I Al mirar atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién sería crí tico si pudiera ser escritor? ¿Quién se preocuparía de calar al máximo en Dostoievski si pudiera forjar un centímetro de los Karamazov, o reprobaría la altanería de Lawrence si pudiera dar forma al huracán de El arco iris? Toda gran escritura brota de le dur désir de durer, la despiadada artimaña del espíritu contra la muerte, la esperanza de so brepasar al tiempo con la fuerza de la creación. Brightness falls from the air: cinco palabras y un alarde sonoro que se apaga. Pero han du rado tres siglos. ¿Quién querría ser crítico literario si pudie ra poner los versos a cantar, o componer, a partir de su propio ser mortal, una ficción viva, un personaje perdurable? La mayoría de los hombres tiene su polvorienta supervivencia en las guías telefónicas viejas (es una suerte que se conserven en el Museo Británico); en el hecho lite ral de su existencia hay menos verdad y menos vida que en Falstaff o en Madame de Guermantes, sólo por imaginar a éstos. El crítico vive de segunda mano. Escribe acerca de. Ha de dár sele el poema, la novela o el drama; la crítica existe gracias al genio de otros hombres. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura. Pero esto suele acontecer sólo cuando el escritor hace de crítico de la propia obra o de corifeo de la propia poética, cuando la crítica de Coleridge es obra acumulativa o la de T.S. Eliot divulga ción. Fuera de SainteBeuve, ¿hay alguien que pertenezca a la lite ratura permanente en calidad de crítico? No es la crítica lo que hace vivir al lenguaje. Humanidad y capacidad literaria Los textos fueron tomados de: George Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona, Editorial Gedisa, 2003.II Éstas son verdades elementales (y el crítico honrado se las dice en la palidez de la madrugada). Pero corremos el peligro de olvidarlas, porque la época presente está particularmente saturada del poder y el prestigio de una crítica autónoma. Las revistas críticas desatan un di luvio de comentarios o de exégesis; en Norteamérica hay escuelas en las que se enseña crítica. El crítico existe en cuanto personaje por de recho propio; sus admoniciones y sus querellas desempeñan un papel público. Los críticos escriben sobre los críticos, y el joven bri llante, en lugar de considerar la crítica como una derrota, como un recono cimiento gradual, deprimente, de los modestos ingredientes de su propio talento, la considera una profesión de gran tono. Esto podría ser casi gracioso; pero tiene un efecto corrosivo. Como nunca antes, el estudiante y la persona interesada por la literatura lee co mentarios y críticas de libros más que los propios libros, o antes de esforzarse por formarse un juicio personal. La aseveración del doctor Leavis so bre la madurez y la inteligencia de George Eliot es hoy mo neda co rriente en la actual sensibilidad. ¿Cuántos de quienes le hacen eco han leído efectivamente Felix Holt o Daniel Deronda? El ensayo del se ñor Eliot sobre Dante es un lugar común dentro de la cultura litera ria; la Commedia es conocida, si acaso, por algunos fragmentos bre ves (Infierno xxvi o el famélico Ugolino). El verdadero crítico es un criado del poeta; hoy actúa como si fuera el amo, o se le toma como tal. Omite la última, la más importante lección de Zaratustra: «Aho ra, prescindid de mí». Hace precisamente cien años, Matthew Arnold percibió una am plitud y un relieve similares en el pulso crítico. Reconoció que este pulso era secundario respecto al del escritor, que el goce y la impor tancia de la creación eran de un orden radicalmente superior. Pero consideró el período de bullicio crítico como preludio necesario de una nueva edad poética. Nosotros llegamos después, y ése es el pun to neurálgico de nuestra situación; después de la ruina sin preceden tes de los valores y las esperanzas humanos a causa de la bestialidad política de nuestra época. Esa ruina es el punto de partida de cualquier reflexión seria sobre la literatura y sobre el lugar de la literatura en la sociedad. La literatura se ocupa esencial y continuamente de la imagen del hombre, de la con formación y los motivos de la conducta humana. No podemos actuar hoy, ya sea en cuanto críticos o tan sólo en cuanto seres racionales, como si no hubiera ocurrido nada que haya afectado vitalmente a nuestro sentido de la posibilidad humana, III como si el exterminio por el hambre o por la violencia de unos setenta millones de hombres, mujeres y niños en Europa y en Rusia, entre 1914 y 