< Previous28 upsalón fina ironía; su carácter firme e independiente. Su primer libro, Álbum vespertino; después, Linterna mágica. Luego otros publicados en el exilio que duró casi veinte años (sale de Rusia con veinte y nueve), porque nunca estuvo a favor de los bolcheviques. Las editoriales rusas en Berlín le publicaron cinco libros: La separación, Poesía a Blok, Psiqué, El oficio y El zar y la doncella. Otros textos suyos aparecerían en Los Anales Contemporáneos, revista editada en París, y en La Voluntad de Rusia, editada en Praga. También en Verst algo después. Durante sus tres años en Bohemia, escribió Después de Rusia y también obras de teatro. Dice Irma Kúdrova, en su prólogo a Un espíritu pri- sionero (libro de relatos, diarios y cartas, donde cuenta todo lo que sufrió cuando se llevaron a su hija Irina a un campo de trabajos forzados; luego, a su marido Efrom; y también cuando la muerte de su hija Alia), que Marina «era un bicho raro, alguien ajeno […] con su imborrable sello de pobreza», por lo que su fuerza y sinceridad en la creación desbloquearon la terrible historia familiar, la muerte de sus amigos poetas, que llevó también a sus libros –Un espíritu prisionero fue escrito a la muerte de Andréi Bély, de quien dice, «murió de dardos solares»; así como Una palabra viva sobre un hombre vivo fue escrito a la muerte de su amigo el poeta Max Voloshin, en 1932–. Recuperar la muerte con la escritura fue su ideal. Textos a la muerte de Rainer María Rilke, a la del niño ruso Vania, ese libro Viva voz de vida a la muerte Voloshin («cuando conocí a Max reconocí a ese gigante y ese bosque»), nos muestran que, para Marina, como ella misma dijo: «Hay encuentros, hay sentimientos en los que se da todo de golpe y no hay necesidad de una continuación. Porque continuar es comprobar. […] Así se quiere al que agoniza: de una vez –todo, todas las palabras son las últimas, o no es ninguna.» La posibilidad que tuvo de dedicar sus libros –donde todo se funde en un género que es, ante todo, el diario– a la amistad fue un propósito definido desde los primeros poemas que hizo para otros, por la búsqueda de un «tú». Porque «ya a los diecisiete años había entendido que ins- pirar un poema es mucho más que escribirlo, que es más un “don divino”, que es más ser un elegido de Dios, que si en el mundo no hubiera “Asias”, no habría en el mundo poemas». Asia, su hermana, a la que no volvería a ver. En Marina el amor es un elemento. Buscaba un pretexto, incluso un autoengaño, para enamorarse y lograr, así, el texto. «Poema sin fin», hecho para Konstantin Rodzevich, un alguien intrascendente en su vida. (Efrón, su esposo, conocía muy bien esa fuerza en Marina de «lo no realiza- do»). «Reconozco a Dios únicamente en lo no realizado», dijo ella. Porque «Tsvietáieva fue aquella niña que eligió como su amor a un extraño ser con apariencia de dogo, al que encontraba –Diablo, no Dios– en una suerte de poética y de programa moral», dice, en su prólogo a El canto y la ceniza, la poeta española Olvido García. Borís Pasternak (1890-1960) le presentó por carta a Rainier María Rilke (1875-1926), y llevaron los tres una conversación epistolar que duró todo el verano de 1926. Pasternak conoció a Rilke cuando era niño (1900), cuando su padre se encontró con el poeta en un tren. Nunca más se vieron. De estas cartas Marina dijo que son «el cuerpo del pensamiento» y las dio para su publicación luego de cincuenta años: «cuando todo haya pasado, pasado del todo…» En su última carta a Rilke, Marina le dice: «el amor viene en las palabras y nunca en las acciones», prueba de que Marina convertía la realidad en literatura y viceversa: «en todo París no tengo ni un alma y fuera de París –en el mundo– está en Moscú mi hermana Asia y Borís Pasternak». Así como Alemania fue un delirio para Marina, fue su otra patria: «En mí hay muchas almas. Pero mi alma principal es alemana. En mí hay muchos ríos, pero mi río principal es el Rhin.» Su pasión por Alemania y por la música: «La música la siento definitivamente a través de Alemania. Hay un país en el mundo –la Música–, sus habitantes –los alemanes–.» Rusia, como ya sabemos, fue para Rilke su obsesión. «Él amaba Rusia como yo amo a Alemania, con toda la no-comunión de la sangre y la libre pasión del espíritu», dijo Marina. Lou Andreas-Salomé –que nació en San Petersburgo– acompañó a Rilke en su primer viaje por Rusia, luego él aprende ruso en un año, escribe sobre arte ruso, también el ciclo de poemas «Los zares», de El libro de las imágenes; «A caballo por la ciudad noc- turna», de Nuevos poemas; conoce a Ivan Bunin; traduce a Chéjov y quiere escribir un libro sobre sus dos viajes a Rusia. «Cada vez veo con más claridad que Rusia es mi pa- tria –todo lo demás es para mí el extranjero.» Y veo ahora, que la publicación en Cuba de la poesía completa de Rilke fue un acercamiento a Rusia, a sus poemas, donde esa tierra está cercana a una pequeña isla caribeña. Para Ma- rina, esa conexión de contrapeso contra el descreimiento que nace de la posguerra. «Rilke no es un encargo –dice–, no es la muestra de nuestro tiempo, es su contrapeso. Guerras, matanzas, carne lacerada en combate… y Rilke.» En sus cartas a Natasha Gieievskaia, publicadas por la editorial Maldoror como Cartas de Wilno, y con la que sostuvo este epistolario por todo un año (desde 1934 has- ta el 1935): «Es verdad que a partir de cierto nivel de pro- fundidad ya no hay un yo en propiedad porque ya no hay otro: todo está en uno y ese uno somos nosotros… Solo escucho el yo. Y nunca responderé a ninguna falsificación, aunque fuese la más brillante o la más seductora.» Ese yo de Marina no tiene, pues, complejo por exponerse, no intenta fingir, metamorfosearse. Es un yo que se vincula a los objetos decididamente: está en el otro, en relación constante y directa con él, en busca de un tú imposible. «Estoy extenuada por lo cotidiano: la sartén, la comi- da, la lejía, todo ese día fraccionado en el cual dispongo de dos horas –y ¡es mucho! para escribir–.» Su polémica con el tiempo para robar algo para ella; algo contra lo do- méstico que le devuelva el espacio para trabajar. En sep- tiembre del mismo año le escribe a Natasha: «pues es el yo sobre las albóndigas quien ha escrito lo que ha leído el yo en el estrado». Siempre esta relación de un yo pode- roso que aniquila al otro; un yo que se traga al otro; una pugna donde las albóndigas pasan a ser tan importantes 29 como el resto, incluso más, porque son parte inseparables de su yo también. «La casa me ha devorado»: es el tema de un poema inacabado que escribió en el año 1928. En 1934 le escribe a Natasha: «Yo también soy un ser vulnerable pero únicamente porque he pasado por toda la vulnerabilidad: a partir de lo todo-sentido y no es a partir de lo in-sentido. De hecho esa pared (de anuncio, de prisión) yo no la veo: veo a través: no existe, senci- llamente: estoy yo y la cosa, sin pared-obstáculo. Con mi mirada; ¡la derrumbo!» Toda esta frase esta partida por dos puntos y seguido, como si los dos puntos dieran la alternancia que Marina necesita para derrumbar la pared mientras la quita de en medio: la alternancia con la que los propios puntos golpean frente a su mirada y la derriban. Un editor vendría a quitar esta colocación de los dos puntos, esta infracción de la regla «Marina», así como de sus constantes paréntesis: «–¿¿Cansada de mis paréntesis??