< Previous38 upsalón hace de un puñado palabras la morada propiciatoria del genio literario. Esas dos direcciones terminan por fundirse en un juego que quiere hacer de la literatura el doble del mundo; quiero decir, del mundo excepcional del escritor, el mundo reconstruido a partir de la fuerza de su individualidad. Y digo excepcional porque desde el instante en que el hombre ha tomado partido por la litera- tura niega la verdad exterior de aquello que representa, aunque su mirada se dirija, como sucede en «Un jesui- ta de la literatura», a un objeto tan inocuo como una nube: «¿Cómo calificar un nubarrón? […] Bien sabes que tus ojos están viendo un nubarrón que se asemeja a un paralelogramo, que su color oscila entre el color humo y el color gris, pero no puedes clasificarlo.» 12 Escucha- mos aquí la voz del escritor rindiéndose a una verifica- ción elemental, una constatación que pudiera parecer asfixiante, pero no es otra cosa que el impulso decisivo hacia la más completa liberación, el instante en que la literatura toma conciencia de su propia irrealidad y, por eso mismo, su visión se ofrece como una traducción nece- sariamente fiel. * * * Piñera representa su papel todo el tiempo. Es difícil imaginarnos hoy sus desvelos, los tormentos de imagina- ción, sus temores reales: al final del camino tropezamos siempre con una máscara que obstaculiza la entrada y nos impide avanzar un paso más en ese sendero de acceso a la desnudez del yo que él mismo se ha encar- gado de abrir a los ojos públicos. Rara vez comunica ese tipo de experiencias: el tartamudeo que precede a la elocuencia. La suya es una voz que habla desde la confrontación, desde el orgullo de quien se sabe abso- lutamente original. Me gusta creer que el miedo puede ser la causa de su fortaleza: la personalidad compulsiva se yergue como un antídoto para brindar una ilusión de firmeza bajo sus pies, para conjurar los temores. Pero esto es verdad en un sentido que no nos interesa tanto como el poder literario de esa representación. La cuestión no es tanto la angustia existencial o la verdad (que es el principio de la realidad) sino ese proyecto suyo que no persigue el refugio de la subjetividad sino su descentralización; no se trata de la experiencia sino de la necesidad de comunicar y organizar esa experiencia: «Todo hombre debe, para salvarse, ir trascendiendo su naturaleza original hacia otra naturaleza de su propia y exclusiva invención.» 13 Pero ese giro no le pertenece del todo al teatro del pensamiento piñeriano. El paso del romanticismo a la modernidad describe el desplazamiento desde la subjetividad y el valor unitario de un yo profundo hacia la recuperación del fluido de la expe- riencia. El eje de gravedad de ese fluido gira en torno a un principio de fragmentación, una fragmentación que, no obstante, persigue nuevas formas de unidad. El sujeto que ha nacido con la edad moderna no se dirige hacia dentro para reconciliar los secretos de la subjetividad con los secretos de la naturaleza, como enseña el sujeto romántico; tampoco cede a la hegemonía de la razón del sujeto cartesiano, que entiende la historia como progre- so y ubica en un primer plano el valor instrumental del pensamiento. En su libro monumental Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Charles Taylor describe el origen de ese nuevo tipo de sensibilidad que se descuelga de las nociones comunes de identidad: «la liberación de la experiencia parece requerir que salte- mos fuera del círculo de la identidad unitaria, individual, y nos abramos al flujo que traslada más allá del alcance del control o la integración». 