< PreviousX Como la comunidad de valores tradicionales está hecha añicos, como las palabras mismas han sido retorcidas y rebajadas, como las formas clásicas de afirmación y de metáfora están cediendo el paso a modalidades complejas, de transición, hay que reconstruir el arte de la lectura, la verdadera capacidad literaria. La labor de la crítica litera ria es ayudarnos a leer como seres humanos íntegros, mediante el ejem plo de la precisión, del pavor y del deleite. Comparada con el acto de creación, ésta es una tarea secundaria. Pero nunca ha repre sentado tan to. Sin ella, es posible que la misma creación se hunda en el silencio.XI Hay que ser un optimista incorregible o poseer el don de engañarse a sí mismo para sostener que todo está bien en el estudio y la enseñan za de la literatura inglesa. Hay un visible malestar en ese campo, el sentimiento de que algo no va bien o de que algo hace falta. La calidad de los estudiantes en lo que toca al rigor intelectual o a la independen cia de criterios no es muy convincente al comparársela, por ejemplo, con los estudiantes de economía o de historia, por no mencionar a los de ciencias naturales. Los motivos no están claros, o están levemen te cubiertos de hipocresía. Un individuo estudia inglés porque quie re escribir verso o prosa, ser actor o autor de teatro, o sencillamente porque la literatura inglesa le parece la alternativa más cómoda antes que dedicarse a los negocios y tomarse la vida en serio. Leer una se rie de buenos libros, que una persona educada debería haber leído de todas maneras, es una manera muy grata de pasar tres o cuatro años en una universidad, más grata que aprender el caudal de matemáti cas que se necesita en economía o los verbos irregulares de un idioma extranjero. La enfermedad de los estudios de investigación es de naturaleza distinta, pero no menos inquietante. La noción misma de investiga ción se vuelve problemática cuando se aplica a la literatura. A medi da que son cada vez menos los textos significativos que quedan por editar –y éste era el significado primitivo de la investigación doctoral literaria–, a medida que los problemas históricos o técnicos por acla rar se hacen cada día menos sustanciales, también se va haciendo cada vez más tenue la cuestión de las tesis. Ya es difícil la búsqueda de un tema original. Muchas disertaciones, en particular las que van sobre seguro, tratan de trivialidades y de temas tan restringidos que el propio estudiante pierde prontamente el respeto a su trabajo. El criterio opuesto, que la tesis deba ser una obra de crítica li teraria, que un muchacho o una muchacha a sus veinte años deba decir algo nuevo o profundo o decisivo sobre Shakespeare o Keats o La formación cultural de nuestros caballerosXII Dickens es igualmente desconcertante. Muy pocas personas llegan a decir alguna vez algo realmente nuevo sobre la gran literatura, y la idea de que tal cosa puede hacerse cuando se es muy joven resulta casi paradójica. La literatura exige muchos años de lecturas y dedi cación. ¿Qué resulta entonces? ¿El rastrilleo de campos cada vez más áridos en busca de algún fragmento minúsculo, o la vasta, insegura vaguedad de la generalización y el juicio prematuro? ¿Se trata de una verdadera disciplina? ¿Lo es, en realidad, la «Literatura inglesa» en su ropaje académico? ¿Qué sucede exactamente, qué es lo que obtiene un individuo cuando lee novelas, poemas o dramas que pudiera ha ber leído en su vida ordinaria y que, ciertamente, debería haberlos leído si se considera un miembro educado de la sociedad? El inglés no es el único terreno donde pueden plantearse estas cuestiones. El problema de la investigación, del sentido de la licencia tura y el doctorado, abarca el conjunto de las disciplinas universitarias. Pero la inquietud de muchos de los que se dedican a la enseñanza y estudio de la literatura inglesa, y la particular saña pública que ca racteriza sus desacuerdos profesionales, sugieren que las dificulta des han llegado a una etapa bastante crítica. Lo único que quiero es centrar la cuestión en una especie de foco histórico y moral, señalar algunas de las raíces de nuestro actual problema. En realidad, éstas se remontan casi a los comienzos de la literatura inglesa como acti vidad académica. Buena parte de lo que hoy es necesario decir está implícito en la conocida reprobación de William Morris del estableci miento de la cátedra de Literatura inglesa en Oxford. Morris expresó su opinión hacia 1880, poco más de una década después de que Farrar publicara los Essays on a liberal education y Matthew Arnold escribie ra su