< Previous48 upsalón Último descendiente de un largo linaje de bostonianos ilustres, Robert Lowell nació para el esplendor de las Letras, pero no para la felicidad: su catastrófica biografía incluye tres matrimonios fallidos, una ininterrumpida relación con el alcohol, depresiones casi suicidas, largas temporadas en diversos manicomios de Nueva Inglaterra, una escandalosa conversión al catolicismo e incluso una (frustrada) tentativa de parricidio. Por fortuna también escribió incesantemente: lo mejor de su obra (que abarca diez poemarios, un volumen de prosa autobiográfica y numerosas traducciones) se encuentra probablemente en Lord Weary’s Castle ( 1946), donde Lowell, que solía definirse como «un católico caído», despliega una intensidad visionaria en textos mucho más cercanos al Antiguo Testamento (a su despiadada e incomprensible Divinidad) que a cualquier irrisoria esperanza de salvación. Al menos en esto Lowell se acercaba a los antepasados protestantes que tanto repudió: para él, como para el áspero puritano Jonathan Edwards de Sinners in the Hands of an Angry God, la doctrina calvinista (y jansenista) de la predestinación y la condena eterna poseía una «terrible dulzura» (an awful sweetness), idea monstruosa pero extrañamente sublime que es el secreto centro de algunos de sus mejores poemas. El señor Edwards y la araña Yo vi a las arañas marchar a través del aire, nadando de árbol en árbol en árbol ese día mohoso a finales de agosto cuando el heno llegó crujiendo al granero. Pero donde el viento sopla del oeste, donde el nudoso noviembre hace volar a las arañas hacia las apariciones del cielo, ellas no tienen otro propósito que su comodidad y morir rápidamente dirigiéndose al este hacia el alba y el mar. ¿Qué somos en las manos del gran Dios? Fue en vano que colocaras madera y espinas en formación de batalla contra el fuego y la traición que crepitan en tu sangre; porque las salvajes espinas se volvieron mansas y no harán nada para oponerse a la llama; tus laceraciones narran la partida inútil que juegas contra una enfermedad que ya no puedes curar. ¿Cómo serán fuertes las manos? ¿Cómo resistirá el corazón? Una cosa muy pequeña, un pequeño gusano, o una araña con el grabado de un reloj de arena, según se dice, puede matar un tigre. ¿De Él alzarán los muertos el espejo y proclamarán a los cuatro vientos el olor y el brillo de Su autoridad? Está bien si Dios, que te sostiene ante los abismos del infierno como mismo uno sostiene una araña, quiere destruir, desconcertar y disipar tu alma. Cuando era un niño R obeRt L oweLL Ubaldo León Barreto Mr. Edwards and the Spider I saw the spiders marching through the air, Swimming from tree to tree that mildewed day In latter August when the hay Came creaking to the barn. But where The wind is westerly, Where gnarled November makes the spiders fly Into the apparitions of the sky, They purpose nothing but their ease and die Urgently beating east to sunrise and the sea; What are we in the hands of the great God? It was in vain you set up thorn and briar In battle array against the fire And treason crackling in your blood; For the wild thorns grow tame And will do nothing to oppose the flame; Your lacerations tell the losing game You play against a sickness past your cure. How will the hands be strong? How will the heart endure? A very little thing, a little worm, Or hourglass-blazoned spider, it is said, Can kill a tiger. Will the dead Hold up his mirror and affirm To the four winds the smell And flash of his authority? It’s well If God who holds you to the pit of hell, Much as one holds a spider, will destroy, Baffle and dissipate your soul. As a small boy 49 en Windsor March, yo vi a morir a la araña cuando fue arrojada en las entrañas de un fuego salvaje: No hay una larga lucha, ningún deseo de levantarse y volar solo estira sus patas y muere. Este es el último replieguedel pecador; Sí, y ninguna fuerza ejercida sobre el calor vigorizará la abolida voluntad, cuando harta de quemarse chille sobre un ladrillo. ¿Pero quién puede sondear el hundimiento de esa alma? Josiah Hawley, imagínate arrojado a un horno de ladrillos donde el estallido de las llamas lanzase tus tripas sobre el carbón ardiente– Si el tiempo se midiera a través de un cristal, cuán lentamente parecerían quemarse. Que pasen un minuto, diez, diez trillones; pero la llama es infinita, eterna: esto es la muerte, morir y saberlo. Esta es la Viuda Negra, la muerte. On Windsor Marsh, I saw the spider die When thrown into the bowels of fierce fire: There’s no long struggle, no desire To get up on its feet and fly It stretches out its feet And dies. This is the sinner’s last retreat; Yes, and no strength exerted on the heat Then sinews the abolished will, when sick And full of burning, it will whistle on a brick. But who can plumb the sinking of that soul? Josiah Hawley, picture yourself cast Into a brick-kiln where the blast Fans your quick vitals to a coal– If measured by a glass, How long would it seem burning! Let there pass A minute, ten, ten trillion; but the blaze Is infinite, eternal: this is death, To die and know