< Previous58 upsalón de manera dual la refl exión introspectiva cercada por la alusión a la mística del orfi smo. Establecida la distinción precursor-efebo, la tarea que explora los entresijos de esta relación puede ahon- dar en la esencia del «romance familiar». Cuando Harold Bloom explora las tensiones del «Contra-sublime» nos dice que «el orfi smo, sin embargo, la religión natural de todos los poetas como poetas, se ofrecía a los hombres como una ascesis»; 11 y luego de esta afi rmación, partien- do del mito de Dionisio devorado por los Titanes, origen del pecado órfi co-primordial que entiende la dualidad de la naturaleza humana a partir del elemento prometeico malo que debe ser corregido, el crítico de Yale concluye: «Todo éxtasis poético, toda sensación de que el poeta pasa de su condición de hombre a la de Dios, se reduce a este amargo mito, así como también se reduce a él todo ascetismo poético.» 12 La ascesis del efebo-Friol adquiere los visos de lo arquetípico. En la médula del símbolo que convida a la comparación paradigmática, surge «un nuevo estilo de aspereza cuyo énfasis retórico puede ser leído como cierto grado de solipsismo». 13 El iniciado órfi co patentiza el alejamiento en la evidencia práctica de una reducción propia que, a la vez, reduce hasta los límites de la anulación el legado asfi xiante del mista- gogo. Jaime Pòrtulas nos explica, deslumbrado por las alturas que alcanza la imagen, la subversión lezamiana de la noche primordial de los órfi cos en una «noche inequívocamente tropical, con su humedad fecunda y asfi xiante, preñada de gérmenes, su fauna caracterís- tica y una vegetación excesiva, que se levanta hasta la bóveda estrellada». 14 Veamos el fragmento a que remite el ensayo del fi lólogo catalán: De los comienzos del Caos, los abismos del Erebo y el vasto Tártaro, el orfi smo ha escogido la Noche, majestuosa guardiana del huevo órfi co o plateado, «fruto del viento». La noche agrandada, húmeda y placentera, desarrolla armonizado el germen. En ese huevo plateado, pequeño e incesante como un coli- brí, se agita un Eros, de doradas alas en los hombros, moviente como los torbellinos con sus inapresables ejes traslaticios. […] Ese huevo al cascarse, fi ja el Eros en el Caos alado, engendrando los seres que tripulan la luz, que ascienden, que son dioses. 15 Este fragmento, que se integra al anteriormente citado en su visión subversiva de la noche órfi ca, representa lo que Bloom entiende como el Sublime Poético del precursor. La salvación para el efebo-Friol se encuentra, de forma inevitable, en la materia de una reducción. Es por esto que la noche del poeta-iniciado marcha a bus- car su estabilidad bajo el patriarcado de lo arquetípico, reduce el esplendente aluvión de la imagen lezamiana a la sobriedad pretendidamente unívoca del elemento. La majestuosidad tropical de la noche del Precursor se reduce a la noche abstracta, que remite al paradigma, sin dejar de ocupar la representación del espacio de la realización del poeta fuerte. El poema «Noches», por solo citar un ejemplo, evidencia la contraposición, el regreso a lo primordial; intenta así vaciar el infl ujo maligno del Precursor en la aspereza de lo común y esencial: Cada noche del hombre, ¿es un paso de quién a qué villa, a qué lugar sin tiempo o de todos los tiempos, reino de qué razón, de qué agonía? […] Noche y noche son pasos en el camino a la extraña heredad. 16 Ahora bien, alejarse del Precursor, deshacer su infl ujo, en los recovecos de la tradición literaria equivale a vaciar de contenido al Dios. El poeta-escriba se refugia aho- ra en la visión pitagórica, llena de un sabor armonioso y equilibrado, del universo que se ordena en la armonía elemental: la visión extasiada de las órbitas planeta- rias; lo que Steiner llama «una creencia en los acordes y la temperancia pitagórica entre funciones armonio- sas en matemática y la cuerda vibrante del laúd». 17 De ahí el poema contenido que, desde la confi anza en una escritura invisible que ordena la materia, Friol dedica a los números: «Cada número pregunta por su sombra./ cada verdad de tierra, fuego, agua,/ y aún su más allá de errancia/ en lo desconocido,/ al orden de los núme- ros.» 18 De ahí también el sabor panteísta y condensado de «Rasgueo», el magnífi co poema con que me gustaría cerrar este texto, donde junto a la presentación del dra- ma del poeta qua poeta se desliza subrepticiamente el refl ejo del poeta de poetas Orfeo: El viento hizo de mí una guitarra, una pradera en llamas, una nevada de luz; el hilo mágico de enhebrar un más allá sin sombra, el adiós al destino, el aceptar mi nada. El narrarlo todo con el rasgueo de la sangre. 19 Ensayos 1 Elizabeth Sewell, The Orphic Voice, New York, Harper Torchboooks, 1960. 2 Elizabeth Sewell citada por Michael Hamburger, La verdad de la poesía, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1991, p. 31. 3 Gerardo Fernández Fe, «Roberto Friol o la torpeza de frater tacitur- nus», La Gaceta de Cuba, n. o 6, 1998, p. 31. 4 «Orphics and Pythagorians both believed in the dualism of the soul and the body, metempsychosis and puritanism, and the associated taboos.» (Lindsay Jones (ed.), Encyclopedia of Religion, Michigan, Thompson Gale, 2005, t. 10, p. 6891)59 5 Roberto Friol, «El fuego», Turbión, La Habana, Editorial Letras Cuba- nas, 1988, p. 102. 