14 Ese salto lo dio Musil (quien se propuso hacer de la escritura un «experimento del mundo»), lo dieron Joyce y Proust, y con ellos se fundó un nuevo tipo de conciencia temporal; la duración y la visión del yo cambiaron de signo a la sombra de nuevos modos de organizar la narración, una narración que hizo de la escisión y el fragmento su marca característica. De una fuente de tales dimensiones bebe Piñera (¡no podía ser de otro modo!) la extrema conciencia de una inevitable dualidad: el abismo infranqueable que separa el hombre del mundo, el instinto del pensamiento. Y ese abismo tiene las mismas dimensiones que la escandalosa ineficacia de las metáforas. El Roithamer de Thomas Bernhard (otro que ha sal- tado con fuerza a un punto bien distante del círculo de la identidad unitaria), por ejemplo, puede ser tan desme- dido en su ejercicio de corrección solo porque la palabra mutila, constantemente relega al olvido las experiencias particulares de las que deriva. Su vigilia incesante y destructora sugiere que no hay un modo satisfactorio de dar forma al flujo de los acontecimientos, pero en esa extrema corrección, capaz de reducir la escritura a su mínima expresión (el silencio, el suicidio de la voz), se puede escuchar el eco de la plenitud de la experiencia que está en el origen. En toda palabra que se exhibe resuena el lamento de una impotencia similar, la crónica de una razón que se quiebra. Pero ¿cómo superar esa impotencia, cómo escribir después de todo? Volvamos al punto de partida: para el escritor moderno, en el comercio con lo real se niega la posibilidad de que el intercambio pueda ser equivalente, la lógica del agrimensor se cancela. Cuando se mira a la realidad se mira un paraje chato, una realidad extraña que ostenta los desajustes propios de lo imaginario: «el espejo, al devolver una imagen distinta, al entregar la contrapartida, o de una frase o de un gesto, o en suma, de cualquier momento de la vida, erige en la espantada razón del hombre el principio de la destrucción». 15 Plantear de esa manera el carácter bifronte del mundo conduce a una solu- ción radical: «Te deberás contemplar desarmado, en piezas, que vale tanto como verte muerto.» 16 A la destrucción del objeto corresponde la destrucción premeditada del sujeto; a partir de esta certeza Piñera da el primer paso hacia un procedimiento que convierte al hombre en un clown de sí mismo y le otorga al mundo los atributos de la escena: «en este quehacer de su deliberada destrucción [el hombre] va elaborando un mundo replicado, una réplica del mundo». 17 Con este subterfugio Piñera se saluda a sí mismo con un 39 nuevo ropaje y se sitúa en el centro de la acción, una acción que puede ser ahora exaltada y corregida porque no se somete a la tiranía de una referencia. * * * Las marcas distintivas de Piñera como autor suelen bus- carse en la letra de sus obras de fi cción, en sus mejores poemas. Y allí está, en efecto, la pulsión y la intensidad, el aliento original que lo convierte en un escritor canónico, en el fundador de un nuevo tipo de discursividad que ha dejado su sello en varias generaciones de escritores que vinieron después de él. Sin embargo, en esa dimensión que marcha de forma paralela a la «obra mayor», en esa dimensión que es, a un tiempo, más íntima y exhibi- cionista, en el espacio fragmentario confi gurado por la crítica y el ensayo irrumpe una extensión de la presencia anterior, autorizada por el canon. La razón de ser de este nuevo ego es otorgarle al autor su papel de fundamento originario de la escritura. A través de un sofi sticado dispositivo de puesta en escena, asistimos al nacimiento de una nueva fi gura que quiere ser totalidad, la suma indiferenciada de una serie de momentos y de lugares distintos que ahora se confunden en un nuevo orden. Esta síntesis es