it. This is the Black Widow, death.50 Traducciones Mi padre ama el jazz y tiene una extensa colección de discos y cintas que solía escuchar al volver a casa del trabajo. Podía haber regresado de mal humor, pero una vez que ponía a Dexter Gordon y se preparaba un vo- dka Martini, el estrés desaparecía y todo era «precioso, nena, simplemente precioso». En el momento en que la aguja tocaba el vinilo, él se aflojaba la corbata y dejaba de ser el ingeniero conservador del bolsillo bordado con la orden PIENSA y lleno de bolígrafos. - Tío, oh tío, ¿puedes darte cuenta de lo bueno que es este tipo? Lo vi una vez en el Blue Note, ¡y te puedo asegurar que me dejó loco! Uno se encuentra un talento así una vez en la vida. El tipo era absolutamente deslumbrante, y yo estaba en primera fila. ¿Te lo puedes imaginar? - Caramba –decía yo–, seguro que fue algo increíble. Mostrar empatía era la estrategia equivocada ya que solo parecía irritarlo. - No te acercas ni de lejos –decía él–. Una mierda «algo increíble». No tienes ni idea. Podías haber cogido un hacha y cortarle los labios, cortárselos de golpe, y él todavía habría sonado mejor que cualquier otro. Así de bueno era. Yo asentía, y me imaginaba unos labios brillantes que yacían olvidados en el piso del vestidor de algún club. El truco consistía en retroceder lentamente en dirección del pasillo y huir hacia la cocina antes de que mi padre pudiera gritar: - Oh, no, qué va. Regresa aquí. Quiero que te sientes un minuto y escuches. Que realmente escuches la siguiente canción. Puesto que fue la música con la que crecimos, me gustaría pensar que mis hermanas y yo sentimos un genuino aprecio por el jazz. Lo preferíamos a la música que estaban escuchando nuestras amistades, sin em- bargo, no había nada que pudiéramos decir o hacer para convencer a mi padre de nuestra devoción. Aparte David Sedaris nació en 1956 en Binghamton, estado de Nueva York, fue el segundo de seis hermanos, hijo de Lou Sedaris (de ascendencia griega e ingeniero de IBM) y Sharon Leonard. En su juventud estuvo involucrado en las artes visuales y en performances con escaso éxito. No fue hasta 1992 que su carrera comenzó a despegar, cuando leyó en la radio, en Chicago, fragmentos de un diario que venía llevando desde 1977. Esos primeros éxitos lo llevaron a aparecer en una emisora nacional y finalmente en 1994 publicó su primer libro, Barrel Fever, y comenzó a colaborar regularmente con Esquire y The New Yorker. Naked y Holiday on Ice aparecieron en 1997, y Me Talk Pretty One Day (donde aparece el texto traducido a continuación) en el 2000. El libro consiguió reseñas muy favora- bles y en el 2001 le otorgaron el Premio Thurber de Humor Americano y la revista Times lo nombró Humorista del Año. En el 2004 publicó Dress Your Family in Corduroy and Denim, que alcanzó de inmediato el número uno en la lista de no ficción del New York Times, al que le seguiría en 2005 Children Playing Before a Statue of Hercules, en 2008 When You Are Engulfed in Flames y en 2010 Squirrel Seeks Chipmunk: A Modest Beastiary, una colección de fábulas presentan animales en extrañas situaciones de adultos. En abril de 2013 apareció su último libro, Let’s Explore Diabetes With Owls. Más allá del éxito que han alcanzado sus libros, algunos críticos han expresado su desaprobación ante el hecho de que estos aparecen publicados en la categoría de no ficción. Otros han defendido esta decisión con el argumento de que los lectores son conscientes de que Sedaris exagera y manipula sus historias y descripciones para conseguir un mayor efecto cómico. David Sedaris Sueños gigantescos , habilidades liliputienses Fabricio González Neira51 de volver a tocar la melodía en tu propio instrumento, ¿cómo podía probar uno que realmente estaba escuchando? Era como si él esperase que cambiásemos de color al final de cada tema. Debido a su oído y a su casi maníaco sentido de la disciplina, siempre pensé que mi padre habría sido un excelente músico. Podría haber estudiado saxofón de no haber sido hijo de unos padres emigrantes que consideraban un lujo hasta las agarraderas de cocina. Ellos solo oían música griega, algo que el resto del mundo considera un oxímoron. Cierra con fuerza la puerta del camión del repartidor de leche sobre la cola de un gato callejero y este podría aullar sin esfuerzo una canción que sin duda se convertiría en un éxito allá en Esparta o Tesalónica. El jazz fue la única forma de rebelión de mi padre. En su casa estaba prohibido, y él lo valoraba como si fuera un descubrimiento exclusivamente personal. De joven, escondía sus discos de- bajo del sofá-cama y se escapaba regularmente a Nueva York, donde frecuentaba los clubes y se relacionaba con negros. Lo disfrutó mientras pudo. Tenía cuarenta y pocos años cuando su compañía transfirió a nuestra familia a Carolina del Norte. - ¿Ustedes quieren que yo viva dónde? –preguntó él. Los inviernos de Raleigh le sentaban, pero él habría cambiado con alegría el clima templa- do por una estación de radio decente. Como se encontraba limitado a su colección de discos y cintas, su sueño pasó a ser el que algún día su familia