6 Gernet y Boulanger, El genio griego en el cristianismo, México D.F., UTEHA, 1960, p. 99. 7 Roberto Friol, «Ecuación de dos mitos», Zodíakos, La Habana, Edi- ciones Unión/ Editorial Letras Cubanas, 1999, p. 262. 8 Roberto Friol, «Discurso ornitológico», Zodíakos, p. 120. 9 José Lezama Lima, «Introducción a los vasos órficos», Confluencias, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1988, p. 408. 10 Ídem. 11 Harold Bloom, La angustia de las influencias, Caracas, Monte Ávila Editores, p. 134. 12 Ídem. 13 Ibídem, p. 139. 14 Jaime Pòrtulas, «Orfismo en los trópicos», Revolución y Cultura, n. o 1, enero-marzo, 2005, p. 7. 15 José Lezama Lima, Ob. cit., p. 408. 16 Roberto Friol, «Noches», Zodíakos, p. 187. 17 George Steiner, «El silencio del poeta», Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, p. 61. 18 Roberto Friol, «Números», Zodíakos, p. 140. 19 Roberto Friol, «Rasgueo», Zodíakos, p. 131.60 upsalón Desde las primeras páginas de El último día del estornino (Madrid, Viento Sur Editorial, 2012), de Gerardo Fernández Fe, nos encontramos con una proliferación de relatos de muy distinto orden que casi nos incita a tomar al pie de la letra esa presunta determinación genérica expre- sada en el subtítulo del libro (Notas para una novela). En principio, el centro emisor de esa proliferación narrativa parece coincidir con un personaje (ese que, pudiéndose haber llamado Gavino o Nivaldo, responde al nombre de Luis Mota y es dado al consumo excesivo de la Coca-Cola y de las más diversas formas de la pulp-fiction, además de ornitólogo amateur), pues como productos de su «imaginario supurante» recibimos las secuencias de Los Soprano o de Vin Diesel, las primicias –alguna no me- nos espectacular– ofrecidas por noticieros, los rudimentos de etología aviar recogidos en programas televisivos de divulgación científica o manuales para aficionados, un recuerdo de infancia más bien traumático, o dos conatos de narración que involucran a quienes, fabula Mota, han sido los anteriores beneficiarios del préstamo biblio- gráfico que ahora hojea él en una biblioteca pública de Caracas. Si la primera no pasa –al menos en un primer momento– de ese esbozo, la segunda, que gira en torno de la relación adúltera entre Octavio Forlán y la madre de Amaranta, va ganando cada vez más en extensión y en relevancia; y el hecho de que Forlán sea un aspirante a escritor, y ante todo un consumado narrador oral, supo- ne otra complicación para la textura diegética de esta novela, que se despliega básicamente en tres niveles: el primero, el de Luis Mota, que observa, ocasionalmente lee y, sobre todo, trama ficciones; el segundo, el de esa «segunda opción de relato» de Mota, protagonizada por la madre de Amaranta y Octavio Forlán; y el tercero, que ocupan las narraciones de este último. Al ser Luis Mota la instancia narrativa de la que emanan los otros dos es- tratos narrativos de la novela, no hay que sorprenderse, entonces, porque su voz («la voz oculta de Luis Mota») se abra paso en medio del discurso de Forlán e inopinada- mente inserte una pregunta en medio de lo que se acaba de decir, o se engole cuando el tema toque registros más o menos solemnes. ¿Son acaso Forlán, o la madre de Amaranta, o su esposo Boris Nerén, o aun cualquiera de los personajes concebidos por Forlán, otra cosa que modula- ciones de esa otra voz? «Dice Luis Mota que dice Octavio Forlán»: aunque solo una vez leamos una acotación como esta, habría que darla siempre por sentado. O no. Lo cierto es que, a partir de algún momento, esta arquitectura comienza a tambalearse: porque a un perplejo Luis Mota se le aparezca nadie menos que la ma- dre de Amaranta en la misma biblioteca donde se supone que él le insufla –apenas– la vida de la ficción; o porque el malogrado Mota muera –de que en efecto va a morir está advertido el lector desde muy pronto– en «la balacera del viernes frente a la Biblioteca Pública Central», un suceso al que casi al principio de la novela se refieren Forlán y la madre de Amaranta, ocurrido, justamente, el día en que esta última estuvo allí, en un salón de lectura donde la observaba un hombre «nervioso, trastabillado, con un libro grueso unas veces cerrado, otras abierto con falsa discreción». Tales metalepsis (la confusión entre niveles narrativos, el tránsito abrupto del uno al otro) liberan la estructura ficcional y meta-ficcional de la novela de un eje rector único e incontestable. ¿Quién emite, entonces, esos relatos? ¿Tal vez Octavio Forlán? Es esta una sospe- cha inevitable; y de tener fundamento habría que atri- buirle la producción de un artefacto literario de resortes todavía más sofisticados y sinuosos que lo que supondría «una historia que en sí contenía otras historias que se superponían a las anteriores, como cajas que contienen otras cajas más pequeñas y no menos sugestivas» –la imagen con la que Forlán describe su proyecto narrativo, siempre pospuesto en la escritura. En cualquier caso, lo que pone en marcha la pro- liferación narrativa, lo que provoca la supuración del Juan Manuel Tabío Ensayos61 imaginario de Luis Mota y, en conse- cuencia –al menos