< Previous78 upsalón Paréntesis diferente si el receptor (decodificador, interlocutor) conociera con precisión si el estudiante hizo solo un ejercicio de los cuatro que tenía que entregar o si el estudiante hizo solo, sin ayuda de nadie, un ejercicio. 8 Del latín uncialis ‘de una pulgada’, la uncial, reconfigurada, se emplea aún en algunas lenguas eslavas. 9 Leticia Rodríguez Pérez, «Concepciones ortográficas actuales: su relación con la enseñanza de la lengua», en Memorias de la VIII Conferencia Internacional Lingüística 2013, CD-ROM, La Habana, 27-29 de noviembre, 2013. 10 Marlen Domínguez Hernández, «Consideraciones sobre la Nueva ortografía de la lengua española», folleto, Instituto Cubano del Libro, Ministerio de Cultura, p. 23. 11 Octavio Paz, «Todos Santos, Día de muertos», El laberinto de la soledad, en Obras completas, t. VIII, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1996. El destacado es mío. 12 Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española, Ob. cit., p. 526. 13 La creación de marcas, logotipos y nombres comerciales, el len- guaje publicitario, el diseño gráfico, las nuevas tecnologías de la comunicación (correos electrónicos, chats y sms, principalmente) tienen implicaciones reales, nada desestimables, en el sistema ortográfico, sobre todo, en el uso de las mayúsculas, las minús- culas, las abreviaturas y algunos signos de puntuación como el guion bajo: «Las abreviaciones acuñadas para su uso en chats y en mensajes cortos tienen restringido su empleo a ese ámbito y no deben trasladarse a la lengua general, por lo que no son objeto de regulación ni sistematización por parte de la ortografía» (NOLE, p. 586). En torno a la influencia de la tecnología en la lengua existen muchas preocupaciones comprensibles pero en ocasiones inge- nuas. Uno de los ejemplos de cómo tales preocupaciones deben y pueden pasar de la formulación a la aplicación es el lanzamiento del videojuego DesafíoÑ, creado por el filólogo y periodista español Cristóbal González, para móviles, tablets o tabletas, computadoras o cualquier dispositivo con Android. La aplicación está disponible en la red desde diciembre de 2013 por un valor de 3 euros; y con más de doce mil preguntas se propone la ejercitación de la ortografía y el léxico del español. Sin dudas, una buena iniciativa que debería ser recontextualizada y adaptada a los diferentes países de habla hispana. 14 Cfr. Lianet Guerra Delgado, «Ortografía y ortógrafos cubanos del siglo xix », trabajo de diploma, Universidad de La Habana, 2013. 15 Marlen Domínguez, La lengua de los otros, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010, p. 144. 16 Francisco Chuquiwanka, «Ortografía indoamericana», Boletín Titikaka, n. 17, 1927, p. 1, citado por Jorge Schwartz, «Utopías del lenguaje: Nwestra ortografía bangwardista», Lectura crítica de la literatura americana. Vanguardias y tomas de posesión, t. III, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1997, p. 138. 17 Jorge Schwartz, Ob. cit., p. 126.79 Los cuarenta y nueve escalones Por su talante, Walter Benjamin era todo lo contrario de un filósofo: era un exégeta. El petulante impudor del sujeto que dice «yo pienso esto» le resultaba básica- mente ajeno. En cambio, desde el principio encontramos en él la prepotencia camuflada del exégeta, ese gesto de ocultarse detrás de montañas de mate riales que comentar. Se sabe que su sueño era desaparecer, al tér- mino de su obra, detrás de una colada insuperable de citas. Y añadiré ahora ese presupuesto que constituye la primera y deci siva violencia ejercida por semejante tipo de comentaristas; re nunciar, con hipócrita modestia, a la sacralidad del texto sagrado, pero al mismo tiempo tratar cualquier otro texto objeto de co mentario con la misma devoción y meticulosidad que exige tradicional- mente el texto sagrado. Podemos decir, pues, que desde la teología clandestina de sus primeros escritos hasta el viraje al marxismo de sus últimos años, nada esencial cambia en Benjamin, salvo la circunstancia de que su vicio de comentarista gana en perversidad, empuján- dolo hacia materiales cada vez más re fractarios, como Benjamin revela en un raro y maravilloso mo mento de confesión, en las palabras de una carta de 1931 a Max Rychner: «Yo nunca he podido estudiar y pensar si no es en sen tido teológico, por llamarlo de cierto modo, o sea de acuerdo con la doctrina talmúdica de los cuarenta y nueve escalones del signi ficado de cada pasaje de la Torá. Ahora bien, mi experiencia me dice que la más trillada banalidad marxista encierra más jerar quías de significado Los cuarenta y nueve escalones que un profundo pensamiento burgués de hoy en día, que tiene siempre un significado único: el de la apo logía.» Ni que decir tiene que esos marxistas nacidos para adorar a Lukács, que hoy se devanan los sesos sobre Benjamin no están hechos para afrontar semejantes escalinatas de significados: si hu bieran conseguido subir únicamente los primeros peldaños de su obra, ya la habrían rechazado como ejemplo de la más supersti ciosa depravación. El pomposo y fúnebre arco triunfal que introduce a la obra de Benjamin es Ursprung des deutschen Trauerspiels, o sea Ori gen de la representación funeraria alemana, si traducimos literal mente el ambiguo título de la obra que Benjamin, en un rasgo de pura ironía romántica, tuvo la osadía de presentar como trabajo de oposición a la en- señanza. La ironía, como suele ocurrir, no fue entendida y perdió la oposición: en realidad se trata de un li bro que debía sumir a cualquiera, y no solo a los profesores, en la confusión y en la turbación. Se puede leer, por lo me- nos, de tres modos superpuestos: como el estudio más importante que se haya escrito sobre la rica literatura teatral del siglo xvii alemán; como una disertación sobre la historia de la alegoría, en la que Benjamin, con certe- ro instinto, se basa sobre todo en los prime ros análisis iconológicos en la línea Giehlow-Warburg-Panofsky-Saxl (o, lo que es lo mismo, la escuela de los ojos más sabios que hayan leído, en este siglo, las imágenes de nuestro pasado); o, fi nalmente, en secreto y en un juego de espe- jos, como la realiza ción de la alegoría del pensamiento catálogo Roberto Calasso Los textos fueron tomados de: Roberto Calasso, Los cuarenta y nueve escalones, traducción de Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 1994, pp. 101-104, pp. 238-242, pp. 341-345 