capri en 1924, vuelto a ver en Riga, e insistentemente deseado durante todo ese tiempo. Se trata, pues, del testimonio de galanteos infruc- tuosos, espaciados encuentros con cierta intelectualidad soviética, momentos de duda y hastío, recorridos en trineo con ojos de observador acucioso y encontronazos emocionales «durante semanas, con el hielo exterior y el fuego interior», como le manifiesta a un amigo en una postal de enero de 1927. Resulta entonces, como no tantos diarios entre los que conocemos, un texto fictivo que narra un triángulo amoroso, más que evidente, entre Asia Lacis, Walter Ben- jamin y Bernhard Reich (un dramaturgo y crítico de teatro alemán instalado en Moscú, a la postre fiel esposo): con- flicto pleno de resquemores, aceptaciones y celotipias, pero nunca carnal, entre cobarde y platónico, como lo ilustra esta confesión del 27 de enero de 1927: «Fuimos a su casa en trineo, muy apretados el uno al otro. Estaba muy oscu- ro. Fue la única oscuridad que compartimos en Moscú: en plena calle y sentados en el estrecho asiento de un trineo.» En esos devaneos se le va la vida: traduciendo a Proust en su habitación de un modesto hotel, masticando –para no decir ingiriendo– galletas estatales, frecuentando a rusos judíos con los que no puede comunicarse ni en ruso ni en hebreo, recorriendo con sus galochas las calles heladas de Moscú en diciembre, visitando a Asia en su cuarto del sana- torio Rott para enfermos mentales, valorando el descuido de las iglesias, la disposición de los tenderetes ambulantes, la organización de la mendicidad en los tranvías, y toman- do nota sobre el decorado de los almacenes estatales, las figuras de cartón aterciopelado que reproducen la hoz y el martillo, o las múltiples fotos de Lenin en «una tienda especializada en este artículo, siendo posible adquirirlo en todos los tamaños, posturas y material». Es curioso que –hasta donde conozco– el cine de es- tos años no haya bebido de las peripecias benjaminianas en la Patria de los soviets para un film triste y sensiblero, aunque, por qué no, eficaz, de buena factura, ambiente de época y pasiones lacrimosas, pues en vez de disquisi- ciones teóricas sobre su experiencia soviética, lo que este diario desprende son estallidos de ficción. * * * Existe, evidentemente, lo novelesco dentro de la novela (el joven que ve pasar historias a través de un hoyo en la pared de un cuarto de hotel barato, en una mala novela de Henri Barbusse, o la cabeza de Mijaíl Alexandrovich Berlioz, redactor de revista, rodando por la Avenida Bron- naya, en una excelente novela de Mijaíl Bulgákov): puntos dentro de lo narrativo en los que la ficción se exaspera, se magnifica, provoca salivaciones. Pero también está lo novelesco fuera de la novela: suerte de haiku visual extraído con pinzas de la realidad misma, la más pedestre, o dentro de un texto nada o medianamente fictivo, eso que Barthes llamara «lo nove- lesco sin novela», como es el caso del diario moscovita de Walter Benjamin. En un tenderete compré una postal kitsch; en otro sitio, una balalaika y una casita de papel. También aquí me encontré calles con rosas de Navidad, grupos de flores heroicas que irradian una luz muy intensa de nieve y hielo. Me fue difícil, cargado como iba, encontrar el Museo del Juguete. 21 de diciembre de 1926 Aquí está lo novelesco benjaminiano, una fuga fictiva dentro del corpus teórico aún vigente de este crítico Gerardo Fernández Fe23 medular: una foto kitsch, con nieve, un pez chino de papel bajo el brazo, unos vendedores mongoles al fondo, un muchacho que transporta pájaros disecados, y luego la mirada perdida de la mujer que uno desea. Eso, una foto kitsch que-lo-dice-todo, imaginada, como aquella otra real de Martin Heidegger (un convencido nacionalsocialista) paseando con René Char (un resistente del maquis) por el campo francés veinte años después de la Liberación; o la foto aérea de Walker Evans sobre la masa de sombreros de pajilla en las cercanías