Culture and anarchy. Tenemos que remontarnos a tales fechas, para examinar los supuestos con que se fundaron las facultades de literatura inglesa. ¿Cuáles eran estos supuestos? ¿Son válidos todavía? ¿Interesan a nuestras necesidades actuales? En su método y en su organización intelectual, el estudio académico de los idiomas y las literaturas mo dernos refleja la tradición más antigua de los estudios clásicos. El es tudio crítico, textual, histórico de la literatura griega y latina no sólo suministró antecedentes y justificaciones para un estudio similar de las lenguas vulgares: también proveyó las bases para la implantación de esos estudios. Tras el análisis de Spenser o de Pope o de Milton o de Shelley se presumía un conocimiento de la literatura clásica, una familiaridad con los modelos y los estímulos que proporcionan XIII Homero, Virgilio, Horacio o Platón. La formación y las aficiones clási cas de Matthew Arnold, Henry Sidgwick o Saintsbury, son ejemplos significativos. La idea de que un individuo pudiera estudiar o editar honradamente un texto sin tener una formación clásica habría pare cido algo reprobable o inverosímil. El segundo gran supuesto era el nacionalismo. No es accidental que la filología y la crítica textual alemanas coincidieran con el ascen so de la conciencia nacional germánica (y no olvidemos todo lo que deben el resto de Europa, Inglaterra y Estados Unidos al genio de los investigadores tudescos). Como proclamaban francamente Herder, los hermanos Grimm y toda la dinastía de profesores y críticos alema nes, el estudio del propio pasado literario resultaba vital para afirmar la identidad nacional. Taine y los positivistas históricos añadieron a esta opinión la teoría de que el genio racial específico de un pueblo, de nuestro propio pueblo, se conoce mediante el estudio de su litera tura. La historia de los estudios literarios modernos muestra en todas partes la marca de este ideal nacionalista de mediados y finales del siglo xix . El tercer conjunto de supuestos es más vital todavía, pero me re sulta difícil analizarlo con brevedad. Quizá podría expresarlo así: tras la creación del análisis literario, la erudición textual y la historia lite raria modernas, yace una especie de optimismo racional y moral. En sus métodos filológicos e históricos el estudio de la literatura refleja una enorme esperanza, un positivismo grande, un ideal de parecerse a la ciencia, y esto lo encontramos en todo momento, desde Auguste Comte hasta I.A. Richards. La brillante obra de la filología clásica y se mítica y de los analistas de textos en el siglo xix , uno de los capítulos intelectuales más gloriosos de Europa, parecía validar el empleo de medios y normas similares para el estudio de un texto moderno. Las variantes, la concordancia, la bibliografía rigurosa, todo eso es heren cia directa de esa tradición positivista. Pero el optimismo yacía mucho más adentro. Se suponía que el estudio de la literatura implicaba casi necesariamente una fuerza moral. Parecía evidente que la enseñanza y el estudio de los grandes poetas y prosistas no sólo habría de en riquecer el gusto o el estilo sino también la sensibilidad moral; que cultivaría la facultad de juicio y actuaría contra la barbarie. Resulta típica una observación al respecto de Henry Sidgwick. Quiere que estudiemos literatura inglesa para que ampliemos y en sanchemos nuestras opiniones y nuestras simpatías, «cultivando ideas nobles, sutiles y profundas, sentimientos refinados y altivos», y XIV ve en la literatura –creo que ésta es la frase clave– «el origen y esencia de una cultura verdaderamente humanizadora». Y esta gran ambición se prolonga desde la idea de Matthew Arnold de la poesía como sus tituto vital del dogma religioso hasta la definición del doctor Leavis del estudio de la literatura inglesa como «humanidad básica». Debe mos observar aquí una vez más el traspaso del criterio renacentista y dieciochesco sobre el papel de los clásicos. ¿Son válidos aún estos supuestos –la formación clásica, la con ciencia nacional, la esperanza racional moralizante–, esas costum bres y tradiciones de la sensibilidad? En lo que respecta a los clásicos nuestra situación ha cambiado radicalmente. Veamos dos pasajes de Shakespeare. El primero es el célebre nocturno de amor entre Lorenzo y Jessica: Lorenzo: La luna brilla resplandeciente. En una noche como ésta, cuando el suave viento besaba dulcemente los árboles silenciosos, en una noche como ésta, creo yo, escaló Troilo las murallas de Troya y suspiró su alma ante las tiendas griegas, donde dormía Cressida. Jessica: En una noche