y pp. 386-39580 upsalón de Benjamin, que aquí justi fica su propia predilección por la forma alegórica. Pero ¿cómo había llegado Benjamin a esa forma? Podemos intentar contarlo bajo forma de biografía imaginaria. Imaginemos a Benjamin como un cabalista perdido en la vi sión de una naturaleza totalmente atrapada en el desastre de la concatenación de las culpas, que ya no ofrece letras iluminadoras escritas en las cosas, como solo Adán había podido leer, sino un amasijo babélico de signos, un texto para siempre corrompido. Abandonadas las Escrituras y escapado clandestinamente del gueto, Benjamin se mezcla, siglos después, silenciando su origen, con el grupo de los románticos más radicales, y observa con ve lada sonrisa cómo estos jóvenes se entusiasman con la desorde nada búsqueda de ciertos temas y nocio- nes familiares desde hace mucho para él en la cábala. Lo que le atrae de los románticos es fundamentalmente la ligereza con que se mueven en medio los jirones de las formas, la capacidad de burlarse de cualquier totalidad coherente, como si también ellos hubieran descubierto el carácter desfigurado de la naturaleza. Pero Benjamin no tarda en observar en ellos una tendencia cada vez más clara a exaltar los poderes de la simbólica, a buscar un lenguaje de imágenes instalado en las cosas. El taci- turno cabalista de incógnito les da entonces la espalda, levemente asqueado por esas veleidades, y se retira a un cráter apagado, al amparo de contrafuertes construi- dos con montones de libros: al siglo xvii . Allí, debajo del «Soleil noir de la Mélancolie», realiza finalmente su grandiosa rumia; allí encuentra Benjamin una oscura Beatriz, la alegoría, tan fre cuentemente malentendida por sus compañeros románticos, y descubre en ella el único artificio adecuado para la esencia abrupta, tullida y perennemente desolada de la historia como proceso natural y de la naturaleza como historia de la cadena de las culpas. Y eso precisamente por la violenta arbitrarie- dad del nexo alegórico entre la imagen y su significado, que revela la in superable distancia entre los dos órdenes, según el modelo –insi núa Benjamin– de la escritura alfabética, primera imposición brutal de sentido a una letra que no quiere acogerlo. En suma, justo por las ra- zones que empujaban a Goethe a rechazar la ale goría, para entregarse, por el contrario, a la beata inmediatez y totalidad del símbolo, Benjamin la reivindica, porque solo en ella se reconoce lo que el clasicismo jamás había sabido entender: «la facies hippocratica de la historia como fosilizado paisaje primor dial». No existe una rigu- rosa distinción entre símbolo y alegoría, en la medida en que la alegoría es esa misma simbólica deshecha, muerta por hipertrofia. Pero en la descomposición del símbolo se libera una fuerza inmensa: el frío sentido algebraico, el que per mite instituir con soberana arbitrariedad las convenciones, impo ner que algo pueda estar en lugar de otro algo. «La alegoría seiscentista no es convención de la expresión, sino expresión de la convención»: así se funda asimismo el mito de la escritura, pe renne festín de la muerte, abandonado a la «voluptuosidad con que el significado domina, como un hosco sultán, sobre el harén de las cosas». La alegoría irrefrenable, sustraída ahora a un orden viviente del sentido, pura coacción a rastrear imágenes y a cons truir en cada ocasión su significado a través de laceraciones combinatorias, produce en primer lugar el desbordamiento de las imágenes mismas: al igual que los objetos invaden obsesivamente la escena del teatro barroco, hasta convertirse en sus auténticos protagonistas, también las figuras irrumpen como ame- nazas en los libros de emblemas, para celebrar la escisión progresiva entre imagen y significado. ¿Quién, abriendo los Emblemata de Alciato y viendo una mano amputada con un ojo en la palma, plantada en medio del cielo, so- bre un paisaje campestre, podrá pensar en la prudencia, como pretende el texto del emblema? Reconocerá en ella, más bien, una real vivisección del cuerpo humano, una muda alusión al estado de naturaleza como escombro y a la in consciente instauración del fragmento como ca- tegoría dominante de lo estético. Con la acumulación de estos materiales se prepara la aparición de lo moderno. La historia de entonces prefigura la verdadera historia de hoy: aquellas imágenes, ahora liberadas por el mun- do, como fieras de las jaulas, siguen todavía vagando por él. Kafka las ha descrito: «Leopardos irrumpen en el templo y vacían los vasos sacrificiales; eso se repite constantemente; al fi nal es previsible, y se vuelve una parte de la ceremonia.» En ale goría: escritor es el que asiste a semejante escena. Brecth el censor «Bert Brecht es un personaje difícil» anotó en cierta oca- sión Walter Benjamin. Es cierto: incluso se ha vuelto más difí cil a fuerza de ser fácil. Me apresuro a reconocerlo: soy de los que prefieren escapar en la noche antes de ver una vez más a los actores cogidos de la mano al final de la representación y diciendo duras verdades al público de damas y caballeros que ya echan mano del abrigo de piel y miran con benevolencia a aquellos buenos chicos en el escenario. Como Lorca, como Lukács, como Sartre, como Pavese, Brecht ha sido acogido triunfalmente, y desde hace mucho tiempo, entre los héroes de una vasta media- cultura de intenciones buenas y progresistas. Así, para leerlo hoy, hay que comenzar por eliminar de sus textos esa espesa costra de áulico Kitsch social que se ha ido depositando progresivamente en ellos. Empresa tediosa pero no demasiado ardua: basta olvidar provisionalmente el teatro y las peroratas didácticas, y abrir en cambio los poemas líricos o las Historias del señor Keuner, para que se delinee de nuevo la imagen de un escritor enigmático, áspero, casi antipático, y muy muy insolente. Y respira- mos aliviados: bien, este «personaje» es, sí, difícil, pero un gran escritor, ya no manjar para buenas personas. Atañe al Brecht «personaje difícil» que su libro más pri vado y secreto –el Diario de trabajo (1938-1955)– está sutilmente autocensurado. Al redactar sus notas, durante casi veinte años, en Dinamarca, en Suecia, en Finlandia, en los Estados Unidos, en Berlín, Brecht pensó siempre en la posibilidad de que una mirada enemiga pudiera Dossier: Escritura del yo81 verlas y utilizarlas. Y un día ni anotó que el propio diario le parecía más bien «muy perverso