aparentemente–, los relatos que constituyen esta novela, es un libro de Deleuze y Guattari que –constituido él mismo como un rizoma compuesto por «mesetas»– es entre otras muchas cosas un alegato en contra de las jerarquías «arborescentes» y, en ge- neral, de las simetrías operantes en cualquier orden del pensamiento o de la cultura. Es el volumen –«de dos autores cuyos nombres no le dicen nada»– que deja caer una ríspida bibliotecaria «de cara adenoidal» sobre la mesa de Mota, a pesar de que los títulos solicitados por este consistían en tres tratados ornitoló- gicos localizados en el catálogo de la biblioteca. Es evidente que el hecho de que sea Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia (Pre-Textos, 1988) el que funcione como una suerte de talismán narrativo responde menos a los azares encargados de surtir –o de diezmar– los fondos de la Biblio- teca Pública Central de Caracas que a una razón más profunda, vinculada directamente con un principio de disposición del material novelístico. Tal vez no sea del todo descabellado entender esto –si ejercemos cierta violencia sobre el sentido de la figura– como otra metalepsis que cifra en un motivo de la anécdota de la novela una clave del orden de la forma. La cualidad rizomática, anárqui- ca, de la estructura que les sirve de soporte (detrás de la cual, obviamen- te, se esconde el arbitrio artístico de un narrador –de un autor–), encuen- tra una réplica en las historias y los personajes que pueblan El último día del estornino. En este sentido, la relevancia de Mariana, la co-prota- gonista cubana de uno de los relatos de Forlán, reside en que a propósito de ella aparece explícito el conflicto que determina, de un modo u otro, el destino y el carácter del resto de los personajes de esta novela: «la pérdida del Centro». Mientras para el maltrecho padre de Mariana el Centro (entendido en un sentido geográfico, en tanto sinónimo de «el país de origen», pero traduci- do, en términos sensoriales, como «el tormento o la incertidumbre que suele sentirse cuando la tierra tiembla bajo nuestros pies, cuando un terremoto pone en duda todo lo que somos y todo lo que hemos ido construyendo») es lo que da sen- tido y cohesión a su vida –no impor- ta que esa vida esté signada a partes iguales por el fracaso y por la frustra- ción–, la vida de Mariana –por cierto que no más tocada por la gracia del éxito que la de su padre– ha estado dirigida justamente a eludir ese mismo Centro que, para ella, «se pu- dría, se resquebrajaba, hacía aguas como un barco mercante subrepti- ciamente cargado de soldados y de explosivos que ha sido torpedeado por fuerzas enemigas». El símil –el barco a punto de zozobrar– no es gratuito: al partir de la premisa de que «no había necesidad de un real Centro, que centros podían ser mu- chos, diversos, en varios lugares a la vez», lo que cuenta para Mariana, de acuerdo con su idea aparentemente paradójica de un Centro móvil, es «el devenir irremediable e indeteni- ble de las cosas»; de ahí que, primero en su deprimido país natal, luego en una Europa desconocida y hostil (pri- mero a través de carreteras interpro- vinciales, luego a través de autopis- tas internacionales), su existencia pueda medirse exclusivamente por los rumbos que ha tomado, y se haya confundido con una fuga («en un camión, sin saber siquiera a dónde llegar») por lo visto dirigida al único fin de su propia prolongación. El tér- mino exilio, con sus implicaciones de estabilidad espacial, no es proce- dente a propósito de Mariana. Sus traslaciones (otro tanto ocurre con Othello, ese hombretón que no le parece a Mariana griego ni italiano, sino «un camionero de muchos lados que traslada todo tipo de cargas de un país a otro») transcurren por los bordes de las ciudades o los estados; es decir, fuera de cualquier entorno política o socialmente estructurado, como si resbalaran sobre las de- terminaciones estatales que como geométricas cicatrices (o «estrías», según el léxico del libro de Deleuze y Guattari que lee Mota) surcan el espacio. La energía desplegada en El término exilio, con sus implicaciones de estabilidad espacial, no es procedente a propósito de Mariana. Sus traslaciones [...] transcurren por los bordes de las ciudades o los estados; es decir, fuera de cualquier entorno política o socialmente estructurado, como si resbalaran sobre las determinaciones estatales que como geométricas cicatrices (o «estrías», según el léxico del libro de Deleuze y Guattari que lee Mota) surcan el espacio.62 upsalón ese desplazamiento está dirigida contra esos «límites», contra las «fronteras clausuradas» que clasifican, recortan y, en última instancia, constituyen el espacio sedentario, y se consume en ese mismo movimiento. Mariana y Othello, con su existencia leve, carente de asiento, son –otra noción crucial en Mil mesetas– nómadas. Pero también, en un sentido menos obvio –menos literal–, lo son Luis Mota y la madre de Amaranta y Octavio Forlán, así como el resto de los personajes me- taficcionales por él concebidos: todos objetos –y a veces sujetos– de relatos, encuentran ellos mismos en alguna forma de la narración la garantía de una vía de escape; sea que el francotirador serbio Lajos lea La montaña má- gica como