–», pregunta en otro momento con doble signo de interrogación al abrir y al cerrar, para reforzar la pregunta; para que salga su mirada junto con la inte- rrogación, su mirada de búho. «De hecho, toda mi vida he estado sola… nunca he aprendido nada, ni estudiado nada, lo que sé –llegó solo: de mi simbiosis en el objeto, de mi fusión con él–. Fue así como conocí a Goethe, Napoleón, el siglo xviii femenino… y quizá lo único que conozca, sea el alma humana: fuerte y solitaria.» En carta de 1935, le cuenta a Natasha: «En la época de mi primer París (el verano de mis dieciséis años), fina- licé brillantemente el curso para avanzados, y hubiese obtenido medalla al final, sin aquella ignorancia absoluta, anonadada y apabullante, digna de un niño de pecho –de la gramática (la teoría).» —Pero ¿cómo hace usted para hacer lo que hace sin tener la menor noción gramatical? —¡Hago prosa sin saberlo! Y poesía también. Usted debe hacer poesía en su lengua… Pero la medalla no la tuve… Y llega aún más lejos en esta otra confesión, al decir que para ella la poesía, el libro, la escritura, han sido mucho más que todas las experiencias de la vida: «eres tú quien destrozaba cada uno de mis amo- res felices, corroyéndolos con las apreciaciones y rematándolos con el orgullo, ya que tú me decidiste poeta, y no mujer amada». La propia literatura se convierte en diosa, en enemiga de la vida, en mandrágora, substrayendo su esencia, su realidad en pos de lo innegociable. En otra carta de 1935 le escribe: «No te- nemos prácticamente nada que comer. Más exactamente: no hay con qué.» Todo esto ocurre mientras lee a Andersen, Lagerlöf, Hamsun: «Hay una segunda vida –la de la lectura–, pero también hay otra, inconmensurablemente más intensa y en modo alguno “segunda” –la de la escritura–.» Estas cartas de Wilno son un tratado (aunque no me gusta esa palabra) sobre la escritura y su vida cotidiana; sobre la precariedad que la acompaña y la riqueza que se desborda de cada pleca, de cada paréntesis; de cada demarcación de territorio que saca de su puntuación y de su dolor. Dolor y puntuación hacen una comunidad inseparable. Cada punto una lágrima, un golpe. Sus relatos «El diablo», «El chino» y «Mi Pushkin», traducidos por Selma Ancira, están hechos también sobre planos que se sobreponen; dobleces, pliegues, je- rarquías de lenguajes, porque ella siempre habla de «una muerte doble en el crepúsculo de la tarde y del alba –a un tiempo–» (Moscú, 1923). O de una imposibilidad que distorsiona por contraste los antónimos: «me amaste en la falsedad/ de lo cierto –y en la verdad de la mentira–» (1923). Su relato «El chino», que aparece en Un espíritu prisionero, habla de su amor por los extranjeros, menos- preciados casi siempre; de los cambios filológicos de las lenguas, y de un brazalete de plata maciza que comprara a una china en Rusia; y de cómo «desde que nací amo la plata… y más que cualquier anillo amo los versos» –su- ponemos que sus versos son de plata también–. «Gélido aprietas contra mis labios… tus anillos de plata», utilizan- do este verso de Alexander Blok, y demostrándonos cómo siempre existe una profunda conversación callada entre estos poetas. Uno toma un verso de otro; le responde, sugiere, y se entremezclan. En la escena que ella le cuenta al chino (de París), da dos rublos por «los anillos», «esperemos que con sus encantamientos…», dice. Pero luego, un día desgraciado, se los quita todos. Y esta escena, en el recuerdo de Mari- na, está contada a pedacitos, como la memoria, que va y viene, igual que los picoteos de los pájaros en el brazalete, que por fin un soldado logró quitar a la china que le iba a robar sus rublos y la prenda. Aparece el constante bal- buceo del chino: «ni-ni-ni»; otros diálogos dentro de la narración, que se cierra obsesionada por el objeto deseado y finalmente adqui- rido. Luego desaparecen también, ahora en París, como antes en Rusia, dentro de la histo- ria que atraviesa la Dossier: Escritura del yo30 upsalón narración, aquellos anillos y el brazalete –así como unos monederos: «mandarín, punzón y carmesí, y la frondosa rama de azalea, ¿Mongolia?», y también el palanquín y la comida de arroz–. Todo está lleno de color, de ritmo, de olores, de vida. Marina no trabaja con palabras muertas ni tomadas de los diccionarios, sino con palabras de la realidad, haciendo con ellas un aparejo fuerte con la sensación. Y de pronto aparece todo un contrabando de objetos, lenguas, personas, olores, tabaco de rosa, cigarrillos y diferentes sitios que ella quiere que el resto de los clien- tes compren, insistiendo hasta sobre el carbón (aunque sea tan negro). La máxima del chino sobre los rusos cuando se empecinan por algo, y más si no le dejan hacer lo que les pasa por la cabeza, dice ella, la pierden. Al final, el regalo del chino al hijo de Marina, algo de papel plisado que no se define bien, se confunde en- tre flor y pájaro o castillo, de lo que se desprende la frase del niño: «¡mamá, los chinos se parecen mucho más a los rusos que a los franceses!» Indicios terrestres es un libro con fragmentos de diarios. En ellos sigue el mismo estilo que en sus relatos (como en «El chino» aparecen esas conversaciones donde ella dice algo y lo contradice al instante con lo que está pensando). No lo publicaron por ser un libro «apolítico», dijeron sus censores. Pero es todo lo contrario: un libro muy político que relata pequeñas escenas: en las colas, en los mercados; impresiones en las calles después de la ejecución del zar; el precio de las provisiones. «Es un baúl», ha dicho Selma Ancira. «Dos días y medio sin un bocado ni un trago (la garganta cerrada)», dice Marina en «Octubre en un vagón». Lee en el Yuzhani Krai los nueve mil muertos… las montañas de cadáveres. En Moscú, la oscuridad reinante: «A la ciudad se puede entrar con un