a causa de posibles lectores indeseables». Puede decirse que toda la vida de Brecht está bajo el signo de este miedo a caer en las manos del enemigo. El primer enemigo que evitar era para él –y éste es uno de sus méritos imperecede ros– la cultura misma, entendida como manifestación de la «no bleza del espíritu», según la fórmula del odiado Thomas Mann. Cuando oía aletear a su alrededor las plumas mayestáticas del Geist, de ese Espíritu infatigable que, sobre todo en tierra ale mana, rumia sin tregua sobre sí mismo, Brecht escupía en el suelo; luego, con su peculiar gesto burlón, tendía la mano y «mendigaba tabaco». Con este doble gesto Brecht re- pudiaba el reino de las esencias (y por ello de los Grandes Autores, de la Obra, de la Expresión de la Libre Cultura) y al mismo tiempo reivindicaba la irrenunciabilidad de lo superfluo: «El teatro, en efecto, no debe dejar de ser en absoluto algo superfluo; lo que significa, claro está, que se vive para lo superfluo.» Mientras per manece encerrado en esta elocuente ironía, el comportamiento de Brecht es perfecto y hace pensar en algunos invencibles sabios chinos, «de corazón límpido y sutil», que fueron luego, en la práctica, su modelo oculto. Pero la historia de Brecht es mucho más tortuosa y turbia. Uno de sus vicios constantes era el de recluir a sus muchos ene migos en la misma cárcel, obligando a con- vivir en la condena a los «masacradores que salen de las bibliotecas», inocuos seducto res, culpables únicamente de gustar a las mujeres (y tal vez a las mismas mujeres que le gustaban a Brecht) y, en general, a todos aquellos autores cuya obra consideraba falta de un «carácter iluminador». Así, en el Diario de trabajo encontramos un extraordinario florilegio de acusaciones, insinuaciones y sarcasmos asestados en todas direcciones: de Lukács a Thomas Mann, de Becher a Auden, de Isherwood a Döblin. Sus juicios son casi siempre agudos, y también casi siempre agrios en exceso. Y de la misma forma trata los grandes acontecimientos: con la guerra en puertas, Brecht lanza desde su solitario observatorio miradas de desprecio a Inglaterra y trata de equipararla a la Alemania de Hitler. Imperialismo contra imperialismo, dice. Años después, en Hollywood escruta con petulante incomprensión el cine americano y le dedica los típicos reproches del intelectual europeo tan aborrecido por él, acusándolo de ser contrario al Autor, a la Obra, a la Cultura. Moviéndose en la patética órbita de los escritos alemanes refugiados en América –hay que recordar que eran designados oficialmente como «extranjeros enemi- gos»–, y con frecuencia marginados como pedigüeños importunos, Brecht contempla con evidente rencor al grupo del Instituto de Frankfurt liderado por Adorno y Horkheimer, como si se tratara de una pandilla de univer- sitarios histéricos ansiosos de recibir financiación, siervos del capital, por tanto. Pero precisamente por aquellos años, con lucidez insuperada, Adorno y Horkheimer ha- bían acertado a perfilar por primera vez en la rea lidad americana los rasgos de una industria cultural, con res- pecto a la cual se revelan rudimentarios los análisis de Brecht y, sobre todo, viciados por su fastidiosa seguridad de defender lo justo. Incluso en sus relaciones con Benjamin, que es el lector incomparablemente más genial, como también el más devoto, que Brecht haya tenido nunca, se perciben aspectos medianamente odiosos, como se desprende de las notas que nos ha dejado Benjamin sobre su estancia en Svendborg. Cuando Benjamin le entrega su admirable ensayo sobre Kafka, Brecht comenta el manuscrito dicien- do que «este ensayo lleva agua al molino del fascismo hebraico» (una vez más, la obsesión de los lectores ene- migos). Si ve que Benjamin lee Crimen y castigo, estalla inmedia tamente en una de sus provocativas condenas: «Brecht atribuye a Chopin y a Dostoievski una influencia especialmente perniciosa sobre la salud.» Finalmente, cuando le llega a América la noticia de la terrible muerte de Benjamin, Brecht anota el hecho en su diario sin una palabra de saludo al amigo y pasa inmediatamente a co- mentar con puntillosa suficiencia el manuscrito de las te- sis Sobre el concepto de la historia, el último que Benjamin había enviado o al Instituto de Sociología, concluyendo: «En suma, este breve ensayo es claro y clarificador (pese a sus metáforas y a su judaísmo).» «Pese a sus metáforas»: no muy educado a la espe- culación, pero eminentemente dotado de olfato para oler dónde y por qué el pensamiento se vuelve peligroso, Brecht ha intentado durante años y años crear una teo- ría y una práctica artística estancada, refractarias a los asaltos de lo que, con cierta tosquedad, pero con segura intuición, llamaba «metafísica». No lo consiguió…, y se lo agradecemos. De todos modos, sigue siendo extre- madamente interesante reconstruir cómo se creó en Brecht esa necesidad de derrotar al invisible enemigo, que no era evidentemente, como él quería hacer creer, el «teatro aristotélico», sino el mismo fantasma del arte, por lo que tiene de irreductiblemente ambiguo, huidizo y reacio a doblegarse a cualquier buena acción social. «El arte está del lado del destino»: en esta frase, disimulada en los diálogos de la Compra del latón, se halla quizá la clave de la acti tud de Brecht. El lado del destino es el lado indominable, domi nador, sustraído a la voluntad: es la nube del no conocer, de la que nace cualquier escritura. No se puede entender la tozuda in sistencia de Brecht en hacer su teatro instrumental, dominable, despojado de cualquier magia, si no se reconoce, en la sombra, la enormidad del antagonista. El «teatro épico» de Brecht quería extirpar la magia del teatro. Pero la magia no es un hecho que se haya superpuesto al teatro en deter- minadas circunstancias histó ricas, y que por ello pueda ser eliminado utilizando diversas téc nicas. La magia es interna al teatro; mejor dicho: es interior a cualquier palabra, en tanto que nombra una ausencia. Unos cuan- tos decenios de espectáculos brechtianos nos ofrecen una prueba experimental de este hecho: Brecht se ha convertido en un estilo escénico, una nueva magia, a veces deteriorada, a veces poderosa. ¿Quién podría hoy defender decentemente que, asis tiendo a un espectácu-82 upsalón lo brechtiano, no sucumbe a esa mágica «torpeza» que Brecht temía en el teatro? Mucho queda por descubrir, en cambio, sobre la peculiaridad de la magia de