pudiera formar un combo de jazz que llenase ese vacío musical. Su plan tomó forma la noche que nos acompañó a mis hermanas, Lisa y Gretchen, y a mí a la universidad estatal de la ciudad a ver a Dave Brubeck, que estaba de gira con sus hijos. El público rugió cuando el cuarteto subió al escenario, y yo me recosté en el asiento y cerré los ojos, imaginando que los aplausos eran para mí. Para conseguir ese tipo de atención se necesitaba una rutina que deslumbrase a la gente. Yo había estado trabajando en algo en privado y ahora comencé a fantasear con que lo presentaba en público. Mi actuación consistía presentarme, vestido con una camisa y una corbata bonitas, y cantar un potpurrí de canciones de comerciales con la voz de Billie Holiday, que era una de las cantantes favoritas de mi padre. Mi concierto en Raleigh comenzaría probablemente con el número usado para publicitar el centro comercial más antiguo del pueblo. Una rápida inclinación de cabeza en dirección de mi acompañante y empezaría con The Excitement of Cameron Village Will Carry You Away. La belleza de mi versión consistía en que atrapaba a un tiempo la alegría y la tristeza de una visita a Ellisburg’s o a J.C. Penny. A esto le seguirían otros favoritos de la gente como Winston Tastes Good Like a Cigarette Should y el nuevo comercial de Coca-Cola, tan pegajoso, I’d Like to Teach the World to Sing. Estaba perdido en mi fantasía, ignorando a Dave Brubeck, y solo regresé a la realidad cuando mi padre me dio codazo en las costillas y me preguntó: - ¿Estás prestando atención a esto? ¡Estos tipos están sacándole chispas a los instrumentos! Los otros miembros del público permanecían quietos, como si estuvieran en la iglesia, mientras mi padre chasqueaba los dedos y movía la cabeza de arriba a abajo. La gente lo seña- laba, y cuando le pedimos que se sentara derecho y se comportara, él usó sus manos como un megáfono para pedir a gritos - ¡Blue Rondo à la Turk! Mientras conducía de regreso a casa del concierto esa noche y golpeaba el volante con las palmas, dijo: - ¿Escucharon eso? ¡Ese tipo suena cada día mejor! Ahí está con sus hijos en el escenario, todos improvisando como locos. Por Dios, lo que daría yo por una familia así. Ustedes deberían pensar en preparar algo. Mi hermana Lisa se atragantó con su refresco de toronja. - No, en serio –dijo mi padre–. Todo lo que necesitan son los instrumentos y unas clases, y les juro por dios, van a triunfar por todo lo alto. Nosotros tuvimos la esperanza de que esta fuera otra de esas ideas suyas de corta duración, pero cuando llegamos a casa sus ojos todavía brillaban. - Eso es exactamente lo que necesitan –dijo–. No sé por qué no se me había ocurrido antes. La tarde siguiente compró un piano de un cuarto de cola. Era un instrumento de uso que se las arreglaba para lucir imponente incluso sobre un suelo de linóleo. Nos turnamos martillando las teclas, pero en cuanto pasó la novedad lo cubrimos con los cojines del sofá y lo convertimos en un fuerte. El piano permaneció abandonado en cuanto a tal hasta que mi padre matriculó a Gretchen para que aprendiera a tocarlo. Ella nunca había demostrado interés en el asunto, pero fue elegida porque, con diez años, era dueña, en opinión de mi padre, de unas manos de 52 upsalón artista. A Lisa le tocó la flauta, y yo regresé una noche de una reunión de los Boy Scouts y me encontré mi instrumento recostado contra la pecera de mi cuarto. - Agárrate –dijo mi padre– porque aquí está la guitarra que siempre has querido. Con seguridad me confundía con otra persona. Aunque yo había pedido con regularidad una aspiradora de marca, nunca había dicho nada acerca de querer una guitarra. No me llama- ban en absoluto la atención, ni siquiera a un nivel estético. Yo tenía mi habitación decorada de cierta manera, y el instrumento no pegaba con mi tema náutico. Un ancla, sí. Una guitarra, no. Él quería que improvisara con ella así que de improviso la encajé en mi armario donde permaneció hasta que me enroló en unas clases privadas que se ofrecían en una tienda de música situada en la planta baja del centro comercial North Hills, de reciente apertura. Traté de oponerme tanto como pude y fingí estar enfermo hasta el último momento. - ¡Pero me siento mal! –grité mientras lo veía alejarse por el parqueo–. Tengo un virus, y además, no quiero tocar ningún instrumento. ¿Es que no entiendes nada? Cuando finalmente acepté que no iba a regresar, con mi guitarra a rastras entré en la tienda de música, donde el administrador me llevó a donde estaba mi profesor, un enano perfectamente proporcionado que se llamaba señor Mancini. Yo tenía doce años en ese momento, era pequeño para mi edad, y me desconcertó encontrarme encerrado en una habitación sin ventanas con un hombre que apenas me llegaba al pecho. Me parecía mal que mi profesor fuera más pequeño que yo, pero me lo callé y me limité a decir: - Mi padre me dijo que viniera. Fue idea suya. El señor Mancini, un hombre cuidadoso de cómo vestía, atrapado en un pueblo pequeño y sin sentido del estilo, llevaba puesta ropa que reconocí de la Sección de Jóvenes Caballeros, de Hudson