un medio para evadirse momentáneamente del ambiente de una Sarajevo desgarrada por una guerra incivil; sea que la madre de Amaranta, después de haber visto frustrados sus planes para huir en el plano de la realidad de otra ciudad casi igual de violenta, se deje perder en la ficción que para ella genera su amante, «en tierras mentales que hasta entonces desconocía» (los relatos de Forlán cumplen una función similar a los de Scherezade –el de prolongar una situación, el de evitar la conclusión absoluta de algo que puede ser una vida o una relación ilícita–, aunque dirigida a un fin lúbrico, menos confesable). El caso de Boris Nerén, el marido de la madre de Amaranta, es al mismo tiempo ligeramente anómalo (en tanto los relatos de que se sirve no son con- vencionales, no vienen dados por un formato «literario») y paradigmático. Su obsesión con Elena, una antigua condiscípula radicada en Miami, de la que colecciona fotografías ubicadas en cualquier contexto, no incluye lo lascivo, a pesar de lo que –con toda lógica– sospecha su mujer. Lo que impulsa a Boris Nerén a contemplar esas fotos ajenas es su anhelo de «salir de su propia vida, como si corriera por el pasillo de una sala de cine, subiera los escalones, atravesara la pantalla con los brazos abier- tos y se incorporara a la trama de la película». La dirección es, pues, centrífuga, no centrípeta, como sostendría «una teoría clásica de la interpretación»: lejos de suponer un movimiento de reconocimiento, de afirmación personal, 1 de «regresar a todos sus pasados posibles», es una ma- nera de conseguir un extrañamiento radical, de describir una línea de fuga, de vivir «modelos de júbilo que no le pertenecían más que de modo parcial, compartiendo en silencio y en secreto la supuesta y plena felicidad de aquellos que aparecían, es cierto, sonrientes, en un papel satinado casi siempre con colores vivos». Se nos dice que la sensación perseguida por Boris Nerén no consiste en «ser otra persona», sino en «estar» en un sitio diferente a ese que le ha tocado en suerte: el impulso, no queda dudas, en él como en el resto de los personajes, no tiende hacia una modificación de la sustancia personal, sino a nada más espeso o consistente que un reordenamien- to de las relaciones espaciales: Boris Nerén se ha vuelto «transparente», pero no deja de ser significativo que la madre de Amaranta carezca de nombre propio –y, por ende, de un principio aglutinador de su singularidad como individuo, de un receptáculo de la especificidad de su yo– y solo sea designada mediante esa perífrasis refe- rente a una circunstancia accidental, externa (cuestión, entonces, de nomos, más que de logos; de «estancia», más que de esencia). Claro que «una teoría clásica de la interpretación» se vería en aprietos a la hora de dar cuenta de un tráfico con lo in-significante (con lo que es anterior –por su naturaleza animal o mineral– o posterior –la disolución de la memoria y de la personalidad– al lenguaje articu- lado) que sirve de confrontación tácita a aquellos relatos redondos, presuntamente plenos de sentido, que –ya lo hemos visto– proliferan en esta novela: de un lado, la visión de las aves, un continuo caótico, indiscriminado, reñido con cualquier posibilidad de significación; del otro, «esa factura de ópera que envuelve la vida más visible de los humanos»: de un lado, unos granos de arena; del otro, una pistola. Granos de arena –que remiten al origen pre-humano, geológico, del mundo– y pistola –un instru- mento que ciertamente uno asocia a cualquier modalidad del thriller antes que a la ópera– contenidos, dicho sea de paso, en el pesado libro de Deleuze y Guattari, y que con- tribuyen, en igual o mayor medida que el texto mismo, a la supuración de las facultades fabuladoras de Luis Mota. De aquí que el afán incesante de ficcionalización tropiece más de una vez con el límite de la representación, que el tejido que segrega la ilusión bovarista, la malla que debe comprimir la vida hasta dotarla de forma –y, por tanto, de significación–, se rasgue, por ejemplo, mientras la madre de Amaranta dirige la vista al espejo de su tocador: solo advertirá un objeto de «vidrio pulido y tintura de azogue detrás», no «la vida que este transmitía». Ante ella aparece una imagen extraña, un fotograma extraviado del contexto fílmico del que alguna vez formó parte, o una instantánea encuadrada a la ciega, esto es: el rever- so de una imagen significante, como el contenido de eso que ha estado escribiendo este personaje en la bibliote- ca, que mantiene en vilo a Luis Mota –y al lector– con la esperanza de que fuera a revelar algún enigma, es el re- verso de la palabra, del discurso significante: «garabatos, letras que bien pudieran estar escritas en arameo y mucho silencio, eso, el silencio de páginas y páginas en blanco». Cierto que la conciencia humana posee la rara facultad de dotar de sentido incluso a lo que en princi- pio carece de él, de manera que «el vuelo de un ave» o «una piedra monda y lironda» puedan devenir hechos que valga la pena conservar en la memoria, como le dice a Othello Jelena, historiadora del arte, su «última amante no prosaica». Pero esta capacidad de significar y de recordar solo parece ser concebible si frente a ella