salvoconducto.» Viaja tres días y le trae pan a sus hijos: «disculpen que esté duro», les dice. Recuerda todo el tiempo a Max Voloshin hablando del destino de Rusia: «el terror, la guerra civil, las ejecuciones… la brutalidad, la pérdida del rostro humano… sangre, sangre, sangre». En «Libre tránsito», las conversaciones en los vago- nes, los registros: «no se inquiete, mamá, es el destaca- mento de requisición que viene a efectuar los registros». La luz de una cerilla. La conversación con la patrona (ver, en la página treinta y cinco, cómo ella remata la conver- sación de la patrona con una frase irónica) cuando esta le pregunta: «—¿Sus sortijas son de platino?», ella responde: «—No solo he dejado mis objetos de oro, he dejado a mis hijos». Aquí escribe a la luz de la luna: «una sombra negra es proyectada por mi lápiz y mi mano». Recoge también los dichos populares: «¡Señor! Hay que golpear hasta la muerte a quien tenga azúcar y manteca». ¿No es profun- damente político este libro? ¿No es un testimonio brutal que habla del tema judío, del problema religioso, de las desigualdades, de la ración dada, la escasez, el pillaje? Camino a la estación escribe: «avanzo y rechino», y uno siente la música del avanzar, retrocediendo, hincán- dose en el pavimento para resistir: «—¡Han aplastado a un niño! ¡A un ni-ño! Un ni… se encaraman, se introducen. A retroceder muchachos, a dispersarnos.» Y en esta voz uno ve, más bien vive, de nuevo, el momento terrible, lo siente porque sus plecas, sus paréntesis, sus objeciones, marcan los sentidos del dolor, las diferentes entonacio- nes; las separaciones que da el espanto a lo que contemplamos a través de sus palabras. En «Mis empleados» se ve lo que tiene que hacer en la oficina donde la han puesto a trabajar entre papeles, archivos: —¡No se preocupe! Nadie la obli- gará a fusilar, únicamente va a copiar. —Yo, ¿copiar los nombres de los fusilados? «Y todo esto no era más que hombres y mujeres vestidos con trapos, con narices y bocas no humanas (nacionales).» «A mi izquierda hay mujeres judías, sucias y tristes, que parecen arenques, sin edad.» Y empleada en esta oficina llena de archivos donde están los nombres de los fusilados, entre recortes de perió- dicos y rostros enfermos, sobre una mesa de abedul de Carelia, escribe sus poemas. O en el trineo, al que llama «el compañero de mi desgracia». En Indicios terrestres habla todo el tiempo de su no sumisión, de su incapacidad para ser como «alguno», como cualquiera. Después de un recital que dio en el Palacio de las Artes, donde antes trabajara como empleada –incapa- citada para ser esta empleada que los soviets quieren de ella–, les deja el pago de su lectura con estas palabras: «quédense ustedes con estos sesenta rublos –para tu libra de patatas… o para tus libras de frambuesas, o para seis cajitas de cerillas–, y yo con mis sesenta rublos iré a poner una vela a la virgen de Iversk por el fin de un régimen en el que así se estima el trabajo» (Moscú 1919). Otro momento grande de Tsvietáieva es frente al féretro de un amigo ahorcado, un dramaturgo, donde ella muere con él, resucita con él y no sabe aún que su- frirá, años después, la misma muerte. Aquí aparece una explicación del alma –de las horas que tiene el alma para ser abandonada– entre el estar de ese ser que momentos antes estaba y que ya no está más. Pocas cosas se han escrito sobre ese instante del féretro y lo que sentimos Otro momento grande de Tsvietáieva es frente al féretro de un amigo ahorcado, un dramaturgo, donde ella muere con él, resucita con él y no sabe aún que sufrirá, años después, la misma muerte. Aquí aparece una explicación del alma –de las horas que tiene el alma para ser abandonada– entre el estar de ese ser que momentos antes estaba y que ya no está más. 31 junto a él como este texto. Y luego, en la descripción de la llegada del féretro al cementerio (la música de Beetho- ven), la monja apurando la ceremonia por la llegada de otro difunto. Marina dice: «la muerte, no culminación del autor, sino las tijeras del censor a través del poema». De nuevo, su literatura interviene en la muerte, y en esa analogía para entrar en su refl exión sobre el teatro que hacía el ahorcado Slajóvich. Y cree que si para las navidades de 1918, como quería, hubiera ido a ver a Slajóvich, él no habría muerto. «El error fatal de este in- vierno», lo llama. Y: «yo hubiera renacido». Ella se culpa siempre (como culpa a la falta de amor, a la soledad que es el verdadero lazo en el cuello de los ahorcados). No le permitieron leer sus versos sobre él donde ella dice: «no se acercó a la plebe con el pan y la sal». Por eso no hay géneros entre los libros recopilados más tarde por los editores de Tsvietáieva: hay extensiones, seudópodos de la poiésis que fue su prolongación osada de vivir dentro de un interminable arpegio. El género es la vida, ha dicho alguien. Con El diablo, publicado por Anagrama, uno tiene la posibilidad de tocar otra vez las fi bras de esta poeta, venida del «más allá», del absoluto de la metáfora; de su creencia en ella, entre la guerra, la miseria, el desalojo, la barbarie, la prisión y la muerte de sus seres más queridos en el vórtice del siglo y del stali- nismo; colocada de nuevo sobre una prosa de tal intensi- dad –segmentos sesgados de su imposibilidad de vivir–, que se pueden sostener todavía hoy entre los dedos. Porque aquella tortura que tuvo en su vida vivida es la tortura por el sentir por encima de la capacidad de vivirla. No es una lectura común la que hacemos con El diablo; tampoco es una lectura que se pueda reiterar: es una lectura extraña. ¿Biografía? ¿Paisaje? ¿Sueños? Más bien, gestos continuos; conceptos emotivos; conceptos que sienten por los gestos. Como si el libro se quejara, palpitara y saliera de su forma convencional de libro don- de se encierra entre páginas, y estallara. Devolviéndonos en imágenes, duras, frías, cortantes, la profundidad frágil de las cosas aparentes, y a través de disímiles jerarquías superpuestas, la unidad rota de su utopía, quebrada y partida, por un ser lúcido, preciso, atormentado, que se rompe como un vidrio en mil pedazos. Ese ser Marina que habita en cada cual, y ella saca, ella descubre. Para colocar luego en algún sitio –en ese sitio donde el calidoscopio se recompone con el tacto y la memoria– eso que bien puede llamarse un alma, un peso específi co del proceso (o de los procesos repetidos a perpetuidad) que la hicie- ron sobrevivir dentro de aquella densidad de materia que, desde su infancia, ella recogió con esas partículas de expresión únicas e irreversibles. Marina Tsvietáieva