1945, no hubiera alterado, profundamente, la cualidad de nuestra conciencia. No po demos fingir que Belsen nada tiene que ver con la vida responsable de la imaginación. Lo que el hombre ha hecho al hombre, en una época muy reciente, ha afectado a la materia prima del escritor –la suma y la potencialidad del comportamiento humano– y oprime su cerebro con unas tinieblas nuevas. Además, pone en cuestión el concepto primario de una cultura li teraria, humanista. El extremo último de la barbarie política surgió del meollo de Europa. Dos siglos después de que Voltaire hubiera pro clamado su final, la tortura volvió a ser un procedimiento normal de acción política. No es sólo que la difusión general de valores lite rarios, culturales, no pusiera freno alguno al totalitarismo; sino tam bién que en ciertos casos notables los santos lugares de la enseñanza y del arte humanista acogieron y ayudaron efectivamente al terror nuevo. La barbarie prevaleció en la tierra misma del humanismo cris tiano, de la cultura renacentista y del racionalismo clásico. Sabemos que algunos de los hombres que concibieron y administraron Auschwitz habían sido educados para leer a Shakespeare y a Goethe, y que no dejaron de leerlos. Esto es de obvia y alarmante importancia para el estudio y la ense ñanza de la literatura. Nos obliga a preguntarnos si el conocimiento de lo mejor que se ha dicho y pensado amplía y depura, como soste nía Matthew Arnold, los recursos del espíritu humano. Nos fuerza a interrogarnos acerca de si lo que el doctor Leavis ha denominado «lo fundamental humano», logra, en efecto, educar para la acción huma na, o si no existen, entre el orden de conciencia moral desarro llada en el estudio de la literatura y el que se requiere para la prácti ca social y política, una brecha o un antagonismo vastos. Esta última posibilidad es particularmente inquietante. Hay ciertos indicios de que una adhesión metódica, persistente, a la vida de la palabra im presa, una ca pacidad para identificarse profunda y críticamente con personajes o sentimientos imaginarios, frena la inmediatez, el lado conflictivo de las circunstancias reales. Llegamos a responder con más entusiasmo a la tristeza literaria que al infortunio del vecino. De esto también las épocas recientes suministran indicaciones brutales. Hombres que llo raban con Werther o con Chopin se movían, sin dar se cuenta, en un infierno material.IV Esto significa que quienquiera que enseñe o interprete literatura –y los dos ejercicios buscan construir para el escritor un cuerpo de res puesta viva, capaz de discernir– debe preguntarse qué pretende (diri gir, guiar a alguien a través de Lear o de La Orestíada equivale a to mar en nuestras manos los resortes de su ser). Los supuestos del valor de la cultura humanística en relación con la percepción moral del in dividuo y de la sociedad eran evidentes de por sí para Johnson, Coleridge o Arnold. Hoy están en duda. Debemos alimentar la sos pecha de que el estudio y la transmisión de la literatura tengan só lo un sig nificado marginal, sean apenas un lujo apasionado, como la conservación de lo antiguo. O, en el peor de los casos, que distraigan de uti lizaciones más responsables y más acuciantes el tiempo y la energía del espíritu. No creo que ninguna de las dos posibilidades sea cierta. Pero la pregunta debe plantearse y profundizarse sin remil gos. Nada más lamentable, en lo que concierne al estado actual de los estudios ingleses en las universidades, que semejante interrogación pueda considerarse exótica o subversiva. Esto es esencial. De aquí surge la fuerza de los postulados de las ciencias natu rales. Al señalar sus criterios de verificación empírica y su tradición de tra bajo colectivo (en contraste con la arbitrariedad y el egoísmo aparen tes del método literario), los científicos se han sentido ten tados a pro clamar que sus métodos y sus concepciones están ahora en el centro de la civilización, que la antigua primacía del discurso poético y de la imagen metafísica ha terminado. Y aunque las prue bas no sean concluyentes, parece plausible que dentro de la masa de talento disponi ble sean muchos, y muchos de los mejores, los que se han vuelto ha cia la ciencia. En el quattrocento habríamos deseado conocer a los pintores; hoy, el sentimiento de fruición inspirada, de la mente entre gada a un juego libre, sin recelos, pertenecen al físico, al bioquímico y al matemático. Pero no debemos engañarnos. Las ciencias enriquecerán el lengua je y los recursos de la sensibilidad (como lo mostró