yace la posibilidad del olvido radical, actualizada en el padre de Othello –víctima del 68 praguense, inmerso en «un estado de sonambulismo y de desconexión parcial con la realidad»– y en Emperatriz Agüero, la madre de nombre rimbombante de Luis Mota –una veterana figurante de las luchas revolucionarias de la Venezuela de los sesenta en quien conviven un Alzheimer galopante y una «luci- dez cronológica» que le permite rememorar sabotajes, revueltas y consignas con una precisión que consigue Ensayos63 horrorizar a su apolítico hijo, considerablemente más interesado en la ornitología que en una historia nacional de la subversión. La historia y la política aparecen en El último día del estornino como el relato defectuoso por excelencia. Es, en efecto, un relato portador de sentido, pero de una manera engañosa, en tanto signifi ca solo para traicio- nar su signifi cado: «la Historia está plagada de errores», reconoce para sí el francotirador Lajos, del mismo modo que la propia Emperatriz Agüero llega a admitir que la utopía socialista «solo había existido en su cabeza y en la de sus acólitos» (no por gusto su estancia en Isla Margarita es percibida por la madre de Amaranta como una fugaz temporada en el paraíso; evidentemente, esta correspondencia tiene tan poco que ver con el trillado tópico de la retórica publicitaria del turismo como con cualquier contenido escatológico: lo que cuenta aquí es la ausencia de acontecimiento, ese decorado de eternidad que defi ne un locus amoenus). Y, sin embargo, el relato histórico inevitablemente se fi ltra entre los otros, aque- llos que ofrecen «una imagen rotunda» y tienden a la perfección formal y la plenitud semántica, incluso cuan- do sus protagonistas –Luis Mota, Othello, la madre de Amaranta– busquen conscientemente eludirlo. Con esto se produce un choque de antinomias tan absurdo, tan sorprendente como el encuentro de una pistola insertada en un libro de fi losofía, como la súbita hemorragia que ha sufrido el joven y saludable Hans Castorp en medio de la agreste placidez del sanatorio de Berghoff o, incluso, como que un francotirador bosnio lea este pasaje de alta literatura entre disparo y disparo sobre una ciudad que se desangra. 1 Un ejemplo entre los relatados por Forlán –el de Clifton Figueroa, inmigrante cubano en Carolina del Norte– parece contradecir esta tendencia; sin embargo, aunque es cierto que el movimiento de este personaje, cuando lee el relato que lo retrotrae a su adolescencia, está dirigido al reconocimiento, es a un reconocimiento de-lo-que- ya-no-se-es (de hecho, se insiste en que se encuentra «ausente de su propia memoria», en que ha suplantado «mentalmente una ciudad por otra» e, incluso, en que ha cambiado de nombre). Lo que esta acción implica de traslación –lo que me importa destacar aquí–, de fuga, sigue estando presente con no menor intensidad.64 upsalón Las principales meditaciones de Italo Calvino acerca de la literatura –entendida, sobre todo, como espacio artístico en desventaja ante los medios audiovisuales que han ganado protagonismo en la cultura occidental hacia finales del milenio– se condensan en la enunciación y justificación de los valores que, a su juicio, la literatura debería potenciar en aras de sobrevivir en la llamada «era postindustrial». Estas reflexiones se esbozaron a raíz de la invitación que recibiera en 1984 para ofrecer un ciclo de seis conferencias en la Universidad de Harvard durante el curso académico 1985-1986. No pudieron efectuarse, sin embargo, porque Calvino murió en Italia el 19 de septiembre de 1985. El libro de 1989, Lezioni americane. Sei proposte per el prossimo millennio, reproduce las conferencias que Calvino hubiera dictado en la célebre cátedra «Charles Eliot Norton Poetry Lectures». 1 Este texto constituye un «lugar feliz» para los críticos y estudiosos del corpus literario del autor italiano. Aquí, Calvino ofrece sin obstrucciones las líneas fundamen- tales que perfilan sus ideales estéticos: la genealogía en la que se inserta (o dice aspirar a insertarse) como escritor; sus principales influencias literarias; su actitud renovadora y siempre cambiante ante la literatura, como manifestación de un pensamiento en constante evolu- ción; y la perenne confianza en el carácter insustituible de la literatura frente a los placeres a veces exiguos, otras superficiales, de los mass media. En una obstinada «competencia» creativa contra la sobresaturación de imágenes y sonidos desaforados que inundan todas las experiencias del sujeto contemporáneo, Calvino cuenta con que su baza sea la imaginación más depurada y esen- cial, la compenetración ficcional y fantástica del hombre con el universo. De la conjugación entre la fabulación quimérica y el hecho científico trabajado como mito, surge el conjunto de cuentos las Cosmicómicas, bajo el pretexto lúdico de figurar la vida desde los inicios mismos del universo. La ciencia se convierte entonces en motivo literario: aquí «la razón científica no es cuestionada de acuerdo con el criterio de lo verdadero o de lo falso», diría Lyotard, «sino en virtud de la performatividad de sus enunciados». 