nos demuestra, con extrema naturalidad, cómo las colocó (a las partículas) en las márgenes de una escritura a la vez continua y fragmen- tada; entre el orden perfecto de los desórdenes de sus referencias; de los andamios que se sintetizan luego, en una negativa rotunda –como la oscilación negativa del péndulo de un reloj desde atrás hacia delante–: escoge al diablo –ella escoge al diablo; Marina, la niña, siempre escoge al diablo; Marina, la poeta, escoge al diablo; Marina, la mujer y la madre, escoge al diablo– para reafi rmar su «no ser», la imposibilidad de su contrario; para provocar y sostener si fuera posible, algún dios con la fuerza biunívoca del mal. El piano abre la boca y enseña sus dientes: la palabra muerde (a su madre que se muere sobre el piano, doble- gada; a Borís que la había amado en la distancia; a Rilke que se obsesionó con Rusia y con ella; a Pushkin a quien escribió el libro Mi Pushkin; mientras tira la cajita de dados con Asia su hermana más pequeña, juega a la infancia, y se abre también a la pregunta de cuclillas bajo el piano sobre la muerte que se aproxima sin respuesta y las cubre un terciopelo marrón). Siempre la distancia que faltaba entre ella, los otros y el obstáculo de su deseo real la alcanzaba con dedos muy largos, inconclusos. Esa distancia desde el ser y lo que cuesta a «un ser» asimilar la norma, el tránsito. Se abraza al piano –y lo que está detrás de la música es un lamento que escuchamos aún–, como si la escala fuera reinvertida cronológicamente, en el tiempo, en el espacio, en el sentido, por su visión de la escritura. La muerte de su infancia y de su madre. Los dados no fallan, amarillentos también entre sus dedos, como notas, como páginas... Esto no es un libro, tampoco un acorde, tampoco una vida. Es una violencia. Una violación de los sentidos. Nos enseña algo: quien está dentro de nosotros tras- teándonos para marcarnos con su marca secreta cuando estamos desprevenidos es el miedo... «Dios es para mí el miedo», nos asegura. Porque del miedo salen estas cosas, cosas del diablo, caras. Toda la valentía de Marina sale del miedo, de su oposición, no de su resignación. Ella se atreve. Hace vanguardia sin saberlo. Hace que el tormen- to se convierta en fi losofía también, sin querer, sin saber. Dice Lidia Chekúvskaia en Contra toda esperanza con sus recuerdos de Ajmátova: «¡Qué raro es! El mismo río, el mismo día frío y este mismo charco y el mismo ta- blón. Hace un mes, en este mismo sitio, ayudé a Marina Tsvietáieva a atravesar este mismo charco.» Para enton- ces ya Marina se había ahorcado en Yelábula. El último escrito de Marina fue la petición que hace a la Unión de Escritores de que le permitan trabajar en el comedor: «Pido que se me conceda un trabajo de lavaplatos en la nueva cantina de Chistópol.» Lo mismo sucedió con Ajmátova. Dossier: Escritura del yo32 upsalón Enero de 1984: Anaïs Anaïs. El nombre de Anaïs Nin (1903-1977) flotando sobre la primera tarde a solas con mi padre. Un regalo. Algún aroma no tan caro, que doblegue a mi madre a la traición. Cuesta el perfume. Cuesta decidir. Enamora el que viene con un peine azul de dientes inmensos. Años después –devuelta al archipiélago– palpo la terquedad de esos objetos al fondo de una gaveta. Fras- co de porcelana blanca: boca de Anaïs Anaïs astillada y pegada por mi madre. (Em)peine por la mitad. Pero qué firme su pisada en el pelo revuelto. Y qué susurro el de la mano al desenroscar la tapa de plata redondeada. Husmear sin haber escrito la palabra husmear. 1989: Publicación cubana de En una campana de cristal y Corazón cuarteado. Editorial Arte y Literatura. 23 mil ejemplares. Ninguna de las 35 mil páginas de los diarios (blanqueados o no). 2 Nunca el Delta de Venus ni los Pája- ros de fuego ni otros de los juguetes (n)e(u)róticos que ella escribió con el estómago vacío (a dólar la página), instada por el sonido del tragaperras: de la mano de aquel colec- cionista que, invitándola a levantar las muchas costras de su vida sexual (esa mujer velada, semi-soñada), 3 nos legó las primicias de El segundo sexo. 1990-1998: Divorcio. Destete del padre. Destete de la URSS. Solas en casa, registro anaqueles, devoro libros hasta llegar a aquella cubierta negro-amarilla, imitación de mi primer ultrasonido abdominal. Besos, sin lengua y con. Hallazgo de los músculos vaginales. Lectura desordenada de ¿Piensas ya en el amor? Me masturbo ignorando olímpicamente el himen. En lugar de Henry Miller, llega mi primera J. R(eg)odeo, regocijo del clítoris. En la vigilia materna, rompo a escribir. Relleno de guata sentimental una libreta tras otra. Sexualidad de manitos bajo la falda. Vivo a punto de estallar en mi frágil concha (H&J). 4 Cuando entro de la calle, sobre la restauración del padre, flamea el arrebol de mis mejillas. Alterno amantes. Pasar de un mundo a otro, dar a cada uno mi plenitud, ¿por qué se le llama a eso traición? (F, 432) 1999-2002: Empiezo una, dos, tres veces la universidad. Me especializo en flirt. Coqueteos, toqueteos, besuqueos. Mano de mujer en la oscuridad. Me obsesiono con mi primera A. Su semen en un pulóver azul, doblado como en un relicario. Nadie mantiene mi ritmo (134). Me expongo, resbalo, pataleo. El rompan-filas me arranca de la cha- rretera militar al seno materno (abrigo de punto, hueco de araña); y de allí como una catapulta (por un laberinto Alicia, por un laberinto David Bowie) definitivo me lanza al ruedo de Artes y Letras. 2003: Año de la gran depresión. Pierdo a mi segunda J (el narrador estrella de los Años 0). Suspendo. Incubo ratas en la alta noche. Me dejo o me hago fotografiar desnuda. Con Henry y June viene el desfile de los ménage à trois, como amor a las diferentes partes de nosotros mismos en otros (95). Apuesto sobre literatura femenina. Y presto, y pierdo así los cuentos de Djuna Barnes, Katherine Mans- field y Anaïs Nin. 2004-2009: Husmeando recupero Una taza de té y En una campana de cristal… Acaricio sus lomos otra vez. Entro en el tourbillon de los sentidos. Amo a todo el mundo […]: esta es mi pasión y muerte, muy dentro de la oscuridad, […] luchando contra la posesión y la invasión (304). Pero me gana el deseo de reconocer un cuerpo en las mañanas. Caigo en el décalage de la convivencia, con su reloj de arena, con su bomba de tiempo. Me traspaso la ceja con un piercing. Publico. Me tatúo un armadillo: ¿una compresa?, una promesa, un conjuro. Hay una debilidad dentro de mí, la necesidad que tengo de los demás, que es terrible (199). Valso cópulas ensayísticas. Mi manera de ver a las personas es absorbiéndolas (419). Soy también una anémona y una diseminación. Najla Úlitsa 133 El número erótico de Upsalón me gana un status moderado de pornófila. Acaso mi manera franca y va- liente de hablar del sexo […] ocult[a] mi verdadero recato innato y desplieg[a] una obscenidad forzada (H&J). Hallo y pierdo a mi segunda A. Mi carta astral lo dice claramente: amo creando hijos que me sacarán el cuerpo. Placebo. Placenta. Primaveras cortadas. 