Brecht. Y, más que a la ma- nida categoría del «ex trañamiento», miraría a la técnica de la cita, que en cierto modo es el rostro esotérico del arte extrañado. Monumento de esta téc nica, mucho más rico que cualquier texto teatral de Brecht, son las 770 páginas de los Últimos días de la humanidad de Karl Kraus. Brecht ha sacado de allí un fuerte impulso que sin em bargo nunca ha reconocido claramente. Pero también es cierto que la categoría de la cita ha asumido en él aspectos nuevos, que reencontramos en toda su obra, incluso en el Diario de trabajo, forma paradójica y anó- mala, totalmente construida con un contrapunto entre las notas personales de Brecht y las fotos y los recortes de periódicos pegados a sus páginas. Al basarse en la cita, y en el trabajo sobre materiales preexistentes, Brecht acogía un dato fundamental, hoy más que nunca: el rechazo de la expresión directa. Quien ya no se reconoce una sociedad –y ésta es la condición de todo el arte nuevo–, tampoco reconoce el Yo ficticio que la sociedad le concede, invitándolo con falaz magnanimi- dad a expresarse. El escritor se vuelve enton ces un sujeto fantasmal, que ya no dispone de un lenguaje común, y por ello se ve obligado a oscilar entre una lengua cifrada perso nal y todo el repertorio de lenguajes y de formas que el pasado le entrega. Montando esos fragmentos disper- sos, enfrentando esos lenguajes y esas formas, contará la historia inaudita en que se le ha brindado participar. Eso explica, por ejemplo, por qué algunos poemas líricos de Brecht, aparentemente muy directos, parecen extraídos del álbum de un antiguo poeta chino. Y es precisamente esa insuperable distancia la que confiere a unas pocas palabras de basic German su inmensa resonancia. Nada es más precioso, en Brecht, que sus vistosas contradicciones. Justo él, que había escrito: «¡Qué tiem- pos éstos, cuando un diálogo sobre los árboles es casi un delito!», ha cometido va rias veces ese delito, dedicando a los árboles algunos de sus supremos poemas, que per- manecen mucho más grabados en la memoria que Arturo Ui o su Galileo. Justo él, que insistía siempre tenazmente sobre la necesidad de utilizar la literatura, nos con fiesa, a través de su alter ego Keuner, que al salir de casa le gusta ver los árboles porque, en una sociedad donde los hombres son «objetos de uso», los árboles mantienen todavía «algo de autó nomo, y por ello tranquilizador», hasta el punto de que se puede esperar que incluso los carpinteros los reconozcan como «algo que no puede ser utilizado»… Justo él, que se había reído de toda su- blimidad de la literatura, ha dedicado a un saúco uno de los ra ros poemas del siglo que, sin ninguna exageración, pueden calificarse de sublimes. El título es Tiempos duros: «De pie en mi escritorio/ veo al otro lado de la ventana del jardín la mata de saúco/ y reconozco en ella algo rojo y algo negro,/ y me acuerdo de repente del saúco/ de mi infancia de Ausburgo./ Du- rante algún minuto / pienso con toda seriedad si debo ir hasta la mesa/ a recoger mis gafas para ver/ todavía las bayas negras sobre las ramas rojas.» Ninguna explícita denuncia de los males del mundo tiene la in tensidad de estos pocos versos indirectos y reticentes. Preludio al siglo xx Cuando pienso en el Libro de nuestro siglo, no me refiero a la Recherche o al Ulysses o al Hombre sin atributos, ma- jestuosas construcciones, ejemplares por su genialidad pero también por su carácter minucioso y obsesivo, a las que la Opinión concede ahora el merecido respeto como a esas catedrales de mondadien tes que un solitario de provincias ha edificado silenciosamente durante los mejores años de su vida. Pienso, por el contrario, en un libro donde en apariencia se respira el aire más selecto del si glo pasado. Que fue escrito entonces y quedó in- acabado por la muerte del autor. Pienso en el Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert. Este libro es el pavimento fatal sobre el que se mueven todos nuestros pasos: en la Kamchatka y en la Patagonia, par les champs et par les grèves, entre los suburbios y las ruinas, en cual quier parte donde el terreno haya sido allanado por aquellos dos Titanes que se encontraron en la cálida tarde de un domingo de verano en un banco del bulevar Bourdon e inmediatamente des cubrieron que ambos poseían un gorro donde habían escrito su nombre: Bouvard, Pécu- chet. «¡Vaya, hemos tenido la misma idea, escribir nuestro nombre en nuestros gorros!» «¡Claro! Si no, alguien podría llevarse el mío en la oficina.» Sub specie aeternitatis, el encuentro entre estos dos oscuros copistas probablemente no es menos significa- tivo que el de Na poleón y Goethe. Y sus dos actores me- recen el título de Héroes Andadores de nuestro mundo. De la misma manera que los doce trabajos de Hércules corresponden a otras tantas constela ciones del Zodíaco, también las desoladas aventuras de los dos empleados ávidos de alcanzar el Saber transcurren de un extremo a otro de nuestra Tierra Psíquica y la rodean por todos los lados. Las circunvoluciones de su encéfalo son el laberinto donde un día fue acogido, con ecuménica fe, todo aquello de lo que, a la larga, estábamos orgullosos: las Ciencias y las Artes, abrazadas entre sí. Nos hablan de un mundo en el que por primera vez todo ya estaba escrito: en los periódicos y en las recetas, en los bons mots y en los pésames, en las atrevidas paradojas y en las ti moratas advertencias, en los fríos manuales técnicos y en las guías de espiritualidad. Y en aquella Escritura cada elemento se adhería a los demás, gracias a un prodigioso pegalotodo universal: la Estupidez. Aquello era el fondo de todo, detrás del cual se abría única mente el silencio de los espacios siderales. Bouvard y Pécuchet, estos dos genios aún incomprendidos (del genio tenían, por lo menos, una virtud indispensable: to- marse todas las cosas al pie de la letra), y tachados incluso de imbéciles, fueron los primeros en tener la horrible visión de la compacidad del Todo. Vieron la Equivalencia Universal operada por la Estupidez de igual ma nera que Dossier: Escritura del yo83 tiempo atrás los visionarios veían el Único en el granito de polvo y en los astros llameantes. Y entendieron que, ante tal Inefable, no podía añadirse ninguna palabra. Cabía un solo acto de devoción: el de copiar, porque la repetición, aquí como en cualquier rito, es conmemora- ción de lo Irrepetible. «¿Qué haremos con todo