conquis- tada a partir de una negación previa: el Je suis un autre de Rimbaud, una negación que sirve de trampolín hacia una manera de entender la escritura y la vida como performance, una negación que está en pos de una afi r- mación radical. Virgilio Piñera es uno y soy yo. Con este deslizamiento el sujeto compromete, decisivamente, su existencia en el acto de escribir. En lo sucesivo es a él lo que buscamos en la obra. El atisbo de un hombre solo. 1 Virgilio Piñera, «Opciones de Lezama», en Pedro Simón Martínez (comp.), Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 1970, p. 294. 2 «No negamos que el yoísmo nos haya regalado obras maestras, pero es el caso que en los tiempos que corren no estamos para yoizar». (Virgilio Piñera, «Apuntes sobre la poesía de Heberto Padilla», La Habana, La Gaceta de Cuba, n. 6-7, julio, 1962, p. 14) 3 Virgilio Piñera, «Prólogo», en Rolando Escardó, Libro de Rolando, La Habana, Ediciones R, 1961, p. 23. 4 Cfr. Virgilio Piñera, «De mi autobiografía. La vida tal cual», La Ha- bana, Lunes de Revolución, n. 100, 27 de marzo, 1961, pp. 44-47. 5 Cfr. Virgilio Piñera, «La vida tal cual», La Habana, Unión, año III, n. 10, abril-mayo-junio, 1990, pp. 22-35; y «Memorias (fragmentos)», La Habana, Albur, número especial, mayo, 1990, pp. cxlvii-clvi . 6 Ricardo Piglia, Crítica y fi cción, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 13. 7 Virgilio Piñera, «Piñera teatral», Teatro completo, La Habana, Edi- ciones R, 1960, p. 7. 8 Ídem. 9 Virgilio Piñera, «Algunas consideraciones sobre teatro y poesía», La Habana, Albur, número especial, mayo, 1990, p. cxxxix . 10 Ídem. 11 Cfr. José Bianco, «Piñera, narrador», Diarios de escritores y otros en- sayos, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, pp. 135-146. 12 Virgilio Piñera, «Un jesuita de la literatura», Cuentos completos, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2004, p. 325. 13 Virgilio Piñera, «De la destrucción», La Habana, La Gaceta de Cuba, n. 5, septiembre-octubre, 2001, p. 11. 14 Charles Taylor, «Las epifanías del modernismo», Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona, Paidós (Surcos), 2006, pp. 627-628. 15 Virgilio Piñera, «De la destrucción», La Habana, La Gaceta de Cuba, n. 5, septiembre-octubre, 2001, p. 10. 16 Ibídem, p. 11. 17 Ídem. Dossier: Escritura del yo40 upsalón L o que cuenta lo que cuenta es estar parado ahí, en el borde de las gradas. los perros frente a ti ladrando. perros entrenados en el arte de matar. perros welters con más de 30 libras. (me gustaba estar ahí). la gente que viene a estos lugares resulta interesante. gente desahuciada con un rostro sin vida. gente que viene por amor: amor a los zapatos, amor a la ropa, amor al desastre; y el desastre con su fuerza comenzaba a interesarme. los perros en su esencia eran bellos. más bellos que mis padres, más bellos que Dios. tenían rojas lenguas y una forma masculina de babear. sentí que mi vida estaba ligada a aquella baba, a aquella forma envilecida de mirarse. entonces saqué doscientos pesos y se los puse al perro-nadie, un perro que nunca había peleado y que lo haría contra uno que sumaba dieciséis. un perro invicto y secular como un gobierno. comenzaron a matarse, las bocas producían hechos de sangre. instantes de duro placer. perros que peleaban por lo posible y lo imposible del hombre. miraba las gradas y veía rostros brutales de gente enajenada, feliz. gente apostando a un cachorro sin vida. al cabo de varios minutos el perro al que había apostado ganó. subido encima del otro ladraba una y otra vez. lo cargaron como a un héroe y volvimos en turba hacia la casa. íbamos callados. escuchando cómo ríen, cómo hablan los que ganan. esa tarde supe lo que