como ésta, Tisbe, andando con paso cauto por el rocío vio la sombra del león antes que el león mismo y huyó espantada. Lorenzo: En una noche como ésta, Dido, llevando una rama de sauce y erguida en la playa, suplicaba a su amante que volviera a Cartago. Jessica: En una noche como ésta, Medea recogió las hierbas mágicas que rejuvenecerían al viejo Esón. El otro es un trozo breve de las burlas de Berowne en el acto iv de Trabajos de amor perdidos: ¡Ay de mí! ¡Con qué rigurosa paciencia he esperado para ver a un rey convertido en mosquito! ¡Para ver a Hércules dándole al trompo, al profundo Salomón cantando un jiga, a Néstor jugando a los alfileres con los muchachos y a Timón, el crítico, distrayéndose con nimiedades! Las referencias clásicas de estos dos pasajes, como en tantísimos otros de Shakespeare, probablemente le eran directamente conoci dos a una gran parte de la audiencia shakespeariana. Troilo, Tisbe, XV Medea, Dido, Hércules, Néstor eran parte del repertorio recono cible para cualquiera que hubiera tenido un poco de la educación elemental isabelina, adonde habían llegado como resonancias vivas de Plutarco y de las Metamorfosis de Ovidio por intermedio de las Leyendas de las mujeres virtuosas de Chaucer. Y estas alusiones no son un mero adorno: sirven para organizar el núcleo esencial del texto shakespeariano (los precedentes, en parte cómicos, en parte siniestros, que invocan Lorenzo y Jessica sirven para organizar her mosamente lo que de impulsivo y en cierto modo de frívolo hay en su enamoramiento). Los personajes que cita Berowne son un reflejo irónico de su papel y de su imagen. Estas referencias habrían seguido siendo expresivas para un in glés de la época augusta con intereses serios en la cultura literaria, para un niño victoriano en la escuela primaria, para buena parte de la burguesía europea e inglesa hasta, digamos, 1914. ¿Pero hoy? Pro bablemente Hércules, Dido y Néstor. ¿Qué pasa con Timón el crítico y con el rejuvenecimiento asesino de Esón por Medea, con la amarga alusión al concepto que del viejo Shylock tiene Jessica? Difícil para quienes no tienen una educación clásica. El asunto no es trivial. A medida que aumentan las notas al pie, a medida que los glosarios se hacen más elementales (hoy todavía basta con «Troilo: héroe troyano enamorado de Cressida, hija de Calcas, y traicionado por ésta», pero dentro de unos años habrá que identifi car a la misma Ilíada) la poesía pierde su impacto directo. Se despla za de un foco de visión inmediato a un territorio de conocimientos especializados. Estos hechos representan un cambio muy grande en el presunto entendimiento entre el poeta y su público. El mundo de la mitología clásica, de la referencia histórica, de la alusión a las Escritu ras, en que se basa lo esencial de la literatura inglesa y europea desde Chaucer hasta Milton y Dryden, desde Tennyson al Sweeney agonistes de Eliot, se aleja cada vez más de nuestro alcance natural. Tomemos el segundo supuesto, la visión de gloria y esperanza del genio nacional. De sueño decimonónico que fuera, hoy el naciona lismo se ha convertido en una pesadilla. Con dos guerras mundiales casi ha aniquilado la cultura de Occidente. Es muy posible que acabe por llevarnos a nuestra destrucción, como ratas enloquecidas. Con respecto a la actitud política y psicológica de Inglaterra, el cambio ha sido particularmente brusco. La supremacía del inglés y la autori dad ejemplar, en la moral y en las instituciones, de la vida británica, que aparecían implícitas en todo acercamiento a la literatura inglesa XVI anterior a la Primera Guerra Mundial son hoy insostenibles. Ha em pezado a desplazarse el centro de gravedad creativo y lingüístico. Al hablar de Joyce, Yeats, Shaw, O’Casey, T.S. Eliot, Faulkner, Hemingway o Fitzgerald, se cae en un lugar común. Las grandes energías del idio ma operan hoy fuera de Inglaterra. Sólo Hardy, John Cowper Powys y Lawrence pueden compararse con estos escritores. El lenguaje nor teamericano no sólo reafirma su autonomía y manifiesta mayores fa cultades de asimilación y de innovación que el inglés corriente, sino que también cada día ejerce más influencia en Inglaterra. Las palabras norteamericanas expresan realidades económicas y sociales que re sultan atractivas a los ingleses jóvenes, a los hasta hoy menos favo recidos y estas palabras se han incorporado a la fantasía y al idioma de la Inglaterra de posguerra. El inglés africano, el inglés australiano, el rico idioma de los escritores antillanos y angloindios, representan un campo de fuerza lingüística complicado y policéntrico, dentro del cual