del Prado habanero en 1933; como la del perro que mordisquea una mano, la humedad, el comienzo de la lluvia (en «Desmemoria», un poema de Alessandra Molina); o el descubrir en la Biblioteca Nacional, en La Habana, un libro de ensayos de T.S. Eliot gallardamente anticipado por la firma de José Lezama Lima e imaginar la escena de la rúbrica como tras el proyector de un cinematógrafo. Pavesas de lo fictivo que quizás algún diario de nuestros días haya captado. * * * El Diario de Moscú de Walter Benjamin deviene texto cinematográfico, eso, digno de ser rodado, incluso en una de esas producciones hollywoodenses que tanto trasto- can la Historia. Nada como ese final en el que Benjamin regresa a Berlín y se despide de Asia Lacis. Nada falta para completar el justo entarimado fílmico: habitación de hotel, trineo, lágrimas, nieve (estamos en febrero), llegada de la noche, beso furtivo únicamente sobre la mano de esa mujer deseada e imposible –«a los pies de una amada imperiosa», como habría acotado Rousseau–, y al fin trineo que se aleja: «Ella se quedó aún parada un largo rato, diciéndome adiós.» * * * Aquella mañana, a pesar de la notoriedad del persona- je, la policía de Dresde no ocultó su sospecha de que el joven Oskar Kokoschka, profesor en la Academia de Artes y ya conocido pintor, había cometido un asesi- nato. En el jardín, el cuerpo de una mujer decapitada yacía inerte. Pero la autoridad policial esta vez se equi- vocaba. Tras una escabrosa historia de amor durante tres años con Alma Mahler (viuda del músico Gustav Mahler) y renuente a la idea de la separación, el pintor había mandado a hacer una muñeca de tamaño natu- ral y rasgos similares a los de su amada, a la que había vestido, cuidado, llevado frenéticamente a sus propios lienzos, ¡hasta había alimentado!, hasta la fatídica noche en que al calor de una disputa terminó de golpe decapitándola y lanzándola por una de las ventanas. Comoquiera que no puede sernos ajena esa obse- sión nuestra hacia determinados objetos que nos rodean –algunos libros, una pluma de fuente, cierto ceremonial a la hora de la escritura, un butacón (Lezama Lima), una taza de té, un diario íntimo (¿acaso el de André Gide no clasifica como su único objeto de obsesión?), el cuerpo mismo– hay gestos que rozan los límites entre lo real y lo fictivo, allí donde el fetiche, visto desde afuera, será a la vez asombro, humorada y ontos ficcionado. No podría dudarse de que la obsesión por los ju- guetes que Walter Benjamin deja en claro en su Diario de Moscú provoca nuestro desconcierto, cierto rictus de curiosidad burlona y por último la sensación de hallarnos ante una situación fictiva, un gesto de novela: Volví a ver a los chinos que venden flores artifi- ciales de papel como las que le compré a Stefan en Marsella. Aunque aquí parecen ser aún más frecuentes los animales de papel en forma de exóticos peces abisales. Hay también hombres con cestos llenos de juguetes de madera, de coches y de palas; los coches son amarillos y rojos; amarillos o rojas las palas infantiles. Otros van de un lado para otro llevando sobre los hombros haces de molinillos de colores. 13 de diciembre de 1926 Pero este furor benjaminiano por lo artesanal alcanza su paroxismo sobre la línea del recorrido que día a día em- prende el escritor saciando su sed infantil de coleccionista y cuyo punto de culminación será el Museo del Juguete de Moscú. El 15 de diciembre Walter Benjamin se lamen- ta de no haber podido adquirir unos jinetes de arcilla pintada en una juguetería; al día siguiente anota haber comprado una muñequita (stanka-wanka, tententieso o tentempié) a un vendedor callejero; el día 19 describe su fatiga a causa de un incómodo paquete de tres casitas de papel de colores comprados por 30 kopeks cada una; el 21 termina extraviándose y no logra llegar al Museo del Juguete; el 23 visita el Museo de Artes Aplicadas y en él una sala destinada a juguetes en madera y cartón piedra; el 24 del mismo mes