esto…? ¡No hay nada que pensar! ¡Copiemos! Es preciso que la página se llene, que el “monu mento” se complete. Igualdad de todo, del bien y del mal, de lo Bello y de lo feo, de lo insignificante y de lo característico. La única cosa auténtica son los fenómenos.» Llegados al término de sus aventuras, se construyen un doble pupitre de copistas. Y se dedican a copiarlo todo, comprando a peso montones de papeles que estaban a punto de ser destruidos. El incompleto segundo volumen de Bouvard y Pécuchet debía ser un vasto lago repleto de citas. En sus últimos años, Flaubert era «un viejo corazón devas tado». Detrás de los cristales de la casa de Croisset, contemplaba deslizarse los barcos por el Sena y conversa- ba con su perro. Evi taba incluso dar paseos porque al final lo sumían en la melancolía, obligándole a permanecer en compañía de sí mismo. Enton ces el pasado lo golpeaba en la médula. Entonces recordaba que no era solo un fa- nático del «Arte» (siempre con esa patética mayúscula), sino «la última de las modistillas», un alma que siempre había debido protegerse contra una sensibilidad afilada y dolorosa, inepta para soportar el choque de la vida. Es posible que su médico no se diera cuenta de lo mucho que acertaba al definirlo como «una muchachota histérica». «La vida solo me parece tolerable si se consigue es- quivarla», escribió en cierta ocasión Flaubert a la amiga George Sand. Y detrás de esas palabras se vislumbra el «presentimiento com pleto» de la vida que, jovencísimo, había tenido: se le había pre sentado como «un olor de cocina nauseabundo que escapa de un respiradero». Sin embargo, continuaría anhelándola en la aluci nación de la escritura. En esos últimos años, muerta la madre, diezmadas las rentas, Flaubert se encontró de repente en una «so ledad sin fin», agotado por una marcha testaruda hacia un des tino ignoto. Y descubrió que era al mismo tiempo «el desierto, el viajero y el camello». Lo que lo rodeaba, una vez más, era un libro, un ma- nuscrito que crecía con torturadora lentitud: Bouvard y Pécuchet, «libro abominable», «libro imposible», «una em- presa abrumadora y es pantosa» que a veces le resultaba demencial y bastante parecida a la de sus dos personajes. Por contar sin pedantería las etapas de su epos, leyó y anotó más de 1.500 volúmenes: en su mayoría in sulsos, pedantes, vacíos, ñoños. En esa cómica caravana acaba- ron por mezclarse también los «grandes autores». Por doquier encon traba materiales para su «monumento», que debía ser digno de la divinidad celosa e implacable, de aquel ser «infinito» al que lo dedicaba: la Estupidez. ¿Qué furor ardiente lo azuzaba? Al inicio, el deseo de ven ganza. Bouvard y Pécuchet debía ser la ocasión para «escupir la bilis», «desahogar la cólera». El programa del libro parecía con densarse en una frase: «Vomitaré sobre mis contemporáneos el disgusto que me inspiran.» ¡Oh, ingenuidad! Como ingenuos ha bían sido sus dos persona- jes, cuando habían abandonado su em pleo y, rebañando una pequeña herencia, se habían retirado al campo para explorar el Saber, ingenuo fue también su autor, que se había ilusionado –justo él, el devoto del «Arte»– en servirse de aquellos dos personajes para demostrar algo, para arrojarlos con tra un invisible Enemigo. Fueron, en cambio, aquellos dos per sonajes quienes devoraron al autor. Madame Bovary c’est moi: esta frase demasiado famosa se ilumina en su significado esoté rico solo si la entendemos como corolario de un teorema que Flaubert no enunció, pero descubrió: «Bouvard y Pécuchet so mos todos nosotros» (y, evidentemente, Flaubert en primer lugar). Éste es el relámpago que iluminó sus últimos años. A me dida que los dos héroes se acercaban confiados a la arquitectura de los jardines (inventando y liquidando sin darse cuenta la Vanguardia), al celtismo, a la geología y a la mnemotécnica, a la tragedia y a la pedagogía, a la polí- tica y al magnetismo –y mientras su autor los secundaba compulsando miles de into lerables páginas–, Flaubert se acercaba a la burlona verdad: «¡Bouvard y Pécuchet me llenan hasta tal punto, que yo me he convertido en ellos! La estupidez es mía y esto me hace re ventar.» Si aquella especie de «Arte» que Flaubert nombraba siem pre, incluso en las cartas a la sobrina, tenía algún carácter inau dito respecto al arte del que habían ha- blado Horacio y Pope, la Estupidez –que es el objeto de Bouvard y Pécuchet– era asi mismo un fenómeno inaudito y grandioso. También él exigía la mayúscula. Pero ¿por qué precisamente ahora esta primordial característica del hombre avanzaba tantas pretensiones? Abra mos un paréntesis histórico. A principios del siglo xix se asiste a una doble aparición: de la Estupidez y del Kitsch. Ambas son fuerzas perennes, cuyas huellas podremos reconocer en cual quier lugar y momento: pero, en ese preciso punto de la histo ria, descubren su rostro de Medusa. A partir de entonces, cada cosa viene al mundo acompañada de su Doble degradado. No solo los objetos sino también cualquier idea. De la misma manera que existen el Kitsch romántico y el clásico, el renacentista, el gótico y el «moderno», también la Es tupidez reformula ahora el platonismo y la paleontología, las pasiones y las deducciones, la revuelta y el feudalismo, la incre dulidad y la devoción. Los dos bonshommes Bouvard y Pécuchet (y Flaubert dentro de ellos) descubren, por tanto, que la Estupi dez ya no es un carácter de ciertas ideas. Al contrario, con la impasibilidad ecuánime de un dios, se reparte en todas las di recciones: entre los creyentes y entre los ateos, entre los campe sinos y los urbanitas, entre los líricos y los geómetras. Estupidez es el reino de papel y de sangre de la Opinión. Bouvard y Pécuchet no es, pues, la historia de dos pobres mentecatos que intentan apoderarse del Saber y cada vez se hun den en las arenas movedizas. Es, por el contrario, la única e ine vitable Odisea moderna, el itinerario extenuante que cada «hom bre nuevo» está 84 upsalón obligado a recorrer, tanto en la época de Flaubert como ahora. El Saber triunfa en cuanto ha sido ente rrada toda Sabiduría…, y hasta el Gusto, que era su último, dis creto y volátil heredero. A falta de la iniciación, ante el Saber nos encontramos todos en la posición de Bouvard y Pécu- chet. Y, al igual que ellos, los «hombres nuevos» son seres absolutamente informes, pizarras sin escribir (esto pre- tendían los filósofos, para poder llenarlas