el idioma que se enseña y se escribe en esta isla no constituye ya la autoridad ni la norma. Si se excluyen de nuestro currículo estas nuevas formas de cultu ra literaria, ¿habrá de ser su contenido entonces casi exclusivamen te histórico? ¿Se enseñará al estudiante de literatura inglesa en una especie de museo? Y si se incluyen las nuevas formas, y esto se aplica en especial a la literatura norteamericana, ¿de qué habrá de prescin dirse? ¿Cómo se trazarán las líneas de continuidad? ¿Menos Dryden para que tengamos más Whitman? ¿La señorita Dickinson en lugar de la señora Browning? Para el historiador y el investigador literario de finales del siglo xix el enorme adelanto de la ciencia no representaba una amenaza. Lo miraba como si se tratara de una aventura gloriosa paralela a la suya. Pero creo que ésa ya no es la situación. En «El abandono de la palabra» he tratado de esbozar el nuevo estado de cosas. La importancia de la multiplicación y la dispersión de culturas li terarias respecto del conjunto íntegro, de la totalidad de los estudios literarios me parece profunda y de amplias repercusiones. Hasta el momento no ha sido bien comprendida ni se ha planteado dentro de una perspectiva racional. Si la relación de los estudios y la conciencia literarios con el con junto de los conocimientos y medios expresivos de nuestra sociedad se ha alterado radicalmente, otro tanto, con seguridad, ha aconteci do al confiado vínculo que unía a la literatura con los valores de la civilización. Éste es, me parece, el punto clave. El hecho, sencillo pero XVII desconsolador, es que tenemos muy pocas pruebas de que los estudios literarios hagan mayor cosa por enriquecer o estabilizar las cualidades morales, de que humanicen. No hay demostración alguna de que los estudios literarios hagan, efectivamente, más humano a un hombre. Y algo peor: ciertos indicios señalan lo contrario. Cuando la barbarie llegó a la Europa del siglo xx , en más de una universidad la facultad de filosofía y letras opuso muy poca resistencia moral, y no se trató de un incidente trivial o aislado. En un número inquietante de casos la imaginación literaria dio una bienvenida servil o extática a la anima lidad política. En ocasiones, esa animalidad fue apoyada y cultivada por individuos educados en la cultura del humanismo tradicional. El conocimiento de Goethe, el fervor por la poesía de Rilke no servían para contener la crueldad personal e institucionalizada. Los valores literarios y la inhumanidad más detestable pueden coexistir dentro de la misma comunidad, dentro de la misma sensibilidad individual, y no nos salgamos por la tangente diciendo: «El hombre que hizo esas cosas decía que leía a Rilke. Pero no lo leía bien». Me temo que se tra ta de una evasión. Podía leerlo perfectamente bien. A diferencia de Matthew Arnold y del doctor Leavis, me siento in capaz de afirmar con seguridad que las humanidades humanizan. De hecho, quisiera ir más allá: se puede pensar al menos que la concen tración de la conciencia en un texto escrito que constituye la sustancia de nuestros conocimientos y de nuestros esfuerzos pueda amortiguar la brusquedad y prontitud de nuestras reacciones morales efectivas. Como estamos preparados para dar credibilidad psicológica o moral a lo imaginario, al personaje de teatro o de novela, a la condición espiri tual que nos produce un poema, es posible que nos resulte más difícil identificarnos con el mundo real, tomar a pecho el mundo de la expe riencia fáctica; «a pecho» es una expresión interesante. En cualquier ser humano la capacidad de reflejo imaginativo, de riesgos morales no es ilimitada; al contrario, puede ser absorbida por las ficciones, y así el grito del poema podrá resonar con más violencia, con más urgencia que el grito que nos llega de la calle. La muerte novelística nos podrá conmover más poderosamente que la muerte en el cuarto de al lado. Así, puede existir un vínculo oculto, traicionero, entre el cultivo de la reacción estética y el potencial de inhumanidad personal. ¿Qué esta mos haciendo entonces al estudiar y enseñar literatura? Me parece que la enorme brecha entre la formulación acadé mica ortodoxa de «Literatura inglesa», según se mantiene todavía generosamente en las universidades, y las realidades de nuestra XVIII situación intelectual y psicológica pueden explicar el malestar general que domina en este campo. Tenemos que prescindir del tacto, tene mos que ser tan poco diplomáticos como nos sea posible a fin de for mular ciertas preguntas, necesarias para ser honrados con nosotros mismos y con nuestros alumnos. Pero carezco