2010-2012: Altas cumbres, pensamiento sabio. Con los Reyes, con un talismán, me llega la tercera A. ¡Oh, Dios, esto es una oleada de fuerza demasiado grande! […] Me siento como si reventara de poder. Como si el mundo fuera otra vez una orquesta (F, 416-417). Por fin un hombre de acción. Por fin mi Gonzalo Moré. Me duelen los pechos. ¿Estaré preñada? (424) Mi egoísmo. Mi yema coloreando un frasco. Pujo por mos- trar el corazón de la col. Limitada por el ideal, llago y (me) destruyo al constreñirme. Enfermo del cáncer de los celos (207), Gonzalo se vuelve lentamente Hugh, incluso, lentamente Rank. Yo, por mi parte, invariablemente, una vez al mes, la semana anterior al período, me vuelvo loca. Veo todo enorme, ominoso, trágico; mis dudas, celos y miedos se intensifican, se magnifican: pesimismo, crítica destructiva, actos destructivos que siguen a la intensifica- ción de los dolores (213). Viajo. Soy una isla. Soy in-continente. Pero quisiera vivir para mí misma sin perder el ancla. En el fondo me creo inocente. Me parece que puedo ser fiel, no a las per- sonas, sino a la vida cósmica, a los amores que están más allá […] de los individuos (432). Su inseguridad se torna vómito. La mía, frigidez. Me asfixio. […] Me siento débil y pequeña. […] No puedo soportar esta lenta desintegración de nuestro amor. Querría acabarlo rápidamente. Pruebo mil maneras de alejarme de esta pena (212-213). Llega el hachazo. Más bien un corte imperfecto de serrucho, la mordida de una tijera de desgrafilar. Qué arduo entender el vuelco de la mirada, su apagamiento. 2013: Me esfuerzo para mantener la cabeza por encima del agua (211). Bogo entre el huracán de pendientes con que le erijo un dique a la pena, un firme (la tesis, la edición, una re- vista, el francés, otra carrera, una casa). Hago ejercicios/ los abandono. Madrugo/ me duermo a medio vestir sobre los libros. Me canso mucho porque todo me afecta y me con- mueve. […] Cada persona que veo afecta mis sentimientos, mi simpatía, mi piedad (397). Ciega, tanteo en lo oscuro: busco demostraciones extravagantes y apasionadas de amor (H&J). Escribo [embisto, recalo] circularmente, peri- féricamente, sobre cualquier cosa (F, 159). Bailo en la cima de un volcán (374). Sé lo que quiero ahora. Alguien que me ayude a ser mala, que me ayude en una aventura. Hay tantos hombres enamorados de mí y que no he paladeado. […] Estoy poseída por mi deseo de vagabundear (185). Salgo en las noches. Regreso tarde. Regreso ebria. No regreso. Acepto citas con viejos amantes; y cafés con pretendientes que había mantenido a raya. No me ando con remilgos. Quiero dejarme sorprender. Los cabarets me excitan. Quiero escuchar música estridente, ver caras, pasar rozando cuerpos, beber «Benedictine» ferozmente. Las mujeres hermosas y los hombres guapos despiertan fieros deseos en mí. Quiero bailar. Quiero drogas. Quiero conocer a gente perversa, llegar a la intimidad de ellos. Nunca miro los rostros ingenuos. Quiero morder la vida y que me desgarre. […] Me voy al in- fierno, al infierno, al infierno. Salvaje, salvaje, salvaje (H&J). Alguien de la revista lee Cuerpo a diario. Se anuncia un dossier. Intento expiar mis pecados con Miguel de Unamuno. Intento escaparme por los pasajes biográficos de Jean Rhys. Pero me acontece cotejar el diario real, que Anaïs Nin imaginó para Hugh (†1986), con el diario irreal de Henry (†1980): una muestra maravillosa de misterio, las dos caras de una misma conducta. […] Cotejando los dos, no sería difícil que un hombre se volviera loco (418). ¿Cómo dis- tinguir el tono de la «verdad», sacar un claro de bosque, una vida pasada en limpio de este maillage de medias tintas? ¿Y si la Anaïs real fuera la expurgada y no la bisagra entre Henry y June, entre Henry y Hugh, entre Gonzalo y todo lo demás? ¿Y si la reedición íntegra no fuese más que otra reescritura compulsiva, una fanfarronada, una crueldad de la niña que nunca se quiso mujer? Despaciosamente, lamiendo, jimiqueando, el diario me gana. Acepto (ha)ser (de) Anaïs Nin: sobre todo duran- te 1935, sobre todo cuando tenía mi edad. Entro entonces en el dédoublement. Así, la dualidad, aparece cuando me contemplo viviendo [en el cuerpo Anaïs]. Adopta la forma de una fantasía [la blandura aromática de un frasco]. Imagino que alguien me contempla [me abre despacio, me aspira, hunde los dedos, se humedece, se perfuma] (466). Manuscribo unas frases. Tecleo párrafos. Recorro las líneas de este inglés traducido; que va salpicándose (banderillas) del español de Gonzalo (leoncito, papacito, gitano), quien desenvuelve en los sentidos de su presa (chiquita, bandida), en su oreja avivada (pégate a mí), aquella lengua de tierra (turrón). Recorro con el dedo las palabras, los giros del francés que ella at(r)aca, cuando necesita matizar más vívidamente sus confesiones (éblouissement, envoûtement, dépouillement, état de grâce, fête de yeux, rêve éveillé, frémissante, j’ai la fièvre de nouveau, je suis facilement éblouie…). Como Anaïs en los cuadernos forjados al rojo vivo (Pole, F, 10), ambición de domeñar mi feudo (el sexo, el corazón y sobre todo la cabeza): mandar, andar, reír, gritar, cometer actos violentos, matar. [Ser] creadora y reina (AN, F, 97). Pero el poder y la lectura me rinden. La espalda. El hambre. El fuerte parecido del espejo. Y la lluvia tem- pranera, el solecito de invierno, la playa en la noche (tan cercana)… me despiertan unas ganas tremendas de nadar. La envidio, echada en esa habitación de hotel, que también tiene para mí una connotación de voluptuosidad furtiva, efímera. Así que en la soledad de la casa, aún no fraguada del todo como hogar, despertada la libido por algún rama- lazo de historia, detengo la escritura y [m]e masturbo con frecuencia, placenteramente, sin remordimiento. Entre un apunte y otro [m]e entra un hambre frenética y la comida me produce un placer prolongado. Como pues, como nun- ca, de cierta manera carnal y profunda. Ahora solo deseo tres cosas: comer, dormir y follar (H&J). Dossier: Escritura del yo34 upsalón Repaso los cuerpos que han entrado y salido de mi vida (mi casa, mi cama, mi ofi cina) este año. Galanteos, titubeos, aguaceros descalza. Trato de componer un cielo, eligiendo los