ellos), cuerpos elásticos y vacíos, carentes de raí ces y, sin embargo, tanto más azuzados por la infernal buena vo luntad de crearse lo que no es posible crearse si no se tiene ya: raíces. Se agarran al Saber, a cada una de las ramas concretas del gran árbol del Saber, para ocultarse entre su fronda y nutrirse allí de la tierra. Pero todas las ramas se rompen. Su nada pesa siempre más de la cuenta. Flaubert reconoció que él también era (como todos nosotros) un «hombre nuevo». Sabía que estaba narrando una Odisea sin una Ítaca a la que arribar. Pero la conta- ba también para oponer a la prueba más dura el único antídoto que reconocía eficaz: «el Arte». Pensaba, quizá, que «el Arte» era capaz de obligar a la Es tupidez a una posterior, y aún más misteriosa, metamorfosis; aquella a la que había aludido una vez en una de sus cartas: «Las obras maestras son estúpidas; tienen un aspecto tran- quilo, como las producciones mismas de la naturaleza, como los grandes ani males y las montañas.» Y Bouvard y Pécuchet nos contempla ahora como un grande e im- penetrable animal. Cicatriz de esmalte Bois ton sang, Beaumanoire El doctor Rönne entraba y salía de hospitales, tanatorios y literatura. Así llevaba ya algún tiempo viviendo, y se adentraba cada vez más en su primera emigración in- terna. Emigrado debajo de una bata, como más adelante debajo del uniforme de la Wehrmacht. El gesto inicial de Rönne fue el de disociar las dos suertes de la realidad. No era sostenible que fuera realidad lo que se pre sentaba como tal. Una acumulación de detritos, quizá. Material para asociar, también. Cuanto más asociaba Rönne, más crecía su disociación de todo. Una erupción silenciosa se estaba efec tuando. Alrededor de su cabeza, una mínima fragancia de epi lepsia. El doctor Rönne ya había aparecido en Ithaka, un texto tea tral que Benn publicó en 1914, impregnado de obscenidades mé dicas. Pero su documento de identi- dad indica como lugar y fecha de nacimiento: Bruselas, primeros meses de 1916. Benn era en tonces médico de un hospital para prostitutas, vivía con su asis tente en una casa requisada (once habitaciones), le permitían salir vestido de paisano, prestaba servicio durante pocas horas, ignoraba a los habitantes del lugar; y así inició, clandestina mente, con el pretexto de la guerra, una fuga mental que no se interrumpiría jamás. Es verosímil que supiera ya que «la catego ría en la que se manifiesta el cosmos es la alucinación». 1 Aho ra «la vida oscilaba en una esfera de silencio y extravío». 2 Éxta sis alucinatorio con fluctuaciones. Rönne experimenta sobre sí mismo lo que Benn formulará más adelante: «El Yo es un es tado de ánimo tardío de la naturaleza y, además, fugaz.» 3 Al igual que Pameelen, otro doble emanado de los meses de Bruselas, Rönne anota en su propia ficha médica: «En este cerebro se des compone algo que desde hace cuatro siglos ha valido como Yo y con plena legitimidad; durante ese período, ha sostenido el cos mos humano en formas transmitidas de generación en genera ción.» 4 Una leve y siniestra euforia acompaña el proceso. Lo im portante es hacer productiva y provocadora la «esquizoidad de fondo de la sustancia humana». 5 Esquizoidad: palabra que no se encontrará en los manuales, recién acuñada por Bleu- ler, pero se llo de cualquier instante, oculto, disolvente. Rönne advierte su marca sobre la piel en el café o en la mesa con unos señores que hablan de frutas tropicales o en los pasillos de un hospital. ¿Qué existe? ¿Palancas, manecillas, mesitas, chalecos…, palabras con vencidas, nucas plantadas como troncos…, o su delirio invisible, su trance gélido, y después ardiente? A este tema de la prosa absoluta he dedicado varios estudios en mis en sayos. Encontré sus primeras huellas en Pascal, que habla de crear la be lleza a través de la distancia, el ritmo y la entonación, «a través del retorno de las vocales y consonantes»; «el nú mero oscilatorio de la belleza» dice una vez y: «la perfección a través del orden de las palabras». 6 ¿A qué género literario pertenece Cerebros? A la prosa abso luta. Pero ¿qué se entiende por «prosa absoluta»? Algo que evi dentemente había brillado en Lautréamont, en Rimbaud (Illuminations, pero también Une saison en enfer), en Mallarmé (Divagations); por más que, siempre demasiado líricos, lo mordaz solo se impone en Lautréa- mont y en el Rimbaud de la Saison. Benn, entre sus con- temporáneos, citaba el caso de Carl Einstein (Bebuquin) y Gide (Paludes y nada más). Por lo demás, los surrealistas fueron incapaces de ello. Breton manifestaba desprecio por el arte y tenía demasiados alejandrinos en el oído. Para los mejores ejemplos, volverse hacia Petersburgo: Mandel’štam (El sello egip cio y la prosa en general); Biely (en las grandes intenciones). O, si no, una mujer solitaria, Marina Cvetaeva, cuando habla de la madre o del piano, o incluso de Pushkin. Ésta es la descenden cia. No tiene nada que ver con la vanguardia ni con manifiestos literarios. Al contrario, no soporta ni unas ni otros. El criterio es solo uno, y Benn lo ha enunciado con urgencia: «Para aquel que se esfuerza en dar expresión a su parte interna, el arte no es algo pertinente a las ciencias humanas, sino algo físico como las hue llas digitales.» 7 Cerebros es el protocolo de una escritura drogada. Actúa aquí una droga endocrina, que segrega la fisiología de un mé dico por cuyas manos han pasado muchos cadáveres. Esa droga afloja los lazos que permitan recorrer la reali- Dossier: Escritura del yo85 dad. Aísla otros, que se muestran con irrisoria evidencia a la mente drogada y son indescifrables para otras mentes. Esto nutre el terreno mo vedizo de la prosa absoluta: un espacio en el que las palabras se abandonan a la fuerza de la inercia y la resistencia queda redu cida al mínimo. Las imágenes se hacen guiños, los sustantivos se hibridan, y nadie sabe de qué hablan. Tampoco Rönne, quizá, lo sabe, a los pocos instantes. Amontona fragmentos de imágenes sobre los veladores de un café, entra bajo las ropas de un señor repugnante sentado en otra mesa. Un vasto sarcasmo acompaña sus percepciones, se monta sobre una onda primor dial. Mientras tanto, Rönne in- tenta responder de manera impe cable a quien le dirige la palabra, se esmera para que la des composición que se produce en su cabeza no sea perceptible desde fuera. La oscuridad de Rönne es la de una coacción. Damos fe, sin reservas, a Benn cuando nos dice que El cumpleaños «sucede», 8 que la «escritura obedecía solamente a una coacción». 