llega al ansiado museo, sitio que no dejará de frecuentar hasta su regreso a Berlín a inicios de febrero de 1927. Entre desaires de Asia Lacis y dudas sobre su adhe- sión a la militancia comunista, discurre también el delirio jugueteril de Walter Benjamin. En este entuerto que el escritor entabla con la modernidad, la muñeca será por un lado objeto de arte, artesanía, y por el otro resultado de una producción industrial, masificada, en cadena... obvia- mente ligada a los ya clásicos mitemas del pensamiento benjaminiano: la ciudad, el progreso, la economía y la génesis del capitalismo. Por ello el regocijo del coleccio- nista que el 17 de enero de 1927 adquiere los diez últimos ejemplares de unas muñecas fabricadas artesanalmente en la provincia y que seguramente no seguirían siendo surtidas en la gran ciudad. Teórico y coleccionista él mis- mo, más adelante, en uno de los fragmentos concebidos para el ambicioso Libro de los pasajes, titulado Luis Felipe o el interior, Benjamin hará el paralelo entre Sísifo y el coleccionista en cuanto a la afanosa tarea de «quitarle a las cosas, poseyéndolas, su carácter de mercancía». Consciente del pretendido empuje industrial, del auge de la máquina y el esplendor de la urbe, empeños todos del poder de los soviets, este rastreo y delirio ju- gueteril, entre almacenes, ferias y museos moscovitas, forma parte, además, del elogio romántico al tiempo Dossier: Escritura del yo24 upsalón pasado que Walter Benjamin siempre hizo suyo. La mu- ñeca como daguerre, tiempo detenido; la muñeca como antípoda de la maquinaria, la electricidad, la cámara de cine. En el citado texto sobre las fantasmagorías del interior bajo el reinado de Luis Felipe, Benjamin remata: «El coleccionista sueña con un mundo lejano y pasado, que además es un mundo mejor en el que los hombres están tan desprovistos de lo que necesitan como en el de cada día, pero en cambio las cosas sí están libres en él de la servidumbre de ser útiles». En un texto autobiográfico titulado Crónica de Ber- lín, Benjamin se detiene en el golpe del martillo con que su padre remataba las ventas de la subasta en la casa Lepke, tienda de objetos de arte; el sonido del cuchillo empuñado por su madre al untar mantequilla sobre los panecillos que su padre llevaba al trabajo cada mañana; y el «dulce aroma a espliego [que] provenía de pequeñas bolitas de seda policromadas que colgaban en la pared interior de la puerta del armario» de la habitación de sus padres, en una casa de verano a sus siete u ocho años: picos fictivos dentro de la crónica misma, salivaciones de la memoria. ¿Acaso olvidamos sus lecturas proustianas? A Benjamin le aturde la idea del devenir constante del tiempo, y su detención es uno de los motivos más recurrentes a lo largo de sus textos teóricos y auto- biográficos. ¿Qué mejor lugar entonces para degustar el hechizo del tiempo detenido –en contraste con lo acelerado, la industria y ese progreso que deviene ca- tástrofe– que el espacio de un museo para juguetes? No se trata de jugueterías, lugares caracterizados por la variedad, el movimiento y las leyes que el mercado impone, sino de un sitio pleno de embrujos, ágora de misterios, como el cuarto de un niño muerto hace dos décadas, conservado por el cuidado entre pasional y aberrado de sus padres. A Benjamin le obsesiona la miniatura, esa reducción de lo real a la mínima esfera. En las notas que presentan al lector cartas de figuras más y menos célebres del siglo xix –me refiero al libro Personajes alemanes, publicado en Suiza en 1936, ya huyendo del peligro nazi y bajo el pseudónimo de Detlef Holz–, al compilador le admira que una de las salas del Museo de Artes Decorativas haya sido destinada a la exposición de juguetes, especialmente casas de muñecas de la época romántica. «Todo viene a ser el equivalente de las viviendas patricias de otro tiempo» –anota con ese afán de paridad entre el mundo real y ese otro, diminuto, mágico. * * * Del vicio del