era un perdedor. vi al perro derrotado en una jaba sobre el borde del camino. qué importa que hubiera ganado dieciséis. la gloria en estos sitios dura poco. y eso es lo que cuenta. poco amor o poca vida no es tan malo. lo que cuenta es saber que has apostado. que has venido como ellos hasta aquí, que has venido en la turba a darle diente a la carne envejecida del amor. Oscar Cruz41 c anción existe lo que amé y lo que amo: el verde ramaje de ese árbol que en mi mente reduzco a machetazos. existe lo que amé y lo que amo: un perfecto cuadro de Mal y Montaña con decenas y decenas de muchachas que traen en el cuello mucho talco, y también entre las piernas mucho talco, y usan brillos, argollas y chancletas. muchachas que en el día buscan el pan y se ríen al pasar con un muchacho que de vez en cuando las invita a desquitarse. existe lo que amé y lo que amo; pero también existe el hacha con que abro y disecciono tu madera. si me ves y no tienes hacha, búscate una. redúceme con rabia a tu tamaño. es esa la grandeza de los hombres. es esa la importancia de talarse. para ti y para todos los que aman, el árbol de la muerte tendrá siempre las ramas demasiado verdes. S aLutación fraterna aL taLLer mecánico como aquel que tuerce alambres con sus dedos, dura es la moldura de mis manos, y duros son también mis argumentos. si eres de armadura frágil, si tienes en tu cuerpo la arrogancia de la leche, no me demores, lárgate lejos. siempre que duermo con una mujer me gusta retorcerle los alambres.42 upsalón G anadería urbana la ceba de toros en Santiago ya comienza a progresar. más de treinta mil cabezas fueron exhibidas este año. dicen que es producto del cariño y el king grass: una caña milagrosa que deleita a las mujeres. el cambio más notable se percibe en Las Calladas, cada día más dispuestas a rendir y cooperar. «hermoso trabajo es la ceba de toros», me dicen. la bronca está pactada. guapos, que antaño tuvieron el gobierno de la gleba, se niegan a aceptar el nuevo orden. un orden implantado por puticas con poderes. Santiago de Cuba erótica ayer errática hoy calórica siempre. aquello que antaño fue de héroes hoy nuestras puticas lo convierten en bellas plantaciones de king grass. Poesía43 co n fabulaciones L a tarde En una fonda de La Habana inglesa del dieciocho, un hombre y una mujer conversan o simulan gra- vemente unas palabras, más o menos como podrían simular que la fonda es una taberna y que la ciudad ahora de Albemarle es una ciudad y no un enclave, un puerto pútrido. Desde el atrio y el polvo, otro hombre, que los conoce, los observa y piensa. La mira a ella, siente la humedad del día, mueve la pierna para evitar un calambre. Pensar, piensa en el día y se ve a sí mismo, dentro su cabeza, como en un sueño que soñaran otros; piensa también –esto recurre– en cobrar una traición. Sabe a lo que está como si ya lo hubiera hecho. Lo sopesa, la mira. A ella. Ella, porque no hay simetría en esta historia, se supone custodiada por su espectro o por él mismo. El que con ella conversa, de nombre Giulio, genovés, según la leyenda intramuros orfebre de vasta fama, desconoce sordas porciones de pasado y saberlo (saber o intuir lo que desconoce) le regala una vaga aflicción. Afuera llueve a cántaros, diluvia con dureza que pareciera ignorar la ciudad; un pretexto tan baladí como cualquier otro para el vino y –es un decir– el compartido silencio. Adentro, ella juega con las piedras que él le ha regalado; se las coloca sobre los dedos y sueña con anillos, sueña semanas y meses y años. Esboza y borra figuras sobre el roble del mesón, que se deshacen obedientes como se esfuman los hombres; él comenta que las piedras olvidan como único saben hacerlo las cosas. Solo las cosas