9 No se trata de esa escritura automática que los surrealistas teorizarían y practicarían torpemente. Era la irrupción de un estado crepuscu lar como condición media (en sentido estadístico) de la concien cia. A Rönne no le hacía falta ejercitarse, tenderse, estimularse para alcanzar ese estado. Por el contrario, necesitaba no dejarse invadir demasiado por él, para seguir estrechando la mano a los colegas, saludar sobriamente a las enfermeras y pedir una cer veza. La droga corría en un sentido letárgico, abismal, como agua de un grifo que ha quedado abierto de noche. …el lenguaje que no quiere (ni puede) otra cosa que fosforecer, bri llar, arrastrar, aturdir. Se celebra a sí mismo, arrastra a lo humano a su sutil pero también poderoso orga nismo, se vuelve monológico, incluso monomaníaco. 10 Avezados a todas las vanguardias y a todos los forma- lismos, echamos una mirada empañada sobre estas palabras, porque he mos oído otras muchas semejantes. ¿Cuántas veces se ha dicho: «Una escritura que solo se tiene a sí misma como referencia»? Pero lo semejante también puede ser inmensamente distante. Aquel «fos- forecer» que para Benn era el resultado de prolonga das estancias al otro lado del Caronte no puede convertirse en prescripción magistral. Justamente la literatura que se celebra a sí misma, y solo a sí misma, que ha cortado cualquier amarra, de pende capilarmente de esa oscu- ridad psíquica, de esa caverna muda en la que por mo- mentos fosforece el estilo como un fuego fatuo. Muchos han blandido ese tirso literario, pero muy pocos eran los bacantes. Y casi todos actualmente muertos. Benn se despide de Wellershoff: «Pero yo sería feliz si hubiera conseguido comunicarle que no se trata solo de estilo y de lenguaje, sino de problemas de sustancia.» 11 un sacrílego azul 12 Desde el inicio en Benn está el azul. Pero es el azul de al- guien que viajó poquísimo, que conocía mal los idiomas, que so ñaba como elevado placer el de leer una novela policíaca en in glés. Hasta Nietzsche, en el fondo, dio algún paseo por los alrededores de Santa Margherita. El paisaje de Benn, por el con trario, es nieve sucia, con alguna carcasa de madera que asoma. Es Berlín hacia el final de la guerra, la escena con que se en frenta el Tolemaico, última silhouette de Benn, cuando sale de su peluquería. Ningún Club Mediterranée divinizado por el poeta. «Azul» es un escombro visionario que invade todo lo que le ro dea, una intensidad sin correlatos, una cortante irrupción men tal. Ese azul es sacrílego, un des- garrón, una cicatriz de esmalte. Encontró esto muy significativo y car gado de fu- turo: quizá ya la metáfora era un intento de fuga, una especie de visión y una falta de fidelidad. 13 Cuando Rönne era médico en un burdel y cumplió treinta años, de los cataclismos que estaban produciéndose en él, glacia ciones y carbonífero, derivas de masas conti- nentales, comenzó a extraer consecuencias estilísticas. Seguía disponible la metáfora, estando como la palan- queta para el ladrón, si la única posibilidad de respiro se ofrecía en un «intento de fuga», intento crónico. Y la «falta de fidelidad» sonaba como virtud exaltante para alguien, como él, oprimido por ciudadanos sinceros y veraces, suministra dores de opiniones. La conquista y El viaje son variantes de un arquetipo que es estrella polar para el moderno: el paseo del esquizofrénico, introducido por Büchner en Lenz, salpicado de ve neno metropolitano por Baudelaire, deshilachado amablemente, desespera- damente, en Walser. Pasear por una ciudad descono cida, entre belgas hostiles y acorazados detrás de su lengua, estar sentado en un café, acabar sin ninguna razón en barrios sórdidos, moverse finalmente en un invernadero… No se precisa más para ser absorbido en la metamorfo- sis, en el balanceo incesante de las figuras, que puede incluso aterrorizar. «Ahora se extendía lo in forme, y lo espantoso estaba al acecho.» 14 Paseo y fuga coinciden a partir de ahora. Peculiaridad de Benn: la sensación suprema de extenuación. «Sintió repentinamente una profunda extenuación y un veneno en los miembros.» 15 Mi padre sufrió siempre de cansancio, dirá la hija Nele. Es una extenuación que viene de arriba y aplasta, una mano gigantesca. La frecuencia de los verbos expresando ondula ción, fluctuación, etc., es también un homenaje al manual del buen expresionista. Pero lo que da el tono de Benn es la resaca en la sangre, el vampirismo agazapado en la respiración, un cós mico boquear. Quien ama las estrofas ama también las catás- trofes; quien es partidario de las estatuas debe serlo también de los escombros. 16 No siempre son bellos los relatos de Rönne; son a veces opa cos, a veces sobrecargados, a veces la imagen no se libera, o se li bera demasiado, a veces son jirones de versos 86 upsalón que permanecen atrapados en la dura ley de la prosa. Pero ¿qué importa? En todas partes, en cada línea, hay una pulsación, un martilleo en las sie nes, una fiebre que seca la garganta, y no se sabe por qué. Para lo bello ya habrá tiempo más adelante, tal vez en la línea siguiente. Más adelante: durante cuarenta años, entre enfermeda- des vené reas y uniformes de la Wehrmacht, en múltiples emigraciones in ternas, siempre con la cara de póquer. Pero todo había sido hecho posible por aquel «inaudito» año en que en Bruselas «nació Rönne, el médico, el fla- gelador de las cosas concretas», 17 el año dominado por el sentimiento del alud, del vagar perdiendo pie, para siempre. Primero la catástrofe, después las estrofas. Advirtamos que Rönne no es el «artista adolescente», aunque al final «descubra el arte». 18 Lo que le sucede no es un aprendizaje literario, sino un corrimiento de es- tratos geológicos. Asiste a algo, o más bien lo sufre, y se precipita en ello. Y, mientras cae, todavía por un instante quisiera ser también él uno de esos seño res bronceados y obtusos que, en el círculo de oficiales, se toman una copa y la acompañan con un chiste. Así sería más fácil so brevivir. La solución llegará más adelante, en una perenne «do ble vida». Un día Rönne, o Benn, abrirá un consultorio médico, enfermedades venéreas y de la piel. Y escribirá algunos poemas perfectos, de seis a ocho según sus cálculos. Así son los poetas: «pequeñoburgueses, nacidos con un impulso especial, mitad por vulcanismo y mitad por apatía». 