coleccionista a la pasión por la miniatura, al escrutar sobre fenómenos más cercanos a la historia y a la política, Walter Benjamin no se echará encima la casaca del analista o del redactor de tratados (nada tan ajeno a él como una visión de sistema), sino que seguirá luciendo su mirada de sociólogo marginal que hurga en lo aparentemente más nimio, que penetra la historia política del capitalismo desde la literatura, la arquitectura o la disposición de los objetos dentro de la ciudad, escritor de fragmentos y hacedor de ficciones, allí donde todos no ven sino fierros, inmuebles y callejas. Por ello títulos entre poé- ticos y políticos, como Fourier o los pasajes, Haussmann o las barricadas, Baudelaire o las calles de París... En uno de estos fragmentos que pretenden esbozar una historia económica del capitalismo desde una óptica menos ortodoxa, Benjamin retoma una guía ilustrada de París donde los pasajes –calles comerciales techadas con hierro y cristal, en apogeo hacia 1830– son avistados como «una ciudad, un mundo en miniatura». En busca de la muñeca, el juguete, el objeto utópico, además de posible militante lleno de dudas y amante desconsolado, si regularmente Walter Benjamin toma nota de sus devaneos al final de la noche, será porque durante el día no ha detenido su paso, su merodeo constante, exploración por entre la madeja asfaltada y fría de una ciudad desconocida. Pasión jugueteril a un lado, este ceremonial topográfico llegará a ser entonces el segundo momento en el Diario de Moscú en el que la ficción se desboca: En las paredes hay fotos de Lenin, Kalinin, Rykov y otros. El culto con fotos de Lenin, en particular, llega aquí a extremos insospechados. En el Kusnetski-Most hay una tienda especializada en este artículo, siendo posible adquirirlo en todos los tamaños, posturas y material. En la sala de recreo del club, donde en ese momento podía escucharse un concierto radiofónico, hay un cuadro en relieve, muy expresivo, en el que aparece un orador en tamaño natural, hasta la cintura. Pero también en las cocinas, en los roperos, etc., de los centros públicos hay siempre alguna foto suya más modesta. 28 de diciembre de 1926 Al otro día Benjamin realiza el retrato precursor de esos vendedores furtivos que a la salida del metro en cualquier gran ciudad expenden hoy día coloridos posters con los iconos de moda: «En la calle, sobre la nieve, hay mapas de la SSSR apilados por los vendedores callejeros que los ofrecen al público. [...] Occidente aparece representado en él como un complicado sistema de pequeñas penínsulas rusas. Este mapa está también a punto de convertirse en otro centro de la nueva iconolatría rusa semejante a los retratos de Lenin.» Pero esta mirada de topógrafo no es exclusiva del diario moscovita. En su hermoso texto Crónica de Berlín, Benjamin confiesa haber albergado la idea de «organizar biográficamente el espacio de la vida en un mapa»: sobre un plano militar de la ciudad, mediante signos y colores, serían punteados los sitios de reuniones, las casas de los amigos, la sede de las Juventudes Comunistas, «las habitaciones de hoteles y burdeles que conocí durante una noche», el recorrido que lo llevaba a la escuela, ciertas tumbas en el cementerio, los cafés rutilantes que ya han desaparecido... En otro momento del mismo escrito, nuevamente reflexionando sobre los tics de la memoria a la hora de 25 escriturar nuestra historia personal, el escritor retoma el día en que, mientras esperaba a alguien en un café, decidió esbozar en una hoja de papel el esquema gráfico de su vida; proyecto que nunca llegó a completar al extraviársele la hoja de marras y a partir del cual se sucederá todo una teoría benjaminiana sobre las interconexiones de la memoria, entradas en un laberinto que el autor llama «contactos primitivos», segmentos de un recorrido –esta vez no físico, sino mental–, plagado de sensaciones y raros entrecruza- mientos. Fuera de lo autobiográfico, esta mirada como a vista