2 El método «baladí» de la levedad Según Calvino, la primera cualidad que la literatura debe poseer para traspasar invicta las puertas del nuevo siglo es la levedad. Pero insiste en que se debe evitar la posi- ble asociación entre la levedad y otras nociones como la ligereza de contenido o la futilidad filosófica: «La levedad para mí se asocia con la precisión y la determinación, no con la vaguedad y el abandonarse al azar.» 3 He aquí una de las acepciones que utiliza para ejemplificar la levedad: «Un aligeramiento del lenguaje mediante el cual los sig- nificados son canalizados por un tejido verbal como sin peso, hasta adquirir la misma consistencia enrarecida.» 4 Al inicio de su conferencia, Calvino confiesa haberse empeñado durante su propia trayectoria literaria en «sustraer peso; […] quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades; […] quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje.» 5 La paradoja entre levedad y magnitud cósmica del ser encamina cada uno de los relatos recogidos en las Cosmicómicas desde la presentación misma del personaje Qfwfq, conductor amorfo de la narración. Qfwfq es tan antiguo como el universo mismo y ha asistido a todos los cambios de estado y consolidación de la materia. A pesar de que su forma no puede ser perfectamente dilucidada por el lector –pues varía constantemente de relato en relato según las exigencias del enunciado científico y la ¿Qué somos, qué es cada uno de nosotros sino una combinatoria de experiencias, de informaciones, de lecturas, de imaginaciones? Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un muestrario de estilos donde todo se puede mezclar continuamente y reordenar de todas las formas posibles. Italo Calvino , Seis propuestas para el próximo milenio Gabriela Vázquez García Ensayos65 historia que se deriva de él–, hallamos que Qfwfq, sea cual sea el continente que adopta, refleja una proyección de pensamiento totalmente antropomorfa, encauzada a representar una forma imposible de vida, atada por las mismas circunstancias filosóficas y vivenciales del hombre. El referente de Calvino sigue siendo, necesariamen- te, la realidad; en este caso, las invariables inquietudes del ser humano. Su fuga del «reino de lo humano» no consiste en alienarse hacia los sueños o lo irracional, sino en «mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación», porque las imágenes de levedad «no deben dejarse disolver como sueños por la realidad del presente y del futuro». 6 La lógica de la que habla es el lente sensato de la ciencia, capaz de proporcionar un margen para la especulación, una brecha desprotegida que ampara al autor y le otorga el privilegio de concebir realidades alternativas. La mutante y versátil condición física de Qfwfq per- mite que se desarrolle en los medios más insólitos, desde una temporada en la luna recolectando «leche lunar» en compañía de un melancólico amor no correspondido, hasta el punto primigenio que constituía el espacio antes del Big Bang, pasando por la formación de las galaxias y el nacimiento de los colores. Cada cuento está marcado por una manera peculiar del protagonista de enfren- tarse al mundo y a las criaturas que lo comparten. «Los dinosaurios», por ejemplo, constituye la metáfora de la adaptación, la necesidad de sobrevivir aunque sea en la negación de la propia identidad, siempre en conflicto con el otro externo. «El tío acuático» versa sobre la otra cara de la adaptación evolutiva, aquella de la no aceptación de las nuevas circunstancias, la de un «dejarse llevar por la corriente» que implique comodidad y satisfacción dentro de la propia zona de confort. Quizás estos dos cuentos, a sus maneras particulares, puedan ser leídos como parábolas de la tendencia de Calvino a reformar periódicamente su idea de lo que debe ser y ofrecer la literatura. Qfwfq personaliza esta propensión al cambio y al perfeccionamiento: «Seguí mi camino en medio de las transformaciones del mundo, también yo transfor- mándome. Cada tanto […] encontraba alguno que “era alguien” en mayor medida que yo: uno que anunciaba el futuro.» 7 Fascinado por el escritor francés Cyrano de Bergerac, Calvino coincide con él en la idea de que todas las cosas están enlazadas entre sí; cada organismo, cada objeto es una deformación de otro cualquiera, pero comparte con él vínculos cósmicos que demuestran cuán poco faltó para que, por ejemplo, el hombre no fuera hombre y se trocara su forma en el proceso de creación. Por eso Qfwfq no puede ostentar una forma definida y su perpetua va- riación intenta demostrar, sobre todo, la interconexión indisoluble entre el hombre y aquello que ha sido, es y será en el universo. Tal vez podríamos aventurarnos a pensar que las Cosmicómicas, desde un emplazamiento muchas veces surrealista, responden a lo que Calvino solicita de la literatura como función existencial: «la búsqueda de la levedad como reacción al peso de vivir». 