transcurren, dice. No la nobleza de alguien o su infamia, pero si unos olores o un color, un gusto de alcoba o de cocina, las palabras para el mulo y las palabras para el amor, un gesto o una señal… Estas cosas, afirma, sí se olvidan. La mujer consiente con una sonrisa y se cubre con el chal. El rojo de la tela no la salva del rojo de la sangre; Giulio no grita y en el atrio resuena otro disparo. Como en un sueño los dos hombres se abrazan. Compran por unas monedas innecesarias el silencio del posadero: Bien vendida te vale por un mes, dice uno y le alcanza el arma. La calle con charcos lodosos y la plaza otra vez rigen, como el día, penumbras que no conocen. Waldo Pérez Cino e L amoLador Subir escaleras, bajar escaleras. Los temibles arribos. Alguien que allá abajo o allá arriba espera, y quién no: el ascenso baldío, la ciudad de escaleras negras. Jardín sin compás ni celo Ni trampa, todo hueco, un agujero; es así como canta el amolador de tijeras. Se anuncia a sí mismo, canta luego el estribillo. De algu- nas casas le traen cuchillos. En otras cierran las ventanas, atisban por las rendijas. Yo atisbo. La rueda saca chispas, zumba con los metales. Amola y canta, el zumbido acompaña; va remontando la calle. Qué acentos pactará, qué escalas ya en lengua que no entiendo Jardín sin compás ni celo Todo hueco, un agujero, y que prefiero no escuchar. Igual escucho. Sonidos, ruidos sin nombre de la tarde, lontananza de rumores. Lontananza que medra en susurros, cercanías: Ya vuelve el amolador, me dicen. A cerrar las ventanas. Vuelve solo, ya no canta. Atisbo. Solo un candil para bajar las escaleras, luz que amenaza apagarse. Los escalones, el zumbido que acompaña. Luego la calle, el candil ya inútil. 44 upsalón S in noticiaS Seguimos sin noticias, dice R. Sin noticias, lo repite para mí y para los otros, nin- guna. No hay nada que hacerle, ¿o tú qué crees? (R le pregunta a cada tanto a Karen, la interroga). Pero Karen no opina. Finge leer, o cualquier otra ocupación. Pues no sé, se escabulle –escurridiza Karen–, o le devuelve si acaso la pregunta: Pues no sé, ¿y tú, a ti qué te parece? Dime, a ver. A ver, veamos. R se desasosiega entonces, tartamudea un poco entonces, Sin, dice, sin noticias, sin ellas que andamos. La verdad es que R ha estado así toda la noche. Insoportable. A cada rato sale, deambula un poco –se lo ve desde el balcón–, y retorna luego a comunicarnos la ausencia o su desconcierto, que es decir Nada, no hay nada, o a veces, en vez de Nada, Nadie. No hay nadie. Ahora mismo está allá abajo de nuevo, parece. Karen me llama, me indica un bulto que no distingo en la esqui- na. R se está inclinando sobre el bulto y de aquí pareciera como si quisiera ocultarlo, que lo empujara tras las adel- fas –hay un cantero y una fila de adelfas en el cantero–. Sea lo que sea lo cierto es que R algo trasiega, que ahora lo acomoda. Y sí, es probable que lo oculte. Pero no sé qué pueda ser, le digo a ella que me pregunta, que duda y me pregunta Qué será, y comentamos o adelantamos hipótesis, Qué podrá ser. ¿A ti se te ocurre? A mí no. ¿A mí? Yo no sé nada. Y ya R vuelve, sube en dirección a la casa, ya llega. Sí, ahora el timbre de abajo. Luego sobre la escalera los pasos. V erSión de o feLia No hay historia que termine como empieza. No hay historia que termine sin comienzo claro, que termine en lo que fuere sin haberlo olisqueado en su comienzo, sin que ese comienzo haya sido, mal que nos pese, fin previsto: no hay sin semilla verdolaga, por ponerse agustiniano, como no hay sin aliento crecimiento. Lo cual, lo cual, sea lo que sea, no es ni bueno ni malo, dijo Lucy: lo cual no hay que confundir, ni remotamente, con lo que pudiera parecer a un observador