Thomas Mann en Felix Krull, de la astrofísica y de la microbiología habremos de extraer nuestros mitos futuros, los términos de nuestras metáfo ras). Las cien cias remoldearán nuestro entorno y el contexto de ocio o de subsis tencia donde la cultura sea viable. Pero aunque sea inex tinguible su fascinación y frecuente su belleza, las ciencias naturales y matemáti cas rara vez poseen un interés definitivo. Me refiero a que poco han aportado a nuestro conocimiento o a nuestro gobier no de la posibili dad humana, a que puede demostrarse que hay más V profundidad hu mana en Homero, Shakespeare o Dostoievski que en la totalidad de la neurología o de la estadística. Ningún descu brimiento de la genéti ca mengua o sobrepasa lo que Proust sabía acerca del hechizo y las obsesiones parentales; cada vez que Otelo nos recuerda el orín del rocío en la espada brillante experimentamos más de la realidad sensi tiva, transitoria, en que nuestras vidas deben transcurrir, de lo que pueden transmitirnos el contenido o la ambi ción de la física. Ningu na sociometría de los motivos o las tácticas políticas puede competir con Stendhal. Y es precisamente la «objetividad», la neutralidad moral en que las ciencias se regocijan y con que logran sus brillantes esfuerzos comu nes, lo que las priva de tener una relevancia definitiva. La ciencia puede haber suministrado instrumentos y animado con demenciales preten siones de racionalidad a los que concibieron los asesinatos en masa. En cambio casi nada nos dice sobre sus motivos, tema acerca del cual valdría la pena oír a Esquilo o a Dante. Tampoco, a juzgar por las in genuas declaraciones políticas de nuestros actuales alquimistas, pue de hacer mucho para conseguir que el futuro sea menos vulnera ble a lo inhumano. Las luces que poseemos sobre nuestra esencial, acendra da condición, son todavía las que el poeta nos refleja. Pero no cabe duda de que en muchas partes el espejo está agrieta do o empañado. La característica dominante de la actual escena lite raria es la supremacía de la «no ficción» –reportaje, historia, polémica filo sófica, biografía, ensayo crítico– sobre las formas imaginativas tradi cionales. La mayoría de las novelas, poemas y obras de teatro produ cidos en los últimos dos decenios no están, sencillamente, tan bien escritas, tan vigorosamente sentidas como otras modalidades de la es critura en las que la imaginación obedece al impulso de los hechos. Las memorias de madame De Beauvoir son lo que hubieran debido ser sus novelas, maravillas de inmediatez física y psicológica; Edmund Wilson escribe la mejor prosa norteamericana; ninguna de las novelas o poemas que han acometido el tema horrible de los cam pos de con centración es comparable con la veracidad, con la recatada misericor dia poética del análisis factual de Bruno Bettelheim en El co- razón bien informado. Es como si la complicación, el ritmo y la enormi dad po lítica de nuestra época hubieran aturdido y repelido la confiada ima ginación de los maestros constructores de la literatura clásica y de la novela del siglo xix . Una novela de Butor y El almuerzo desnudo son evasiones. El soslayar la gran nota humana, o la irrisión de esta nota mediante la fantasía erótica o sádica, apuntan al mismo fracaso VI creador. Monsieur Beckett, con su indomeñable lógica irlandesa, se dirige ha cia una forma de drama en la que un personaje, amordazado y con los pies aprisionados en el cemento, se queda mirando al audi torio sin decir palabra. La imaginación ha consumido ya su ración de horrores y de esas trivialidades sin rodeos con que suele expresarse el horror mo derno. Con raros precedentes, el poeta siente la tenta ción del silencio. Justamente en este contexto de privación y de incertidumbre la crí tica ocupa un lugar modesto pero vital. Su función, creo, es triple. Primero, debe enseñarnos qué debe releerse y cómo. Obviamente, es inmensa la cantidad de literatura, y constante el acoso de lo nue vo. Hay que elegir, y en esa elección la crítica tiene su utilidad. Esto no significa que deba asumir el papel del hado y señalar un puñado de autores o de libros como la única tradición válida, con exclusión de los demás (la característica de la buena crítica es que son más los li bros que abre que los que cierra). Significa que de la vasta, intrin cada herencia del pasado la crítica traerá a la luz y promoverá aque llo que habla al presente de un modo especialmente directo y apre miante. Ésta es la distinción correcta entre el crítico y el historiador de la li teratura o