8 La velocidad del relato a tono con los tiempos modernos Probablemente sea una tendencia en el lector contempo- ráneo, o mejor, en el sujeto contemporáneo consumidor de arte (arte en su sentido más abarcador, desde los más elocuentes mecanismos publicitarios y propagandísticos hasta los cuadros colgados en las paredes de los museos), la de no forzar su atención en procedimientos artísticos de larga duración, que se dilaten en extensas descripcio- nes o cíclicas meditaciones filosóficas: el tiempo es un recurso que no puede ser desperdiciado. En una era donde al hombre no le alcanzan las horas del día, más vale «ser culto» de la manera más expedita posible. Como parte de una actitud proactiva en el modo de enfrentarse al asunto de la rapidez en la literatura, Calvino hace de ella una virtud a desarrollar dentro de los artificios escriturales que sostendrán el atractivo del arte literario en la contemporaneidad: «rapidez de estilo y de pensamiento quiere decir sobre todo agilidad, mo- vilidad, desenvoltura; cua lidades todas que se avienen con una escritura dispuesta a las divagaciones, a saltar de un argumento a otro, a perder el hilo cien veces y a encontrarlo al cabo de cien vericuetos». 9 La estructura y la pretensión ficcional de un libro como Cosmicómicas exigen una narración ágil y locuaz, que seduzca al lector desde el momento mismo en que lee las hipótesis científicas con que da inicio cada relato. Las cuestiones especulativas de las que se desprenden los motivos de los cuentos parecen demandar unas páginas que se desborden de fluida imaginación. La historia de «Un signo en el espacio» abarca el transcurso de cientos de millones de años, pero los acontecimientos ocurridos entre ese espacio de tiempo no son pertinentes; solo im- porta el momento en que el Sol da una vuelta completa a la galaxia. Y Qfwfq puede identificar el punto exacto don- de, doscientos millones de años atrás, dejó una huella. Todas las reflexiones acerca de la inmanencia individual en el universo perpetuada por un signo, a modo de firma, se completan con la rapidez de lo escueto, con la idea de hacer parecer que este intervalo de tiempo en realidad dura unas pocas semanas, o el tiempo necesario para que la conciencia humana discurra, desde la experiencia, sobre temas de la individualidad y la permanencia en el mundo. No escasean los ejemplos donde se manifiesta la tranquilidad con que Calvino, en pocas líneas, relata even- tos trascendentales, llevándolos al colmo de lo esencial, como cuando Qfwfq-dinosaurio narra su alejamiento de las praderas mesozoicas: «Recorrí valles y llanuras. Llegué a una estación, tomé el tren, me confundí con la multitud.» 10 Calvino sabe que vivimos en una época donde las principales atracciones enarbolan los signos de la velocidad, y donde la comunicación se hace cada vez más uniforme y homogénea. Paradójicamente, la literatura puede ser capaz de utilizar la rapidez en su 66 upsalón propio benefi cio, haciéndose más coherente con el siglo que transcurre. La imaginación y el… ¿hiper-relato? El proceso imaginativo para Calvino llega de dos for- mas: de la expresión verbal a la imagen virtual (el que ofrece la lectura, por ejemplo), o de la imagen virtual a la expresión verb al, una imagen que se forma depurada de intervenciones externas u otras imágenes preconce- bidas. Esta facultad imaginativa, esta fantasía íntima y original, es lo que él ha llamado visibilidad, otro valor que la literatura debe estimular en las vísperas del próximo milenio. Calvino suele armar una historia a partir de una imagen que se le representa mentalmente cargada de signifi cado, aunque se sorprende incapaz de concep- tualizarla. Alrededor de ella se va entretejiendo una red de imágenes asociadas que van perfi lando lo que será el motivo principal de la historia. La «escritura» de estas imágenes adquiere paulatinamente un carácter vital en su ordenamiento y coherencia, y, llegado a cierto punto, se adueña por completo del proceso y conduce directa- mente la imaginación. Calvino delata un hecho que lo consterna cuando se enfrenta al proceso creativo literario: la incapacidad de poder abarcar el universo entero en un solo cuento, el problema sobre cómo lo que queda suprimido de la imagen inicial se vuelve más atractivo y necesita ser implicado también en la narración: A veces trato de concentrarme en el cuento que quisiera escribir y veo que lo que me interesa es otra cosa […], no algo preciso sino todo lo que queda excluido de lo que debería escribir; la relación entre ese argumento determinado y todas sus variantes y alternativas posibles, todos los acontecimientos que el tiempo y el espacio pueden contener. 11 Esta es una de sus meditaciones capitales: la literatura como un espacio infi nitamente potenciador de la imagi- nación, la literatura como una urdimbre del planisferio enciclopédico del universo: todo el saber cósmico concen- trado en las posibilidades y combinaciones de un relato fi ccional. Él agrupa todas estas expectativas en el ideal de lo que ha llamado la «hipernovela», un ideal basado en el «conocimiento como multiplicidad». 