de pájaro será operada también en un texto crítico que no por aparentemente apegado a la letra de la literatura deja de ser un acerado análisis histórico, El París del Segundo Imperio en Baudelaire: «La estructura de su verso es equipa- rable al plano de una gran ciudad en la que nos movemos sin ser notados, encubiertos por bloques de casas, por pasos a través de puertas o patios. En ese plano se les designa a las palabras su sitio exacto, como a conjurados antes de que estalle una revuelta. Baudelaire conspira con el lenguaje mismo.» Viajante empedernido al fin, judío siempre en diáspora, de Berlín a Capri, de París a Ibiza, el recorrido que Walter Benjamin nos permite bosquejar (¿de bosque tupido?) estará plagado de flechas que se dis- paran, lugares de duda, como mapas extendidos sobre la acera, salpicados por la nieve y el polvo de una ciu- dad que nos es ajena. Como ajena le será a Benjamin a fin de cuentas la realidad soviética, a pesar de los mapas físicos con que se orienta de calle en calle, de feria en bazar, y los mapas mentales sobre los que trata de encauzar su existencia. A las puertas del Kremlin, en mitad de una luz cegadora, se encuentra la guardia, cubier- ta con sus insolentes pieles de color ocre amarillo. Sobre ella destaca la luz roja que regula el tráfico de la entrada. Todos los colores de Moscú se disparan prismáticamente en este lugar, centro ruso del poder. El club de los soldados del Ejército Rojo da a este campo. [...] En la pared hay un relieve de ma- dera: el mapa de Europa con un contorno esquematizado de manera simplista. Al girar una manivela que hay junto a él, van iluminándose, uno tras otro, y por orden cronológico, los lugares de Rusia y del resto de Europa donde vivió Lenin. Pero el aparato estaba estropeado y siempre se iluminaban varios lugares a la vez. 4 de enero de 1927 Igual que en las estaciones del metro, en algunas grandes ciudades, donde hace unos años un mapa nos ayu- daba mediante teclas y bombillos de colores a definir la línea a tomar para llegar a nuestro destino, Mos- cú le propone a Walter Benjamin una mujer fantasmal, un plano de la ciudad, diferentes formas de un mismo icono (Lenin y las muñecas) y una manivela aparatosa que al fin no funciona. Cinco días después de aquella escena de la manivela que debe haberle recordado los juguetes mecanizados, las muñecas de cuerda y el auge de la maquinaria, Benjamin anota: «Ser comunista en un Estado bajo el dominio del proletariado su- pone renunciar completamente a la independencia personal. Uno, por así decirlo, delega en el Partido la tarea de organizar la propia vida.» El 21 del mismo mes, día del aniversario de la muerte de Lenin, Walter Benjamin escribe: «Cambié dinero y me dirigí al Museo del Juguete.» * * * Además de la pasión jugueteril de Walter Benjamin y de su manía topográfica, el tercer momento de explosión de lo fictivo –ya fuera del Diario de Moscú– será el de su propia muerte. Todavía es objeto de pesquisa la larga travesía que el escritor em- prendió a pie en septiembre de 1940 por los Pirineos, camino a territorio español, desde donde pretendía Dossier: Escritura del yo Viajante empedernido al fin, judío siempre en diáspora, de Berlín a Capri, de París a Ibiza, el recorrido que Walter Benjamin nos permite bosquejar (¿de bosque tupido?) estará plagado de flechas que se disparan, lugares de duda, como mapas extendidos sobre la acera, salpicados por la nieve y el polvo de una ciudad que nos es ajena.26 upsalón alcanzar Lisboa, y de ahí cruzar el Atlántico hasta los Esta- dos Unidos, tierra de exilio de sus amigos Max Horkheimer y Theodor Adorno. Consigo, una cartera de cuero que con- tenía la papelería destinada al Libro de los pasajes, su obra magna, aún en jirones. Al llegar a la frontera y mostrar sus documentos, a los virtuales refugiados se les hace saber que no les sería permitido entrar en territorio español, se les anuncia la inminente devolución a las autoridades fran- cesas y con ello, como era de esperar, la deportación a los campos de trabajo y de exterminio nazi. Cerrado defi nitiva- mente el camino, Walter Benjamin ingerirá una sobredosis de morfi na en un hotelucho en las cercanías de Port Bou. Antes, escribirá estas líneas a su amiga Henny Gurland: En una situación sin salida, no tengo otra opción que terminar. En este pequeño pueblo en los Pirineos donde nadie me conoce mi vida acabará. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y le explique la situación en la que me he encon- trado. No me queda sufi ciente tiempo para escribir todas esas cartas que me hubiera gustado escribirle. Se ha dicho incluso que el rechazo de la policía franquista en el puesto de la frontera no era más que una farsa, que detrás de todo se escondía la intención de cobrarles el acceso al país. Todo parecería indicar entonces que Ben- jamin no leyó entre líneas, que perdió el escalpelo con el que había diseccionado ciertos engranajes de la sociedad pasada y del momento, que sucumbió al desespero. Tan dado al tema de la muerte como lo era, al ilustrar su idea del héroe moderno y el ritmo avasallante de la ciudad en Baudelaire, ya antes Benjamin había teorizado sobre el tópico de la muerte voluntaria: Lo moderno tiene que estar en el signo del suicidio, sello de una voluntad heroica que no concede nada a la actitud que le es hostil. El suicidio no es renuncia, sino pasión heroica. Es la conquista de lo moderno en el ámbito de las pasiones. […] El suicidio pudo muy bien por tanto aparecer a los ojos de Baudelaire como la única acción heroica que les quedaba en los tiempos de la reacción a las multitudes maladives de las ciudades. Luego, aún sobre el hombre y los reclamos de la ciudad moderna, Benjamin termina citando unas líneas de Paris vécu, de Léon Daudet: «Las aglomeraciones de hombres son amenazadoras... El hombre necesita del trabajo, cierto, pero también tiene otras necesidades... Entre otras tiene la del suicidio, que se afi nca en él y en la sociedad que le forma; y es más fuerte que su instinto de conservación». Pero poco tiene que ver aquí el suicidio de Walter Ben- jamin con los reclamos sociales, la imponente ciudad y esta otra especie de heroicidad que la modernidad demanda. Por mucho que lo pretenda cierta posteridad necesitada de nuevos iconos –ídolos de repuesto, como escribiría Cioran en su diario en febrero de 1969–, la de Benjamin seguirá siendo una muerte romántica y novelable, con el telón de fondo de un estado totalitario y un camino que se cierra; una muerte a la que le sobrevivieron varias versiones del suceso, algunos compañeros de circunstancia que al día siguiente lograron pasar la frontera, la legitimación de su deceso con el eufemismo de hemorragia cerebral, según el acta de defunción asentada en la municipalidad de Port Bou, así como la descripción policial de las pertenencias encontradas en su habitación: un reloj de hombre, una pipa, fotos, un par de espejuelos, cartas, una radiografía, algo de dinero y la cartera de cuero en la que conservaba sus manuscritos. Todo suicidio será fi ccionable. La primera reacción de quien conoce de un suicidio cercano consiste en imaginar la escena, los detalles, el rictus del decidido medio minuto antes de acercar el arma o de dejarse caer al vacío. «Paul Celan se lanzó al Sena. El lunes pasado encontraron su cadáver» –anota Cioran en su diario el 7 de mayo de 1970–. Ficcionar será siempre nuestro primer gesto. Desconocemos, sin embargo, el margen nebuloso que separa al suicida de la última hoja de su diario.27 Galaxia Gutenberg ha publicado un volumen llamado Vivir en el fuego con confesiones de Marina Tsvietáieva, y en su prólogo Tzvetan Todorov dice lo que ocurre con esa raza de escritoras que es Marina; esa raza que no le teme a lo confesional, al diario, a lo testimonial, a lo que ocurre en su vida-vivida: «A lo largo de toda su vida, esa impía, no cesa de confesarse. Lo hace a través de cartas que unas veces