distraído, a un observador regular o mediano que no vaya al fondo de las cosas. Que no acuda presuroso al fondo de las cosas. Lo cual –tal cual: lo cual– es algo que no hay que confundir con otra cosa. La leyenda de Lucy, si es que hay una leyenda de Lucy, se nutre de esas palabras. Se sostiene, está apuntalada por esas palabras, micrófono abierto y posteridad a la escucha. De esas palabras y de un sueño, si bien hay que decir que el sueño pertenece a nuestra leyenda privada y aquel parlamento suyo, como en cambio es sabido, pertenece a la leyenda pública, Lucy compartida o depauperada entre todos. Hay dos leyendas de Lucy superpuestas: la que ella misma desperdigó en torno suyo y la otra, la que se tejió en torno suyo. Las dos, es lo que hay, son locales. En la última, sospecho, se incluirá la nuestra, más o menos privada pero más o menos ajena también a ella (ajena también a Lucy, quiero decir). No lo sé ni ella podrá decir nada al respecto, Lucy que no puede hace tiempo decir nada al respecto de nada, en el 2000 su Y2K fue más bien un broche de oro, un broche o un cierre absurdo y lujoso a la leyenda (la suya y la nuestra y la de todos) que la haría ya leyenda y no imagen, su versión de Ofelia. Todo artista que se respete, había dicho también, debería tener su versión de Ofelia, y la suya es desde entonces la mía, Lucy en las aguas desnuda y pálida, opalescente ese adiós extraño y abrupto, un apagón sobre un río apagado que cuando era niño estaba vivo, el Almendares. Confabulaciones45 m aitineS Repiques, maitines. Campanas, matutinas como en un sueño. Vagamente remotas, identificables en virtud de la misma vaguedad que las aleja: perdiéndose en humo, en niebla. Campanas que ya no existen, —¿Repiqueteos? —Repiqueteos, sí. Qué puta eres, digo y ella se ríe. Alza los brazos, ¿Ah, sí?, los cruza luego tras la nuca y se ríe. Hay que ver. Hay que verla así toda feliz. Repiqueteos, tamborileo ¿de qué? De la yema de los dedos sobre el coño de Lucette. De la yema de los dedos sobre el cuerpo, la piel tersa de Lucette. Una vez, en Avignon, jugábamos a eso: calor de agosto, gotas del baño secándose en la piel (una toalla que hubiera que haber lavado antes, pero en fin), el palacio papal a la vuelta de la esquina, como quien dice. No sé qué pinta aquí el antiguo palacio papal pero sí, lo cierto es que también contaba. Todo cuenta. Y la bañera llena, vaciándose, el borboteo del agua que se lleva quién sabrá dónde extraños fragmentos, las pátinas de la piel que no bebimos. Tan vagamente remotos como las campanas del sueño, en virtud de su misma vaguedad fragmentos. Fragmentos o huellas del cuerpo, da lo mismo. Adónde. Tendida, abierta entonces sobre la alfombra o quizá quepa aquí mejor gerundio: abriéndose. Como si se estirara sin pausa, algo que mientras dura no cesa. Y que mientras dura parece no acabar nunca, transcurso sin tiempo o ni siquiera transcurso sino condición, verdad. Recuerdo un poema de Serraud, uno de los viejos poemas de Serraud, sobre una mujer que atraviesa un bosque a oscuras. En verdad, no recuerdo exactamente el poema, que no debe ser sobre eso, pero sí conservo nítida esa imagen, la de una mujer o una muchacha, una doncella creo que escribe Serraud, que atraviesa de noche un bosque. Trémula, temblando lo que no ve y no sabe qué sea o dónde la espere ni cómo, pero al mismo tiempo con valor, adentrándose con ojos que buscan abrirse –las pupilas que se dilatan en la penumbra– en medio de esa sombra, a través del bosque. Poco a poco, es lo que escribe Serraud o así lo recuerdo yo por lo menos, lo que es tiniebla ciega va haciéndosele sombra, va perfilándosele en sombra que siempre lo es de algo, poco a poco va ganando su nombre mientras la