Belk. Algunas noches prefería las camisas con cuello de botones con corbatas de quita y pon (clip-onties), mientras que otros días me lo encontraba en pantalones de campana con ajustados jerséis de cuello vuelto y una hilera de cuentas de colores colgando del cuello. Sus brazos lucían masculinos y estaban cubiertos de un pelo oscuro y áspero, pero su voz era aguda y extraña, como si la hubieran grabado y ahora la estuvieran reproduciendo a una ve- locidad más rápida. No era un enano desproporcionado, sino un verdadero liliputiense. Mi fascinación por él era a un tiempo evidente e indeseada, y no era algo que él no hubiera experimentado con anterio- ridad un millón de veces. No me dio la mano, solo encendió un cigarrillo y cogió la concha que usaba de cenicero. Como mi padre, el señor Mancini asumía que cualquiera podía aprender a tocar la guitarra. Él lo había durante un verano que había pasado en lo que llamaba «Calentlanta G.A.» Esta era, yo lo sabía, la manera atrevida de referirse a Atlanta, Georgia. - Ahora bien –dijo–, ese es un lugar con clase si uno sabe adónde ir. Cogió mi guitarra y comenzó a afinarla con la cabeza cerca de las cuerdas. - Oh, sí, muchacho, las chicas en Peachtree se la pasan divirtiéndose las veinte y cuatro horas del día. Mencionó a una mujer llamada Beth y dijo: - Rompieron el molde y cerraron la fábrica después de hacerla a ella, ¿sabes de qué hablo? Asentí sin tener idea de lo que hablaba. - No era una gran cocinera, pero oye, supongo que para eso el Señor inventó la comida precocinada. Se rió de su chistecito y repitió lo que había dicho de las comidas congeladas como si fuera usarlo más tarde en una rutina cómica. - Dios creó la comida precocinada, sí, esa es buena. Me dijo que le había puesto el nombre de ella a su guitarra. - ¡Y ahora no puedo quitarle las manos de encima! –dijo–. Ya en serio, ayuda si le pones un nombre a tu instrumento. ¿Cómo piensas ponerle al tuyo? - Quizás lo llame Oliver –dije–. Era el nombre de mi hámster y estaba acostumbrado a usarlo. O quizás no. - ¿Oliver? –El señor Mancini puso mi guitarra en el piso–. ¿Oliver? ¿Qué coño de nombre es ese? Si vas a dedicarte a la guitarra, debes ponerle un nombre de chica, no de chico. - Ah, claro –dije–. Joan. La llamaré… Joan. - Háblame acerca de Joan –dijo–. ¿Es alguien especial para ti? Joan era el nombre de una mis primas, pero me pareció poco sensato compartir esa in- formación. Traducciones53 - Sí –dije–. Joan es realmente… especial. Es alta y… –me sentí incómodo por mencionar su estatura y traté de desdecirme– es pequeña y tiene el pelo castaño y eso. - ¿Tiene las tetas grandes? Nunca me había fijado en los senos de mi prima y de un tiempo a acá me había percatado de que no me fijaba en los senos de nadie, a menos que, como los de nuestra señora de la lim- pieza, fueran lo suficientemente grandes como para parecer grotescos. - ¿Grandes? Sí, claro –dije–. Las tiene bastante grandes. Temía que fuera a pedirme una descripción más detallada y me sentí aliviado cuando cruzó la habitación y sacó a Beth de su estuche. Me dijo que un estudiante de guitarra necesitaba mucha disciplina. El talento estaba bien, pero la experiencia le había enseñado que no abundaba. - Yo lo tengo –me dijo–. Pero claro, yo nací con él. Es un don de Dios, y aquellos que lo tenemos somos gente muy especial. Él parecía saber que yo no era para nada especial, más bien un caso típico, otro niño cuyo padre tenía la cabeza en las nubes. - ¿Sientes alguna inclinación por la guitarra? ¿Tienes alguna idea de lo que esta chica es capaz de hacer? Sin esperar mi respuesta se subió a su silla y comenzó a tocar Light My Fire, y añadió: - Esta va dedicada a Joan. - Sabes que no te seré fiel –cantó–. Sabes que te mentiré. La versión que estaba entonces de moda la cantaba José Feliciano, un ciego cuya voz triste se ajustaba mucho mejor a la letra de lo que lo hacía la de Jim Morrison, que la cantaba en lo que me parecía un tono mandón y vanidoso. Estaba la interpretación de José Feliciano, estaba la de Jim Morrison, y luego estaba la del señor Mancini, que la tocaba maravillosamente, pero cantaba Light My Fire como si fuera un Scout novato exigiendo un fósforo. Terminó su primer número, inclinó la cabeza en agradecimiento por mis aplausos, y continuó, ofreciéndome sus versiones, peculiares e incómodas, de The Girl From Ipanema y Little Green Apple mientras yo permanecía atrapado en mi asiento, mis labios tan fijos en una sonrisa falsa que perdí la sensibilidad en la mandíbula. Para cuando acabó y me pidió que me acercara para enseñarme algunos acordes sencillos, me habían salido canas. Antes de marcharme, me entregó unos panfletos mimeografiados de color púrpura que ambos sabíamos no servían para nada. En casa, mi madre me había mantenido la comida caliente en el horno. Desde la sala me llegaban los soplidos débiles y desafinados de la flauta de Lisa. Un sonido no muy diferente al del viento silbando a través de una lata de Pepsi vacía. En el sótano, o Gretchen estaba es- tudiando piano o el gato perseguía una mariposa nocturna sobre las teclas. La solución de mi madre fue subir