dirige a amigos muy cercanos y otras a desco- nocidos. Continúa su monólogo en mensajes contenidos en sus cuadernos de trabajo. Además, llena numerosas libretas con concisas anotaciones sobre lo que siente y lo que piensa. […] Crea un relato conmovedor sobre ella misma y su existencia, pero también sobre su tiempo. […] Esta vida-escritura […] una bio-grafía en el sentido más literal.» Y la propia Tsvietáieva confiesa: «Porque en realidad no se trata de: vivir y escribir, sino de vivir-escribir y: escribir-vivir. […] Quítenme la escritura –y simplemente no podré vivir, no querré, no podré.» En todas sus reflexiones, la palabra va calando muy hondo en la experiencia; sacándole el máximo sentido al hecho y, a la vez, su máximo dolor. La palabra en ella no es arbitraria, está relacionada con lo que sucede en sus diferentes jerarquías de sensaciones, pensamientos, situaciones; no tiene ninguna gratuidad. Marina no des- cuida una puntuación que se convierte en expresividad, moviendo la tensión entre plecas, paréntesis, aprove- chando al máximo cualquier residuo de sintaxis sobre los diferentes objetos y seres. Porque cada puntuación es también un tránsito por las sensaciones. Estos símbolos pueden salir, entrar, adueñarse de un estado de jerarqui- zación en el párrafo hasta romper la retórica, para que se vuelva sentimientos. Por lo que el texto de Marina vibra, sube y baja, como la temperatura, como los latidos de un corazón. Como ha dicho también Todorov, cada mensaje, cada carta, cada espacio descrito no busca solo una solu- ción estética, pero todos contienen una solución estética: «El cuaderno de borradores contiene cuarenta versiones de esa estrofa.» Así con todo lo que escribe: una búsqueda incesante porque la escritura esté viva, dándole al «yo», a lo creativo, un lugar central, sin escrúpulos, sin temores sobre esa entrega cotidiana, para que la ficción de esa escritura sea ella misma: Marina. * * * Marina Tsvietáieva, su poesía cinética, como la llama Mark Slonin, que también dice que ella «no veía, sino oía», y me atrevería a contrarrestar esta afirmación, ya que Marina veía como suele ver la memoria a pedazos cor- tados, sin cronología; en fragmentos unidos por más o menos intensidad y relacionados solamente por el ritmo. Porque Marina es música. Latidos, velocidad, agudos y acordes. Entrechocar de palabras que forman un caos, un reguero (como un juego al tirar los dados) y luego se recogen en la mano, se aprietan y se concentran. «Me- jor juguemos, mejor sintamos», decía. Su propuesta es sentir las palabras, tocarlas; hacerlas sonar sin límites, para cavar en ellas con una libertad extraordinaria. Ella, de niña, se escondía debajo del piano con su hermana Asia y se volvía ya, personaje de sus textos. «Cedía –dice la escritora rusa Nina Berberova– a la vieja tentación de encarnar personajes inventados; imbuida de estos personajes escribía poemas muy inspirados, pero no consiguió adueñarse de sí misma, darse forma, cono- cerse.» Solo que la Berberova no comprendió la agilidad de Marina para trastocar las formas, las sílabas; hace guiones para intensificar aún más lo que está ocurriendo en su conciencia, no afuera, sino dentro de ella misma, y cómo las sílabas se separan muchas veces hasta lo- grar cadencias que era lo principal para ella, la medida para hallar el difícil compás de la existencia. «Lo único ruso para mí es la conciencia», decía Tsvietáieva. Estos personajes que atraviesa con facilidad son parte de su conciencia exacerbada; no están separados de ella, sino muy adentro, y le permitieron adentrarse en su forma humana, en su conocimiento. Puro nervio y tensión de un teclado sin límites. Ella y sus desgarraduras, contra «las paredes de la rutina», dice. Lo errático, para mí, es su principal valor: sus contrastes laberínticos, su aristocracia por encima de su indigencia. Las estrofas se cruzan: hay párrafos no hallados bajo su Reina María Rodríguez Dossier: Escritura del yoNext >