19 Si debo ser preciso, todas mis dichas iban unidas al crimen: adulterio, bo rrachera, infidelidad, odio a los pa dres, falsedad, doble moral; y me acordaba de la frase de Hamsun: Existe solamente un amor, el robado; una de las palabras más verdaderas de la historia humana… 20 Circula por todas partes de Cerebros un soplo de crimi- nalidad que hiere el aire estancado sobre el cementerio detrás de la casa del pastor, allí donde nació Benn, como también habían nacido Nietzsche y, «como demuestran las estadísticas, más del cin cuenta por ciento de los grandes hombres alemanes». 21 Está la or den cruel del padre de Benn, que prohíbe al hijo suministrar morfina a la madre en su torturada agonía, porque el dolor pro cede del Señor y debemos aceptarlo tal cual es; y está el nido de ratoncillos encajado en el diafragma de una muchacha ahogada entre las cañas. La mano del médico lo roza. Sin necesidad de dar un paso, Benn caía en los extremos, y su palabra se teñía de aquella magia que Nietzsche había evocado: la magia del ex tremo, el ojo de Venus. basta con la verdad 22 Desde Dinamarca, su hija Nele le había escrito con una pre gunta de buena chica nórdica: ¿Dios? Benn recopiló fuerzas, y re cordó haber escrito: «Dios es un mal princi- pio estilístico»; 23 pero después añadió: «Ya el creer me sitúa fuera de Dios, o lo que es lo mismo del universo, y afirma que yo, en general, sería algo. Pero yo no soy exac- tamente nada, solo que a través de mí circula algo cuya procedencia y cuyo sentido me han aparecido siempre velados y cada día más velados.» 24 Nadie como Benn, ni siquiera Nietzsche, ha sabido herir a los alemanes. Pero, al leer estas pala bras harto sencillas a una hija que quiere respuestas de papá, solo podemos pensar en algún otro gran alemán, en Eckhart, en Hölderlin, en Nietzsche. Benn siempre ha traspapelado las categorías en la ca- beza de muchos lectores suyos. ¿Cómo se puede ser a un mismo tiempo regresivo y clásico? ¿Cómo se puede ser un alga, o una medusa, y al mismo tiempo capitel? ¿Cómo se puede obedecer a las fluctua ciones de una linfa primordial y a la vez instaurar el imperio dia mantino de la forma? Es tolerable, aunque temible, seguir a Benn por uno de los dos caminos, pero ¿cómo hacerlo por los dos? Sin embargo, si no se le sigue por ambos caminos Benn se pierde, escapa: se convierte en un bruto nostálgico de los oríge nes o, si no, en lívido defensor formarum. Para leer a Benn, hay que ver el alga sobre el capitel, y el capitel en el alga. Palabras, palabras…, ¡sustantivos! Bas ta que abran las alas y milenios caen de su vuelo. 25 Benn leía de todo y acumulaba nombres en sus cuadernos de notas. Después los reencontraba, aislados y radiantes. Feacios, magalitos, Lerna, Astarté, Geta, también oliva (como en El cum pleaños) o teogonías. Para un lector de lengua neolatina es difícil entender cómo impac- tan estos sonidos contra los nudos de las consonantes germánicas. Pero para Benn, para sus antenas, con las que constantemente probaba las palabras, fueron casi toda la tensión vital. Si se le quitaba eso, podía llegar a pensar que había pasado la vida detrás de un mostrador vendiendo cigarrillos. …ya una mirada somera, el simple ho jear crea a veces una leve ebrie dad. 26 Quien lee la prosa de Benn, de los relatos de Rönne a la No vela del fenotipo, se siente golpeado por una ráfaga de esquirlas verbales, casi siempre sustantivos, y muchas veces sustantivos compuestos, híbridos inventados al instante. No son legibles en una secuencia lineal, sino que se disponen en constelación. Y entonces aparece la prosa, una prosa en gajos de naranja. En cierta ocasión Benn, consciente de que la Novela del fenotipo era «am- pliamente incomprensible», 27 aludió gentilmente a las circuns tancias de las que surgían esas palabras. Estaba acuartelado en Landsberg, durante la guerra, y le cayó en las manos un libro de arte: La belleza del cuerpo femenino, reproducciones de cuadros famosos, de todas las épocas. Benn lo hojeaba y al hojearlo nacía la prosa. «Siempre nuevos detalles, que, en caso contrario, habría debido reunir fatigosamente, anotar, y tal vez no hubiera encon- trado jamás.» 28 Y ahora, en cambio, «Venus, Ariadnas, 87 Galateas se levantan de sus cojines, debajo de los arcos, recogen frutas, velan su luto, dejan caer violetas, envían un sueño». 29 Hay palomas, pe rros, barcas, conchas, cisnes, lebratos, céspedes. Comienza enton ces «el proceso, que dura a veces media hora». 30 Y se deposita en una página. Pero ahí está el secreto: hojear, no dejar que la mi rada se detenga. Es la divisa de un antiguo linaje francés, los Beau- manoire, que en el fondo es la divisa de todos los artistas: «Bois ton sang, Beaumanoire», bebe tu sangre, Beaumanoire. Es decir, para el artista: si sufres, ayúdate; eres tu única redención y tu dios; si tienes sed, debes beber tu sangre. ¡Bebe tu sangre, Beaumanoire! 31 1 G. Benn, Epilog und lyrisches Ich, en GW, IV, p. 8. Todos los fragmen tos citados son de Gottfried Benn. GW = Gesammelte Werke, a cargo de D. Wellershoff , vol. I-IV, Wiesbaden, 1958-1961. 2 Loc. cit. 3 Zur Problematik des Dichterischen, en GW, I, p. 78. 4 Lebensweg eines Intellektualisten, en GW, IV, p. 38. 5 Carta del 27 de octubre de 1940, en Briefe an F.W. Oelze 1932-1945, Wiesbaden, 1977, p. 246. 6 Doppelleben, en GW, IV, p. 132. 7 Mein Name ist Monroe, en GW, I, p. 401. 8 Carta del 11 de abril de 1942, en Briefe an F.W. Oelze 1932-1945, cit., p. 311. 9 Carta a Wellershoff del 22 de noviembre de 1950, en Ausgewählte Briefe, Wiesbaden, 1957, p. 202. 10 Ibid., p. 203. 11 Ibid., pp. 204-205. 12 Englisches Café, en GW, III. p. 29. 13 Der Geburtstag, en GW, II, p. 49. 14 Die Reise, en GW, II, p. 33. 15 Die Insel, en GW, p. 46. 16 Drei alte Männer, en GW, II, p. 411. 17 Lebensweg eines Intellektualisten, cit., p. 30. 18 Ibid., p. 37. 19 Probleme der Lyrik, en GW, I, p. 515. 20 Die Stimme hinter dem Vorhang, en GW, II, p. 432. 21 Zuch und Zukunft, en GW, I, p. 457. 22 Lebensweg eines Intellektualisten, cit., p. 44. 23 Epilog und lyrisches Ich, cit., p. 11. 24 Carta a Nele Soerensen del 24 de agosto de 1949, en N.P. Soerensen, Mein Vater Gottfried Benn, Wiesbaden, 1984, p. 97. 25 Epilog und lyrisches Ich, cit., p. 13. 26 Doppelleben, cit., p. 133. 27 Ibid., p. 132. 28 Ibid., p. 133. 29 Roman des Phänotyp, en GW, II, p. 171. 30 Doppelleben, cit., p. 133. 31 Totenrede für Klabund, en GW, I, pp. 407-408.Next >