el volumen del televisor de la cocina mientras mi padre empujaba mi plato a un lado, ponía a Joan sobre mi regazo y me pedía que tocase. - Mira esto –se jactó–. ¡Una casa llena de música! Joder, es precioso. Ciertamente uno no podía acusarlo de no ofrecernos su apoyo. Su entusiasmo rozaba la manía, y sin embargo no lograba inspirarnos. Durante nuestras sesiones de práctica, mis hermanas y yo comíamos papas fritas, mirábamos con odio nuestros instrumentos y especu- lábamos sobre la vida de nuestros profesores. Todos eran peculiares en un sentido u otro, pero con un enano yo ganaba de largo la competición de mi-profesor-es-más-raro-que-el-tuyo. Me preguntaba dónde viviría el señor Mancini y a quién llamaría en caso de una emergencia. ¿Se subía a una silla para afeitarse o su casa estaba personalizada para adecuarse a sus necesidades? Miraba el cesto de la ropa sucia o la nevera para las cervezas y pensaba que si era necesario, el señor Mancini podía esconderse en cualquier sitio. Aunque pensaba en él constantemente, me agarraba de cualquier excusa para no tocar la guitarra. - He estado haciendo lo que me dijo que hiciera –le decía al principio de cada clase–, pero no acabo de cogerle la vuelta. Tal vez mis dedos son demasiado cort… Quiero decir, peque… Quiero decir, quizás no soy lo suficientemente coordinado. Él colocaba a Joan sobre mi regazo, cogía a Beth, y me decía que lo imitara. - Tienes que creer que estás tocando a una mujer real –me decía–. Simplemente agárrala por el cuello y hazla aullar. El señor Mancini tenía un singular talento para hacerme sentir incómodo. Me obligaba a pensar en cosas que prefería no considerar –el sexo de mi guitarra, por ejemplo–. Si de verdad desease poner mis manos sobre una mujer, ¿significaría eso que automáticamente podría tocar? 54 upsalón La maestra de Gretchen nunca le decía que pensara en el piano como en un chico. Tampoco la maestra de flauta de Lisa, aunque en ese caso la analogía era bastante obvia. Por si acaso el deseo sexual era todo lo que se necesitaba, me mantuve alejado del instrumento de Lisa por temor de que pudieran considerarme un prodigio. La mejor solución era convertirme en cantante y dejar los instrumentos a otras personas. Un cantante con estilo –eso era lo que quería ser. Me encontraba una tarde en el centro comercial con mi madre cuando reconocí al señor Mancini pidiendo una hamburguesa en Scotty’s Chuck Wagon, un restaurante de comida rápida situado a unas pocas puertas de la tienda de música. Él había mencionado en ocasiones que almorzaba con una vendedora de Jolly’s Jewellers, «una tía buena», pero hoy estaba solo. El señor Mancini tenía que ponerse en puntillas para pedir su hamburguesa e incluso así su cabeza no llegaba al mostrador. Los adultos que pasaban por ahí apartaban educadamente la vista, pero sus hijos no se cortaban a la hora de hacer comentarios. Un niñito se acercó anadeando sobre sus piernas regordetas y gambadas en un intento de abrazar a mi maestro con sus dedos sucios de kétchup mientras un grupo de alumnos de primaria lo miraban fijamente sin disimular, fascinados. Mucho peor era el grupo de adolescentes, chicos de mi misma edad, que estaban sentados juntos en una misma mesa. - Regresa a Oz, munchkin –dijo uno de ellos, y sus amigos estallaron en carcajadas. Con su bandeja en la mano, el señor Mancini se sentó y fingió no percatarse de nada. Los chicos no levantaban la voz, pero cualquiera podía darse cuenta de que se estaban burlando de él. - De veras, mamá –dije–, ¿tienen que ser tan desagradables? Debajo de mi indignación se ocultaba un intenso sentimiento de posesividad, me sentía furioso porque otras personas estuvieran burlándose de mi enano personal. ¿Qué sabían ellos sobre este hombre? Yo era quien encendía sus cigarrillos y lo escuchaba denunciar las carreras de los así considerados niños bonitos como Glen Campbell y Bobby Goldsboro. Yo era quien había sufrido a lo largo de seis semanas de clases y todavía me costaba trabajo tocar Yellow Bird. Si alguien iba a hacerle pasar un mal un rato, me parecía que yo tenía que ser el primero de la cola. Siempre había considerado al señor Mancini un fanfarrón, un playboy de bolsillo, pero al verlo mojar su hamburguesa en un triste charco de mayonesa, mi opinión sobre él cambió un poco y comencé a verlo como un marginado minúsculo, un inadaptado cuya actitud de lo tomas o lo dejas lo había dejado completamente solo. Esta era una faceta con la que yo había estado jugueteando: el proscrito, el rebelde. Me percaté de que, con la excepción de la guitarra, teníamos mucho en común. Éramos hombres atrapados en cuerpos de niño. Ambos teníamos talento a nuestra manera, y ambos odiábamos a los varones de doce años, un grupo demográfico que en términos de crueldad no quedaba por detrás de ningún otro. Si tomaba en cuenta todo esto, no había razones para que no lo tratara como un hermano de arte en lugar de un maestro. Quizás entonces ambos podríamos dejar de fingir que nos ocupábamos de Joan y ponernos a trabajar. Si las cosas salían como esperaba, algún día podría mencionar en entrevistas que mi acompañante