muchacha lo recorre y en ese recorrido la piel se le puebla, escribe Serraud, de todo lo que va emergiendo de la nada para ser sombra, contorno de las cosas: poco a poco el contorno de las cosas, dice el poema, se le puebla en la piel, allana su misterio. Aquella vez en Avignon no había misterio, o más bien no había sombra. Misterio sí, el de aquel tiempo vuelto otro, —¿El del gerundio? El del gerundio, por ejemplo: Lucette abriéndose. Toda feliz, toda atravesada por eso. Sin pausa, sin decir nada que no fuera ella misma en la tarde, nada que no sea el tamborileo hecho latido con la piel. La osadía o ese cálido estupor de más allá, creo que algo así escribe Serraud sobre esa mujer que atraviesa a oscuras, pero con valor, el bosque donde sabe que va a perderse o a encontrarse sin remedio.46 upsalón Siete septillas nocturnas i Sueños y sueños llegaron Al cumpleaños de los jazmines Noches y noches a los blancos Desvelos de los cisnes El rocío nace en las hojas Como en el cielo infinito La emoción estrellada. ii Propicias luces de estrellas trajeron el silencio Y tras el silencio una atrevida melodía Amante De sonidos pasados hechicera Queda ahora la sombra que languidece Y su confianza quebrada Y su vértigo incurable –allí. iii Todos los cipreses señalan medianoche Todos los dedos Silencio Fuera de la ventana abierta del sueño Poco a poco se desdobla La confesión ¡Y como una visión se desvía hacia los astros! iv Un hombro desnudo Cual verdad Paga su carestía En este extremo de la tarde Que brilla solitario Bajo la secreta medialuna De mi nostalgia. ΕΠΤΑ ΝΥΧΤΕΡΙΝΑ ΕΠΤΑΣΤΙΧΑ i Όνειρα κι όνειρα ήρθανε Στα γενέθλια των γιασεμιών Νύχτες και νύχτες στις λευκές Αϋπνίες των κύκνων Η δροσιά γεννιέται μες στα φύλλα Όπως μες στον απέραντο ουρανό Το ξάστερο συναίσθημα. ii Ευνοϊκές αστροφεγγιές έφεραν τη σιωπή Και πίσω απ’ τη σιωπή μια μελωδία παρείσαχτη Ερωμένη Αλλοτινών ήχων γόησσα Μένει τώρα ο ίσκιος που ατονεί Και η ραϊσμένη εμπιστοσύνη του Και η αθεράπευτη σκοτοδίνη του – εκεί. iii Όλα τα κυπαρίσσια δείχνουνε μεσάνυχτα Όλα τα δάχτυλα Σιωπή Έξω από τ’ ανοιχτό παράθυρο του ονείρου Σιγά σιγά ξετυλίγεται Η εξομολόγηση Και σαν θωριά λοξοδρομάει προς τ’ άστρα! iv Ένας ώμος ολόγυμνος Σαν αλήθεια Πληρώνει την ακρίβεια του Στην άκρια τούτη της βραδιάς Που φέγγει ολομόναχη Κάτω απ’ τη μυστικιά ημισέληνο Της νοσταλγίας μου. Glisel Delgado Toirac Hayden Orizondo Marrero O dysseas E lytis47 v La noche indefensa tomaron recuerdos Violetas Rojos Amarillos Sus brazos abiertos se llenaron de sueño Sus cabellos descansados de viento Sus ojos de silencio. vi Noche inescrutable amargura sin límite Párpado insomne Antes de hallar el sollozo se incendia la pena Antes de abalanzarse se inclina la muerte Acecho moribundo Como el razonamiento desde el meandro vano En el delantal de su destino se fragmenta. vii La diadema de la luna en la frente de la noche Cuando se reparten las sombras la superficie De la visión Y el dolor medido por un oído ejercitado Sin querer se desploma En la idea que se vuelve inútil por el melancólico Toque de queda. v Την αφρούρητη νυχτιά πήρανε θύμησες Μαβιές Κόκκινες Κίτρινες Τ’ ανοιχτά μπράτσα της γεμίσανε ύπνο Τα ξεκούραστα μαλλιά της άνεμο Τα μάτια της σιωπή. vi Ανεξιχνίαστη νύχτα πίκρα δίχως άκρη Βλέφαρο ανύσταχτο Πριν βρει αναφιλητό καίγεται ο πόνος Πριν ζυγιαστεί γέρνει ο χαμός Καρτέρι μελλοθάνατο Σαν ο συλλογισμός από τον μάταιο μαίανδρο Στην ποδιά της μοίρας του συντρίβεται. vii Το διάδημα του φεγγαριού στο μέτωπο της νύχτας Όταν μοιράζονται οι σκιές την επιφάνεια Της όρασης Κι ο πόνος μετρημένος από εξασκημένο αυτί Ακούσιος καταρρέει Μες στην ιδέα που αχρηστεύεται απ’ το μελαγχολικό Σιωπητήριο. 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