mejores momentos de todas [esas] relacio- nes. Anaïs decía conocer solamente una receta para la felicidad: Tomar el esperma de tres hombres diferentes [...] y mezclarlos en tu útero. Si la transfusión tiene lugar el mismo día, la alquimia dará como resultado la perfección (F, 396). Lo intenté en el pasado. Lo más difícil no es con- seguir los ingredientes, sino llegar al último tramo con el pellejo salvo: sin la boca magullada por la barba, sin que la vulva sea una llaga, sin la lengua hastiada de lamer. Pienso en cómo me juzgarían aquellos que se ahogaban de celos cuando les abrí mi vida aventurera. ¿Es este el crimen, amar, amar, amar […], tocar bocas y cuerpos, bocas y cabellos, amando, adorando, riendo? (434) Me tuerzo un pie. Trastabilleo. A veces me canso de girar. Me abrasa [e]sta fuerza que llevo dentro (391), aunque permanezca en calma. Como ahora, busco adormilada, antes de la medianoche, mi cueva de ratón en la que pernoctar. Si [a]limentar la felicidad de [tantos] hombres en un día es una tarea realmente dura (486), cuán rudo no será complacer todos mis yo, todas mis lenguas de fuego, todos mis nervios rotos y de punta, buscando el siempre fugitivo […] absoluto, inasible tête de Méduse, patas de un ciempiés o de un pulpo (391). Quizás sea hora del ensimismamiento, entrar al paso de danza sola. Río […]. Algo sucede aquí y no me da miedo. No es la insania, sino crear en el espacio y en la soledad. No es esquizofrenia es visión, una ciudad suspendida en el cielo, un ritmo que exige (435) detenerse, estar consigo. Para sentarme a escribir(me), a leer(me) me desdo- blo/ me repliego/ me apoltrono/ me escarrancho. Nunca es tiempo de acabar este cavado, este derrumbe hacia el sí. Y si bien me siento diestra en las fi nas artes de meter la garganta en el espéculo, hay muchas cosas que no (me) he respondido; por ejemplo, qué hace una mujer suicida sembrada en una casa, y no vagando sobre el mar en su roulotte… Mañana será otro día, y volveré a abrir mis piernas de cuaderno. Por la ventana del balcón, por una ráfaga imposible, se me antoja que alguien lleva allá abajo, en la ciudad casi durmiente, aquel perfume Anaïs Anaïs, su roja fl or. 1 Sobre el título de este texto, cfr. Anaïs Nin (AN): Fuego: Diario amoroso 1934-1937 (F), trad. José Luis Fernández-Villanueva, Madrid, Ediciones Siruela, 2000, p. 391. 2 A partir de 1966 se publicaron, sin nombre, siete tomos de los diarios expurgados de lo íntimo. Si antes se autocensuró por no herir sus- ceptibilidades, a partir de los años setenta AN encargó a su albacea, Rupert Pole, la publicación de los diarios amorosos íntegros. De ahí: Henry y June (1931-1932) (H&J), Incesto (1932-1934), Fuego (1934-1937) (F) y Más cerca de la luna (1937-1939). Otro es el caso de su diario de infancia (F, 58-59), el único escrito en francés, aparecido en versión traducida y resumida en 1978 (The Early Diary of Anaïs Nin [Linotte] [1914-1920], San Diego, Harcourt Brace Jovanovich), así como en la versión íntegra original al año si- guiente (París, Ediciones Stock, 2 t.). Los llamados diarios tempranos, que abarcan esa etapa y otras tres, se han diferenciado según su fecha: t. I (1914-1920), t. II (1920-1923), t. III (1923-1927) y t. IV (1927-1931). Conviene señalar que AN escribía sus diarios en cuadernos que numeraba y a los que daba títulos. Fuego…, por ejemplo, comprende los cuadernos 48, 49, 50-51 y 52, denominados, respectivamente: «Révolte», «A la deriva», «Vive la Dynamite y Nanankepichu» y «Fuego». 3 Póstumo al igual que Delta…, el otro volumen se intituló Little Birds. Cito aquí la edición española de Bruguera-Libro amigo. 4 Anaïs Nin, Henry y June (H&J), <http://elciruja.unlugar.com>.35 «Falta por registrar en la historia de la literatura los soli- loquios del escritor». 1 Son estas las palabras de Virgilio Piñera, de un Piñera que arriba a los últimos años de su vida y se ve ahora (1970) ante el imperativo de establecer un balance que busca la conciliación: el saldo de un hom- bre solo, apartado en buena medida de las agitaciones políticas, cuyo escenario de combate se reduce a las pe- numbras de una habitación pequeña, allí donde las cuen- tas se liquidan a solas con su propio daimon. Son palabras desconcertantes si las comparamos con declaraciones que las preceden en diez años, 2 pero la contradicción se reduce, diría el mejor Piñera, a una mera cuestión de forma, no de fondo. El primer y más intenso problema que se plantea Piñera, el problema que distingue su obra puede resumirse en una certeza que para él cobró tintes de obsesión: «Cuando se es un cero entre ceros es preciso pellizcarse, dibujarse y nombrarse.» 3 La crítica y el ensayo (y, en sentido general, el con- junto de textos que no son, en rigor, textos de ficción) de Piñera me parecen memorables, sobre todo, como extensiones o actualizaciones de esa obsesión. Mientras más lo leo adquiere más fuerza en mí la sospecha de que la gran obra de Piñera fue el proyecto frustrado de su autobiografía. Y no me refiero solamente al fragmento explícitamente autobiográfico publicado en las páginas de Lunes de Revolución en 1961, 4 ni a los segmentos inconclusos «rescatados» diez años después de su muerte en las revistas Unión y Albur. 5 Estos textos son el ensayo de algo más ambicioso: delatan, eso sí, el impulso de la retrospección para fijar una imagen corregida de sí. Sería más acertado decir que la gran creación de Piñera fue él mismo; luego de configurar buena parte de su vida en torno al teatro, Piñera responde de alguna manera al impulso de practicarlo y convertirse en el héroe de un drama mayor. «Tanto las más elevadas como las más bajas formas de la crítica vienen a ser una especie de autobiografía», ha afirmado un Oscar Wilde siempre excesivo y, por lo mismo, siempre adelantado. Con el oído especialmente atento a las modulaciones del implacable sacerdote de la religión estética, y con un siglo de retraso, el escritor argentino Ricardo Piglia retoma la idea de Wilde en su excelente libro Crítica y ficción, y la salpica con un barniz de novedad: «El crítico –dice– es aquel que reconstruye su vida en el interior de los textos que lee. La crítica es una forma posfreudiana de la autobiografía». 