era mi mejor amigo y un enano. Me puse una corbata para mi siguiente clase, y en esta ocasión, cuando me preguntó si había estudiado, confesé la verdad, le dije en un tono de voz despreocupado que no, que no había puesto un dedo en la guitarra desde la última vez que nos habíamos visto. Le dije que Joan era mi prima y que no tenía ni idea de qué tamaño tenía las tetas. - No hay problema –dijo el señor Mancini–. Le puedes poner a tu guitarra como te dé la gana en tanto estudies. Con voz temblorosa, le dije que no tenía ningún interés en aprender guitarra. Lo que real- mente quería era cantar con la voz de Billie Holiday. - Comerciales principalmente, pero no de bancos o de concesionarios de coches porque los arreglos de esos suelen ser para coros. La cara de mi maestro perdió el color. Le dije que había estado trabajando en algo y que un acompañante podía serme útil. ¿Se sabía la música del comercial de la nueva campaña de Sara Lee? - ¿Quieres que haga qué? –No parecía molesto, solo confundido. Sabía que estaba mintiendo cuando negó conocer la melodía. Chicle de menta doble, las galletas Ritz, las canciones de Alka-Seltzer y de los electrodomésticos de Kenmore: negó conocerlas todas. Sabía que era extraño cantar delante de alguien, pero mi esperanza de que él pudiera reconocer lo que consideraba como mi gran talento, el único truco musical que era capaz de llevar a cabo, era mayor que mi incomodidad. Comencé con una versión a cappella del último comercial de Oscar Mayer con la esperanza de que se me uniera con la guitarra si Traducciones55 le apetecía. No iba a lucir bien, era consciente de ello, pero para poder mantener el estado de ánimo apropiado necesitaba ignorar su presencia y cantar de la misma manera que lo hacía en casa, a solas en mi dormitorio, con los ojos completamente cerrados y las manos colgando como guantes vacíos y desprovistos de propósito. Canté que mi salchicha tenía un nombre propio. Añadí que mi salchicha tenía apellido. Y concluí: - Oh, adoro comérmela todos los días/ Y si me preguntas por qué, te diré/ que eseee Os- carrr May-errr sabe qué hacer con su saaal-chiii-cha. Llegué al final de mi canción pensando que él aprovecharía la oportunidad para aplaudir o tal vez disculparse por haberme subestimado. Habría aceptado incluso una mirada a medias divertida. Pero en lugar de eso tenía las manos frente a su cuerpo, como si quisiera parar un carro que se le encimaba. - Eh, tío –dijo–. Puedes dejarlo ahí. Ese no es mi estilo. ¿Estilo? ¿Qué estilo? Siempre pensé que estaba siendo original. - Había un montón de raritos como tú en Atlanta, pero yo, eso no me va, ¿entiendes? Puede que eso sea «lo tuyo» o lo que sea, pero a mí no me incluyas –cogió su concha y apagó su cigarrillo–. Quiero decir, caramba. Por amor de dios, muchacho, contrólate. Supe en ese momento por qué nunca cantaría delante de nadie y por qué no debía haberlo hecho frente al señor Mancini. Él había usado la palabra rarito, pero yo sabía lo que realmente quería decir. Quería decir que yo debía haberle puesto mi guitarra Doug o Brian, o mejor aún, haberme dedicado a la flauta. Había querido decir que si nuestros deseos eran lo que nos definía, me esperaba una vida llena de problemas. Pasamos el resto de la hora mirando con incomodidad el reloj mientras fingíamos afinar nuestras guitarras en silencio. Mi padre se quedó decepcionado cuando le dije que no iba a regresar a las clases. - Me dijo que no volviera –dije–. Me dijo que no tengo los dedos apropiados para esto. Al ver que me había funcionado, mis hermanas inventaron historias similares, y juntos anunciamos que el Trío Sedaris se había separado oficialmente. Nuestro padre se ofreció a encontrarnos mejores profesores y añadió que si no estábamos contentos con nuestros instru- mentos podíamos cambiarlos por otros que nos gustaran más. - La trompeta o el saxofón o, eh, ¿qué tal el vibráfono? –dijo mientras sacaba un disco de Lionel Hampton–. Quiero que se sienten y presten atención a esto. Escuchen bien a este tipo y díganme que no lo encuentran inspirador. Hubo un tiempo en el que podía haber escuchado un disco así e imaginarme a mí mismo como la atracción principal en algún importante club nocturno en Nueva York, pero para eso sirven las fantasías: te permiten saltarte los malos momentos e ir directo a la cumbre. Yo ha- bía hecho mi solo y en lo adelante me dedicaría a buscar otras maneras de llamar la atención sin éxito. Probaría todas las formas de arte que existen y a cada decepción recordaría al señor Mancini sosteniendo su concha y diciéndome: - Por amor de dios, muchacho, contrólate. Le dijimos a nuestro padre que no se molestara en ponernos ninguno de sus discos nunca más, pero él siguió insistiendo. - Les aseguro que este álbum va a cambiarles la vida y, si no lo hace, les daré a cada uno cinco dólares. ¿Qué les parece? Fue una decisión difícil –cinco dólares a cambio de escuchar un disco de Lionel Hampton–. La oferta era tentadora, pero incluso en el poco probable caso de que realmente nos diese el dinero, seguro sería con condiciones. Nos miramos, mis hermanas y yo, y abandonamos la