el filólogo. Para estos últimos el texto tiene una valía in trínseca; posee una fascinación histórica o lingüística independiente de un alcance más amplio. Por más que se valga de la autoridad del erudito con respecto al significado primario y a la integridad de la obra, el crítico debe elegir. Y su preferencia debe ir hacia lo que pue de entrar en diálogo con los vivos. Cada generación hace su elección. Hay poesía permanente pero no crítica permanente. A Tennyson le llegará su día y Donne tendrá su eclipse. O para dar un ejemplo menos sujeto a la moda: antes de la guerra, en los lycées franceses donde me eduqué, era un tópico consi derar a Virgilio como un imitador de Homero, recargado e insípido. Cualquier muchacho lo decía con calma convicción. Con el desastre, y con la rutina de la fuga y del exilio, esta opinión cambió radicalmente. Virgilio empezó a verse como el testigo más maduro, como el más ne cesario (la maliciosa lección de la Ilíada de Simone Weil y La muerte de Virgilio de Hermann Broch forman parte de esa revaluación). El tiem po, tanto el histórico como el de la vida personal, altera nuestra opi nión sobre una obra o un repertorio artístico. Hay, perceptible mente, una poesía de la juventud y una prosa de la madurez. Debido a que su fanfarria sobre el futuro dorado contrasta, irónicamente, con nuestra experiencia real, los románticos han quedado desfasados. El siglo xvi VII y el primer xvii , aunque su lenguaje suela ser remoto e intrincado, pa recen estar más cerca de nuestro discurso. La crítica pue de hacer que estos cambios originados en la necesidad sean fructífe ros y lúcidos. Puede conjurar del pasado lo que el genio del presente necesita para su apoyo (la mejor prosa francesa del momento tiene tras de sí la fi bra de Diderot). Y puede recordarnos que las alternati vas de nuestro juicio no son ni axiomáticas ni de perdurable validez. El gran crítico sabrá intuir; escudriñará el horizonte y preparará el contexto para el reconocimiento futuro. A veces escucha el eco cuan do se ha olvidado la voz o antes de que se haya oído. Fueron ellos los que sintieron, en los años veinte, que se acercaba el tiempo de Blake y de Kierkegaard, o los que atisbaron, diez años después, la verdad general dentro de la pesadilla particular de Kafka. No se trata de es coger ganadores; se trata de saber que la obra de arte está en una rela ción compleja, provisional, con el tiempo. Segundo, la crítica puede establecer vínculos. En una época en que la rapidez de la comunicación técnica sirve de hecho para ocultar ter cas barreras ideológicas y políticas, el crítico puede actuar de interme diario y guardián. Parte de su cometido es constatar que un régimen político no puede imponer el olvido o la distorsión a la obra de un es critor, que la ceniza de los libros quemados se conserva y se descifra. Así como trata de entablar el diálogo entre el pasado y el presente, del mismo modo el crítico procurará que se mantengan abiertas las líneas de contacto entre los idiomas. La crítica amplía y complica el mapa de la sensibilidad. Insiste en que la literatura no vive aislada sino dentro de una multiplicidad de contactos lingüísticos y naciona les. Se deleita en la afinidad y en el largo alcance del ejemplo. Sabe que las incitaciones de un talento o una obra poética superiores se desparraman de acuerdo con normas intrincadas de difusión. Trabaja à l’enseigne de Saint Jérôme, sabiendo que no hay equivalencias exac tas entre idiomas sino sólo traiciones, pero que el intento de traducir es una necesidad constante si el poema ha de conseguir su plenitud de vida. Tanto el crítico como el traductor se esfuerzan por comunicar un descubrimiento. En la práctica, esto significa que la literatura debe enseñarse e interpretarse de manera comparativa. Carecer de una familiaridad di recta con la épica italiana cuando se juzga a Spenser, evaluar a Pope sin conocer a fondo a Boileau, considerar los hallazgos de la novela victoriana o de James sin tener en cuenta a Balzac, Stendhal, Flaubert, es una lectura superficial o falsa. El feudalismo académico es el que VIII traza rígidas líneas divisorias entre el estudio del inglés y el de las lenguas modernas. ¿No es el inglés un idioma moderno, vulnerable y elástico, en todos los momentos de su historia, ante el empuje de los idiomas vernáculos europeos y de la tradición europea de la retórica y del género? Pero la cuestión va más allá de la disciplina académica. El crítico que afirma que un hombre sólo puede conocer bien un solo idioma, que