6 De la cita de Piglia se desprende que, de una forma u otra, el escritor no puede desligarse del yo; no importa que el sujeto se esconda tras el velo de un método: su producto podrá ser leído como una especie de documento psicopatológico (siempre podrá ser reconstruido el lugar desde donde escribe el crítico, él siempre delata su historia personal). Wilde y Piglia asocian el impulso confesional al ejercicio de la crítica, pero si yo digo que, en efecto, Piñera habla de sí cuando se dispone a comentarnos sus lecturas, no estoy diciendo todo; hay una pulsión mayor que lo que nos deja ver esta importante constatación. El yo atrapado en sus textos es algo más que la condena inconsciente de con- fesarse que padece el crítico moderno; son los síntomas más evidentes de un plan deliberado, la consecuencia de un acto premeditado y no solo el remanente de un conflicto psíquico. Lo que está en juego aquí no es tanto reconstruir esa experiencia de base que modula la voz del crítico como acceder a las cuestiones previas que lo enfrentan consigo mismo y lo fuerzan a traducir su vida en palabras. ¿Qué necesidad habla en esas palabras? * * * Pensar la crítica de Piñera como documento psicopato- lógico puede ser, en principio, una tentación desorienta- dora. La diferencia radica en que el común de los críticos nunca dice «yo soy el tema de mis textos», mientras que Piñera tiende a confundir deliberadamente historia literaria y biografía, aunque muchos de sus textos no son abiertamente biográficos. Su apuesta: introducir la literatura en el flujo de la experiencia personal. Muchos Carlos Aníbal Alonso Dossier: Escritura del yo la construcción beligerante de una V irgilio P iñera : identidad36 upsalón de sus textos están marcados por la voluntad de trans- portarse al escenario mayor del mundo y decir: «Confieso que soy altamente teatral». 7 Ese gesto, la irrupción de una salvaje teatralidad en su discurso crítico, informa de un desvío esencial, porque una cosa es saldar las cuentas con el pasado desde la reconstrucción silenciosa de la memoria, como han hecho tantos, como han hecho admi- rablemente, por ejemplo, Gide, Neruda o Gombrowicz, una cosa es convertirse con mano maestra en el héroe de sus obras como el Norman Mailer de Los ejércitos de la noche o el James Boswell de la Vida de Johnson, y otra bien distinta es recopilar el propio ser desde la exaspe- rada teatralización de sí mismo. Las declaraciones más explícitas sobre las manifes- taciones de su propia teatralidad nos llegan con el texto «Piñera teatral», que aparece a manera de prólogo en la compilación de su Teatro completo de 1961. «La triste, limitada y caricaturesca literatura me jugó la mala pa- sada de encerrarme en su cárcel, dejándome paralizado para la comisión de esos actos en donde uno es el eje, el punto de mira; para esos actos en que la multitud lo mismo puede aclamarnos que lapidarnos. Siempre pensé asombrar al mundo con una salida teatral.» 8 Si bien la literatura se le presenta una y otra vez como una reducción, el sitio donde la realidad que se cree captar se sustrae, la manifestación teatral es para Piñera algo más que una cuestión de estética. La literatura se con- vierte en un obstáculo para el yo; sin embargo, con el gesto del bufón, con la indiscreción, la burla, la ironía y la confrontación violenta hace las veces de histrión en un espacio que está determinado por la literatura pero que definitivamente queda fuera de ella. No creo que ninguno de los personajes de Piñera pueda superar a ese otro que dice a viva voz, en aquel vasto escenario en que ha convertido la realidad, «soy teatral». Muchos textos anteriores apelan al teatro frente a la degradación de una literatura atrofiada por la ges- ticulación. En uno de esos textos desempolvados de la papelería de Piñera que irrumpen de cuando en cuando en las páginas de alguna revista cubana, un texto de 1940 que es una especie de trabajo de curso de estética, encontramos la furia mordaz de un joven Piñera que arremete contra la poesía lírica imputándole el pecado de haber perdido el contacto directo con el mundo: «El sujeto de poesía lo es sin referencia posible al mundo orgánico, de pasiones y situaciones de vida; vida en su fase episódica que forma el suceso humano; el material con el que construimos, nacemos y participamos.» 9 Ya está aquí, en un Piñera que viste todavía el atuendo del estudiante, una oposición que va a determinar muchas de sus actitudes posteriores: el poder de la entelequia frente al poder de la experiencia. Descreía firmemente que el lenguaje poético pudiera crear una verdad. «De esto se sigue que siendo el teatro todo él pura acción venga a ser la antípoda de la poesía siempre mostrada y demostrada por estados indefinibles.» 10 El valor de la experiencia, la pura acción, le otorga al texto un status diferente, privilegiado. De este teorema se deriva un corolario que entroniza la acción teatral con la virtud de una práctica que no constituye un fin en sí misma. * * * Frente a muchos de los textos críticos de Piñera se ofrecen dos alternativas: o seguir las huellas de su pensamiento sobre el hecho estético y dar cuenta de los desvíos con respecto a las convenciones formales que dibujan los contornos de un género, o leerlos según su propia diná- mica, es decir, vinculando la compulsión biográfica y confesional que está en su origen con las contorsiones de una personalidad abocada a la construcción de lo que él mismo ha llamado el «cuerpo-teatro». Desde el momento en que accede a la extrema conciencia de su poder histriónico la escritura cambia de signo. Plantear de manera tan explícita el problema de las máscaras del escritor y las funciones de esas máscaras es el primer paso que lo lleva a plantear la exigencia, mucho más importan- te, del reconocimiento de su autoridad (esa exigencia se manifiesta en la competencia, en la lucha, en lo que Harold Bloom ha llamado «la necesidad constante que tiene el autor de sobrevivir como autor»). De esta forma se admite la renuncia a todo aquello que no responda a esa exigencia y se introduce explícitamente la práctica de la simulación. Piñera hace suya la fórmula de Rimbaud (con una leve, reveladora metamorfosis: Je suis un autre), pero olvida deliberadamente cuál es la última consecuencia de esta lógica de pensamiento; la abdicación, el recurso al silencio. En la polémica interior de Rimbaud la fuerza de la acción muestra su superioridad sobre el lenguaje. Sin embargo, Piñera defiende la autonomía de la referencia interior y exige su derecho a la palabra; los tormentos del hombre «en medio de las tinieblas que lo rodean» de algún modo son traicionados y se convierten en la crónica que le otorga un sentido a esos tormentos. Piñera accede a los privilegios de la arbitrariedad del lenguaje y desde allí ordena, funda y enriquece su vitalidad individual. Todo acto es un síntoma, el gesto de un hombre que quiere agotarse en la construcción de un sentido; «él juega su propia existencia», repite Piñera, y ese