habitación ignorando su grito: - Eh, ¿a dónde creen que van? Regresen y escuchen esto. Nos unimos a nuestra madre frente al televisor y nunca volvimos la vista atrás. La música era la gran pasión de nuestro padre, pero no la compartíamos, y nuestras clases nos habían enseñado que sin pasión, lo mejor que podía esperarse era que nos contrataran ocasionalmente para alguna boda hippie donde, si teníamos suerte, los invitados estarían demasiado drogados para percatarse de cuán malo éramos en realidad. Esa noche, como de costumbre, nuestro pa- dre se durmió frente a su estéreo, el disco dando vueltas silenciosas e inútiles mientras él yacía recostado sobre los cojines del sofá, soñando.56 upsalón El mismo sema prometeico del arquetipo «fuego» nos puede servir para introducir el análisis en las regiones herméticas que la poesía de Roberto Friol consagra a Orfeo. De la doble naturaleza humana en que conviven, según la teogonía órfica, un elemento dionisíaco bueno y otro prometeico malo, el poeta decide insistir en la culpa primigenia, recomponer con meticulosa claridad elemental la sustancia de su desvío. Podría pensarse lue- go, sin faltar totalmente a la razón, que ciertas nociones órficas –el ascetismo como vía de purificación, el impulso hacia una vida nueva, la novedad de la trascendencia que, dicho sea de paso, ya está en la médula de los misterios eleusinos–, por su paralelismo con la sustancia de la reve- lación cristiana, conseguirían hacer proclive la inmersión del poeta-escriba en la materia de los misterios. Pero, me parece bastante claro que la obsesión órfica la here- da Friol de toda la gran tradición romántico-simbolista donde la huella del orfismo resulta muchas veces motivo unificador de cosmovisiones (la explicación órfica de la tierra, según Mallarmé, el único deber del poeta) y también, como veremos más adelante, de un precursor más cercano, por demás, de huella bastante subrepticia e inexplorada en la poesía de Friol: José Lezama Lima. En un libro elogiado por Michael Hamburger y Geor- ge Steiner, The Orphic Voice, Elizabeth Sewell analiza, en parte, la huella órfica en la poesía y, en general, dentro del pensamiento occidental, para relacionar, en un por mo- mentos desmesurado razonamiento, los lenguajes de las ciencias exactas o la biología con el «lenguaje poslógico» de la poesía moderna. 1 Lo que interesa ahora del libro de Sewell es la manera en que, a partir de la raíz órfica de la poesía, se concluye que «el lenguaje de la poesía de todas las épocas hace pleno uso del pensamiento, la exploración y el descubrimiento». 2 De esta manera Sewell no hace más que reforzar, a partir de la idea de utilidad lógica, las correspondencias entre relato de la poesía como conoci- miento –sustancia por la que se accede al misterio – y la trasposición órfica de la materia poética. Al final de su ensayo sobre Friol, Gerardo Fernández Fe desliza la única referencia que he encontrado donde se reconoce la huella del orfismo en la poesía de Friol: «a partir de Turbión se sucederán otros temas [entre ellos el de] el poeta como relator de los misterios órficos». 3 No es de extrañar, por tanto, que en Friol el relato del misterio se integre a la voluntad de alcanzar un centro, de comulgar por la palabra con la sustancia de lo Indivi- sible. La razón intelectiva de esta poesía se entrelaza a la voluntad de experimentación esotérica que describe uno de los semblantes del poeta fuerte. Precisamente, en el poema de Turbión «Misterio», que pertenece a «Noche de Icarorfeo», la segunda sección del cuaderno inscrita en un ambiente lleno de alusiones órfico-pitagóricas, 4 bajo el sabor conjuntivo de la metempsicosis, la voz poética se integra en la búsqueda de una realidad que se adhiere al transcurrir órfico del tiempo. En reunión junto al fuego de la culpa, las distintas etapas del alma en la transmigración –dimensión del yo-poético que atraviesa la Historia– se lanzan al intento de la unidad, al relato que provoque la conciliación de la personali- dad poética en torno a un centro. El rastro órfico de la escritura de Friol establece entonces una vía alternativa para el intento de travesía en busca de la trascendencia. Tentativa también de permear de un soporte místico la constatación de la multiplicidad, integración que se diluye en la certeza de la nada: Alrededor de la fogata, yo, tantos, oyéndome relatar las historias que no sé, como un chisporroteo del alma. Relator de un misterioso acontecer la lluvia de lo súbito, enigma de los caminos que no fueron, de las verdades y rostros como hojas de un otoño interior Yo tantos contando y escuchando. […] Un empellón de viento un largo aullar de quién no se atreve a acercarse, Ibrahim Hernández Oramas57 de quien quiere derribarnos en la madrugada de charla y sueño. Entonces, con los otros, con los tantos, una familia de estupor, en torno de la hoguera, todos y yo, ninguno. 