12 Pero esa multiplicidad no está restringida a los grandes espacios de la novela moderna (podríamos pensar en el Ulises, de Joyce, o En busca del tiempo perdido, de Proust). El relato corto puede, desde sus evidentes limitaciones, ofrecer una imagen múltiple de la realidad. El hermoso cuento «La espiral» ilustra como ningún otro la voluntad calviniana (y más que calviniana, mo- dernista y posmodernista) de violentar los límites de la narración y extenderlos como si fueran imágenes pano- rámicas tomadas por un lente, frecuencias infi nitas de una película interminable y profundamente ambiciosa. Italo Calvino quiere difuminar la voz del yo, salirse de la introspección narcisista y proyectarse dentro de otras individualidades; quiere, incluso, crear individualidades en espacios imposibles, las que se dirían que constituyen todas las formas que adopta Qfwfq durante sus andanzas por el universo. Las Cosmicómicas se convierten así en el espacio de la experimentación lúdica con ínfulas de solemnidad científi ca, en el espacio donde convergen la fantasía y la originalidad creativa para engendrar las historias de la no-historia. 1 Cfr. Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Ediciones Siruela, 2001. 2 Jean-François Lyotard, La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1987, p.75. 3 Italo Calvino, Ob. cit., p. 31. 4 Ídem. 5 Ibídem, p. 19. 6 Ibídem, p. 23. 7 Italo Calvino, Cosmicómicas, Barcelona, Ediciones Minotauro, 1985, p.101. 8 Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, p. 41. 9 Ibídem, p. 58. 10 Italo Calvino, Cosmicómicas, p. 138. 11 Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, pp. 77-78. 12 Ibídem, p. 117. Ensayos67 Darío García Luzón …para participar más plenamente de cuanto nos ha ido defi niendo. Leonardo Sarría Distinguir en el trigo, identifi car la medianía expresiva para librarnos de ella y, cuando no ha podido ser así, como sucede con nuestras imprescindibles torpezas literarias, comunicar esa reveladora pertinencia con la misma disposición crítica dedicada a las obras estética- mente meritorias. Poca, a primera vista, parece ser la extensión en- tregada por el estudioso a sus capítulos; sin embargo, luego de leerlos, la sentimos sufi ciente para enarcar el hasta entonces inédito propósito de sus páginas. Insisto en esa síntesis: cumplida voluntad poética en la prosa de Leonardo Sarría, quien ha sabido vencer las tentaciones digresivas y, lo que es más estimulante, entrar sin rodeos en la conversación sobre nuestra poesía. Este carácter dialógico, alimentado por la confl uencia de otras voces dentro de sus comentarios, se debe en buena medida al estilo del autor, heredero de notorios antecedentes en la tradición cubana. De modo didáctico, expositivo, realiza el trazo de la respiración crítica junto a las obras analizadas, permitiéndonos alojar nuestras valoraciones mientras apreciamos, puntualmente, los juicios de un investigador distinguido por el dominio de su corpus (Sarría, debemos recordar, es responsable de Golpes de agua, la más completa antología sobre poesía religiosa en Cuba) y el buen pulso para delinear la calidad literaria de una calidez no mensurable. La orientación esencial de esa llama (de una «es- critura superfi cialmente devota» a la «interiorización de la voz lírica»), al fi jarse por el crítico como una ruta válida para acceder a esa entidad «sospechada» y «des- conocida» con que Cintio Vitier defi niera «lo cubano», provoca el permanente y voluntario encuentro de este libro con aquel texto memorable escrito por el poeta origenista en 1957. Es esta una buena manera –al margen de la confrontación ocasional de criterios– de ampliar el radio del ensayo, un ensayo escrito con la reverente atención que merece Lo cubano en la poesía. Ejemplo de ello puede observarse, más allá de citas y enmiendas, en el tratamiento que hace La palabra y la llama de esa «genuina vivencia» notada por Vitier en la Avellaneda y que Sarría desarrolla hasta confi gurar uno de sus más logrados capítulos. La manera en que estas secciones, integradas a la se- ductora impresión del continuum, se avienen a los rigores académicos es una cualidad indiscutible que demuestra el acierto de la Editorial UH en la publicación de este libro. En este sentido, creo pertenecer a la primera generación de estudiantes de Letras que ha podido emplearlo como bibliografía básica y, sin renunciar al interés que suscita una novedad editorial en el plan de lecturas, lo pienso como una plausible aproximación, necesaria en más de un sentido, al canon poético de la Colonia. Existe, sin embargo, otro lector, no necesariamente motivado por razones docentes o investigativas, y que un esfuerzo como este pudiera incluso preferir. Un lector atraído por esa rara inteligencia para la poesía, movido hacia una lectura cómplice de la tradición, o interesa- do en el disfrute de la atmósfera zambraniana ante el posible registro de «algo más hondo» en la obra de los poetas cubanos. La constatación de las reescrituras bí- blicas como «línea medular de la poesía cubana de tema religioso», la intensa identidad fraguada por cierta lírica propia entre el pueblo cubano y el sagrado de Israel, así como la categoría de «cielo cívico», pródigo antojo nominal del ensayista, nos incentiva sufi cientemente a asomarnos a este tablero de nuestra sensibilidad. Leonardo Sarría, que ha ordenado estas piezas como nadie, palpándolas en su justa casilla, nos ha introdu- cido en lo que bien podría designarse como variación cubana –que no signifi ca ausencia de invariantes– en esa danza perpetua de poesía y sentimiento religioso. Solo nos resta agradecerle por habernos mostrado esa otra brújula poética apuntando a lo divino en nuestra atormentada historia colonial. EnsayosEnsayosNext >