juego siempre dis- crimina, excluye de sí una parte del mundo. Entre esos dos gemelos, el cuerpo de carne y hueso y el cuerpo-teatral, no hay dudas sobre cuál de los dos prevalecerá. * * * Puede intuirse en la acción de algunos de sus cuentos y en la trama de sus novelas las variaciones de un conflicto que se plantea una y otra vez, y es resuelto sin enmiendas significativas. Como el propio Piñera, los personajes de sus cuentos también participan del afán de comunión y de trascendencia que ha movido al sujeto de ese inmenso y fragmentado ensayo autobiográfico configurado por su personalidad crítica. La aventura humana de esos perso- najes consiste en superar la sensación de carencia, vencer distancias que parecen insalvables y probablemente lo sean, pero no por eso hay razón suficiente para dejar de 37 plantar batalla y tratar de revertir un estado de cosas. Aunque sean seres dominados por el miedo, todos apli- can a la contingencia una lógica aplastante y buscan, según sus fuerzas, el camino de la verdad, pero las des- trucciones hacen su parte y tropiezan invariablemente con la incomunicación y el absurdo. Solo es válido lo que hay en ellos de diferente y de anómalo, actuando en un espacio marginal, aislado, que está fuera del estado, de la civilidad y de las leyes sociales. Emprenden con el universo que los excluye una lucha denodada: llevan sus actos y sus convicciones a las últimas consecuencias y esa voluntad los corroe y los aniquila. De modo que siempre salen fracasados de la batalla con el mundo; o, como diría José Bianco, salen vencedores pero a costa de sí mismos. 11 Aquejado de un insomnio incurable un hombre prueba las posibles soluciones que están a su alcance para revertir su suerte, a la postre todas fracasan y el hombre asume una enmienda definitiva: se pega un tiro y se levanta la tapa de los sesos; y no obstante, el insomnio persiste. Una pareja de amantes ceden gustosos a la mutilación de los ojos y la boca antes de poder consumar en la se- pultura su postergada noche carnal. Otra doble pareja de inválidos del mismo pie fracasa en su modesto afán ahorrarse el pago de un zapato. «Todo es rigor y drama en la vida», piensa uno de ellos enfrentado a la imposibilidad de su deseo. A propósito del relato «El con- flicto», Piñera comenta en una carta dirigida a Lezama en 1941 su «teoría de las destrucciones», una teoría sus- ceptible de ser tomada como reflejo temático de ese doble movimiento que puede ser verificado en su personalidad crítica: la posibilidad que anuncia la compensación de la existencia y su posterior cancelación, la cercanía de una felicidad que no se produce. Tra- tando de conjurar su poder corrosivo, el hombre se rebela contra el tiempo: en una lucha desigual quiere devorarlo y a la larga resulta ser él el devo- rado. Teodoro permanece en la cárcel a la espera de su fusilamiento, pero se le abre la posibilidad de sortear el destino y regresar al hogar donde lo espera una mujer y una familia, o tiene la alternativa de aguardar tranquila- mente al oficial que lo conducirá al matadero. Obligado a tomar una decisión excluyente, o la ejecución o el regreso a su vida anterior en el hogar, Teodoro pretende impedir la obligada consumación de los hechos, quiere detenerlos en su «punto de máxima saturación». Y eso sucede porque en ese punto el hombre es capaz de evitar tanto la experiencia alienante de un universo insulso como la corrección definitiva del ser, su aniquilación. Teodoro persuade al oficial encargado para que demore su fusilamiento: en ese instante puede lograr su aspi- ración mayor, o sea, ser para un yo que quiere, sobre el resto de las cosas y los hombres, ejercitar su voluntad. Protagonista de una rebelión parecida, la escritura del yo en Piñera quiere convertirse en una vasta, minuciosa e ininterrumpida actividad, que sustituye la vida, es decir, que suplanta el tiempo. ¿Cuál es la pregunta que el escritor dirige al lenguaje en el momento de la escritura? ¿Qué tipo de experiencia en- carna en el lenguaje capaz de metamorfosearlo en litera- tura? ¿Si la literatura es ilegítima porque no puede evitar la mistificación y el falseamiento, si es traición y acciden- te, si es absolutamente nula, para qué escribir? Las posibles soluciones que Piñera ha podido dar a estas interrogan- tes nos enseñan la simpatía hacia una experiencia del arte que lleva en sí una visión integradora de la totalidad del hombre, una experiencia concebida sobre todo como ex- periencia vital. Parece decir Piñera: lo propio de la ficción no es solo un trabajo diferenciado con el lenguaje, no es solo la voluntad de representar la realidad, de acceder a un conocimiento original; es también un cambio de acti- tud en el sujeto de la escritura, la obediencia a las reglas de un juego en el que participa un solo miembro, un juego que hace de la escritura una extensión de su presencia. No son escasos los textos donde juega con los resor- tes de la autobiografía o donde asume el proceso crea- dor como tema (sobre todo en relatos como «Concilio y discur- so», «El caso Baldomero» y «La muerte de las aves»): no solo explota algunos de los recursos retóricos del género sino que, de manera explícita, algunos de sus personajes (que muchas ve- ces son escritores) participan también del impulso de recons- truir su experiencia. En el relato «Un jesuita de la literatura» se da el caso por excelencia de una narración que opera con la más directa referencia personal. Con una originalidad que no tiene paralelo en ninguno de sus tex- tos anteriores, la creación ficcional lleva de la mano una profunda reflexión sobre el propio acto creativo. El personaje, quien presumiblemente es también el au- tor del texto, padece el vértigo de la esterilidad ante la máquina de escribir, y el texto se trueca en una crónica exhaustiva, casi demencial, de esa angustia. Se activa un procedimiento mediante el cual la palabra deja de ser, al menos en apariencia, un objeto verbal, contemplati- vo, y encarna en los actos, interviene sobre la realidad: la experiencia más banal, la más azarosa, todo tiende a desfigurarse, todo se transforma irreversiblemente en escritura. De manera que la forma del relato traiciona su propia coherencia en virtud de una lógica que le re- sulta extraña: la disposición de la experiencia real, esa que no obedece a ningún a priori. Los tormentos de nuestro narrador-personaje se despliegan en dos di- recciones: el afán de alcanzar la consagración literaria, de ver su nombre junto a Platón, Shakespeare, Swift y Calderón; y la búsqueda frustrada del fundamento que Dossier: Escritura del yoNext >