la herencia poética nacional o la tradición novelística del terruño son las únicas válidas o supremas, está cerrando puertas don de debiera abrirlas, está estrechando las miras cuando debiera plan tearse el sentido de una realización, grande y común. El chovinismo ha sido una peste en política; no tiene sitio dentro de la literatura. El crítico (y una vez más difiere en esto del escritor) no puede permane cer en su propia torre de marfil. La tercera función de la crítica es la más importante. Se refiere al juicio de la literatura contemporánea. Hay una distinción entre con temporáneo e inmediato. Lo inmediato acosa al comentarista. Pero es evidente que el crítico tiene una responsabilidad especial ante el arte de su propia época. Debe preguntarse no sólo si tal arte constituye un adelanto o un refinamiento técnicos, si añade un giro estilístico o si juega astutamente con la sensibilidad del momento, sino también por lo que contribuye o lo que sustrae a las menguadas reservas de la in teligencia moral. ¿Qué medida del hombre propone esta obra? La cuestión no es fácil de plantear ni puede enunciarse con tacto infali ble. Pero la nuestra no es una época corriente. Se esfuerza bajo la ten sión de lo inhumano, experimentada en una escala de magnitud y de horror singulares; y no está lejos la posibilidad de la catástrofe. Sería extraordinario permitirse el lujo de guardar distancias, pero es im posible. Esto nos llevaría, por ejemplo, a preguntarnos si la inteligencia de Tennessee Williams se está utilizando para proporcionarnos un sadis mo chillón, si el virtuosismo rococó de Salinger sustenta una opinión absurdamente comedida y enervante de la existencia humana. Nos llevaría a preguntarnos si la trivialidad del teatro de Camus y de to das sus novelas, salvo la primera, no denotan la insistente vaguedad, el ademán estatuario pero vacío de su pensamiento. Preguntar; no za herir o censurar. La distinción tiene una inmensa importancia. La pregunta sólo puede ser fructífera cuando el acceso a la obra es total mente libre, cuando el crítico aguarda con honradez la desavenen cia y la contradicción. Además, la pregunta que el policía o el censor di rigen al escritor, el crítico se la formula sólo al libro.IX A lo que me he estado encaminando todo el tiempo es a la no ción de la capacidad literaria humana. En esa gran polémica con los muer tos vivos que llamamos lectura, nuestro papel no es pasivo. Cuando es algo más que fantaseo o un apetito indiferente emanado del tedio, la lectura es un modo de acción. Conjuramos la presencia, la voz del libro. Le permitimos la entrada, aunque no sin cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos asedian; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un ex traño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros de seos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El ar tista es la fuer za incontrolable: ningún ojo occidental, después de Van Gogh, pue de mirar un ciprés sin advertir en él el comienzo de la llamarada. Así, y en una medida suprema, ocurre con la literatura. Alguien que haya leído el canto xxiv de la Ilíada –el encuentro nocturno de Príamo y Aquiles– o el capítulo en que Aliosha Karamazov se arrodilla ante las estrellas, que haya leído el capítulo xx de Montaigne (Que philosopher c’est apprendre l’art de mourir) y el empleo que de éste hace Hamlet y que no se inmute, cuya aprehensión de su propia vida permanezca inalterable, que de alguna manera sutil pero radical no mire de modo distinto el cuarto en que se mueve o al que llama a su puerta, éste ha leído sólo con la ceguera de la mirada física. ¿Pue den leerse Ana Karenina o a Proust sin experimentar una flaqueza o una dimensión nuevas en el centro mismo de nuestra sensibilidad sexual? Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nues tra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. En las primeras eta pas de la epilepsia se presenta un sueño característico; Dostoievski habla de él. De alguna forma nos sentimos liberados del propio cuer po; al mirar hacia atrás, nos vemos y sentimos un terror súbito, enlo quecedor; otra presencia está introduciéndose en nuestra persona y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansía un brus co despertar. Así debería ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doc trina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un tiempo, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente. Quien haya leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta.Next >