5 El poema «Misterio», pese a esa indefinida e intimidante presencia que difumina el «relato» prometeico de los «estados» conectivos del yo-poético, nos habla desde la confianza del sujeto lírico en la experiencia del misterio «alusiva» –diría Vitier– a un centro. Pero en esta poesía el misterio órfico viene acompañado de su reverso. Junto a la imagen de Orfeo, el poeta de poetas, lo que es igual que decir junto a la voluntad de llegar a la verdad, la des- alentada lucidez del poeta fuerte configura la imagen de la caída, personificada, como ya veíamos, en la peripecia del vuelo de Ícaro. En El genio griego en la religión, Gernet y Boulanger hacen énfasis en la raíz mística del orfismo, razón por la cual, entre otras cosas, el sentido de «la oposi- ción entre el alma y el mundo sensible está naturalmente relacionado con el pesimismo que será esencial en las enseñanzas órficas». 6 Lo que lleva a concluir que el punto de enunciación de la marca órfica en Friol –la distancia entre la personalidad poética y el relato de intelección de un centro– se dispone en la división entre el éxtasis de la liturgia órfica, en contraposición al movimiento correctivo que sugiere dificultad de llegar a la esencia. El impulso por el conocimiento primigenio, vuelve a decirnos Friol, se resuelve en la imposibilidad; además, como el relator del conocimiento concibe que el hombre se iguale a Dios, la transgresión implica para el creyente el contraataque punitivo de la sensación de remordimiento. El poema «Ecuación de dos mitos» nos sorprende con el dramático choque simbiótico de las fuerzas que penden; el canto sublime y el intento heroico de volar más allá de los límites se clausuran en un yo despezado por las Ménades y otro que se ahoga en el mar: Los dos son uno en esta doble noche sin cielo y sin infierno 7 No obstante, el impulso de este movimiento correctivo no impide que la voz del poeta fuerte clame por su lugar junto a la estirpe de los iniciados. Si con detenimiento escudriñamos el corpus de esta poesía descubrimos los rastros fragmentados de los motivos órficos: presencia de ambientes que remiten al génesis órfico, la represen- tación de la noche –una de las mitades contenidas en el huevo primigenio– como sostén del misterio («Si no tiene palabras la noche», Zodíakos, p. 195), la poesía entendida desde la preeminencia de cierta inconmensurable y perti- naz melodía, la litúrgica danza de apresar lo reminiscente («Danza», Tres, p. 87). Por ejemplo, prestemos atención a la manera en que «Discurso ornitológico» construye una particular visión de la imagen del génesis órfico y vuelve a las claves arquetípicas, a la obstruida sobriedad de lo primario en la configuración del discurso que alude a la liturgia del misterio: El pájaro sí es silbo el vuelo sí es mañana. ¡Cuánta flor cabecea en el hilo de vida! Y en la maraña cósmica lo que está claro cimbra ungido de misterio para el ojo que atisba. Y bien, contra el destino del aire plumas rojas, el rasguño del discurso del ala, la lejanía del temblor bifronte, bialma, dos veces sabia, este rostro a doble muerte, a doble roce de ira 8 Lo cierto es que el tono hermético del fragmento anterior anula la posibilidad de un significado unívoco –fácil- mente puede leerse como un arranque introspectivo y arquetípico del yo-poético en torno a la evidencia de la multiplicidad–, pero me parece que, aun si se asume la elección exegética de la reflexión en torno al carácter fragmentario de la personalidad poética, lo que supone ignorar la complejidad antitética del poema, la opción de lectura que adivina en el texto la alusión a una escena de ambiente órfico no se cancela. La referencia a un ente bifronte que puede entenderse, ora rostro del poeta, ora dualidad primigenia del huevo, y la insistencia en el símbolo del silbo que remite a la melodía litúrgica de la cítara pueden brindarnos un primer indicio. Pero si se me permite la conjetura, podemos todavía atisbar, a partir de ciertas pistas intertextuales, el diálogo directo del poema de Friol con una fuente que presumo cercana. Leamos la ilustración de una escena del génesis órfico según la «Introducción a los vasos órficos» de Lezama Lima: Los pájaros contemplan con estrépito este cariacon- tecido huevo plateado, puesto en el origen de los mundos como un pisapapeles que ellos desconocen. Bachelard nos ha recordado cómo en el sueño la sílfide precede al pájaro, se crea el espíritu volador antes de crear el pájaro. En esa teogonía órfica, la no- che poblada de espíritus voladores, producto de la diversidad en las densidades, crea el huevo del Eros. 9 El fragmento continúa con la recreación de la escena del nacimiento del Eros alado que surge del interior del huevo en el inicio, de aquí se nos dice significativamente que el movimiento hacia la luz de este espíritu volador justifica nuestro afán ascensional, se precisa la figura de «el hombre como dios en los órficos». 10 En esta idea se sustenta el centro de la tesis que sitúa las fuentes del or- fismo de Friol en el texto de Lezama. Por la voluntad pro- meteica del Eros alado, por la conjunción ascensional del hombre y el dios, la figura del poeta fuerte atraviesa de reminiscencias órficas el discurrir sobre la propia sustan- cia de su personalidad poética. De ahí se justifica que en un texto como «Discurso ornitológico» se elabore Next >