de respuestas; sólo pue do dar insinuaciones y formular nuevos interrogantes. La profusión y estilización de las traducciones poéticas moder nas de los clásicos, en las dos generaciones que van de Pound a Lattimore y a Robert Fitzgerald, son comparables a las de las épocas Tudor e isabelina. Pero esto no tiene tanto que ver con el humanismo tradicional como con el hecho de que incluso los mejores educado res entre nosotros ya no son capaces de enfrentarse al griego y al latín. Estas traducciones son a veces soberbias y deberían utilizarse, pero no pueden sustituir esa reacción espontánea, ese background natural que Milton, Pope y hasta Tennyson daban por sentado en sus lectores. Por consiguiente, es posible que obras como Absalom and Achitophel de Dryden, una buena parte del Paraíso perdido, de El rapto del bucle, de los versos esquilianos o platónicos de Shelley vayan quedando cada vez más bajo la custodia y para el consumo de los especialistas. El Lycidas de Milton es quizá un índice: apenas tiene un pasaje al que tenga acceso inmediato el lector moderno de cultura media. No digo que debamos abandonar nuestra herencia clásica; no po demos hacerlo. Pero me pregunto si no debemos aceptar su supervi vencia limitada y dificultosa en nuestra cultura, y si esa aceptación no debe llevarnos a preguntar si existen otras coordenadas culturales que afecten con más apremio el entorno actual de nuestra vida, la manera en que pensamos, sentimos y tratamos de encontrar el ca mino. Esto es, muy sencillamente, una petición en favor de los estu dios comparativos modernos. Puede que monsieur Etiemble [René], en París, tenga razón cuando dice que la familiaridad con una novela china o con un poema persa es casi indispensable para la cultura lite raria contemporánea. Ignorar a Melville o a Rimbaud, a Dostoievski o a Kafka, no haber leído Doctor Fausto de Mann o El doctor Zivago de Pasternak es una descalificación tan grave dentro de la idea de cultu ra viva que debemos formular, ya que no contestar, la pregunta de si el estudio detenido de una sola literatura tiene algún sentido. Para la supervivencia actual de la sensibilidad, ¿no resulta tan importante conocer otro idioma vivo como lo era conocer a fondo los clásicos y las Escrituras?XIX El señor Etiemble alega que la sensibilidad de Europa occidental y de los países anglosajones, la manera en que en Occidente pensamos y sentimos e imaginamos al mundo actual, seguirá siendo en gran parte artificial y peligrosamente obsoleta si no nos esforzamos por aprender un idioma importante fuera de nuestro ámbito, por ejem plo, el ruso, el hindú o el chino. ¿Cuántos de nosotros hemos tratado de obtener siquiera un conocimiento preliminar del chino, de la más antigua de las culturas literarias, de una cultura conducida por la energía de la nación más grande de la tierra, muchos de cuyos rasgos dominarán, ciertamente, en el próximo período de la historia? O, con menos ambiciones, ¿puede decirse de un individuo que haya dedi cado sus estudios a la literatura inglesa con exclusión de casi todo idioma o tradición diferentes, que sea un individuo culto? El estudio y la imaginación tienen a su alcance muchas orientaciones nuevas, muchas vías nuevas para ordenar y elegir. La literatura inglesa puede enseñarse dentro de un contexto europeo: considerar a George Eliot una reacción inmediata a Balzac; analizar a Walter Scott en relación con Victor Hugo, Manzoni y Pushkin, como parte de ese gran viraje de la imaginación humana hacia la historia acontecido después de la Revolución francesa. Puede examinarse la literatura inglesa en su re lación cada vez más recíproca con la norteamericana y con el dialecto norteamericano. Puede hacerse una investigación sobre las fascinan tes distinciones de significado y connotación imaginativa que se pre sentan hoy entre las dos comunidades, mientras siguen conservando todavía un vocabulario común en su mayor parte. ¿Por qué no estudiar la historia de la poesía inglesa comparándola minuciosamente con la de otra tradición expansionista y colonizadora como la de España, por ejemplo? ¿Cómo han evolucionado las carac terísticas del lenguaje en sitios alejados de la tradición nacional? ¿Son comparables los problemas de forma e intuición del poeta mexicano a los del poeta angloindio? ¿Son unos idiomas mejores instrumentos de intercambio cultural que otros? Las posibilidades son múltiples. Las alternativas son el elitismo y el alejamiento de la realidad. La carencia casi total de estudios comparativos dentro de los círculos académicos ingleses (y abro aquí un paréntesis para reconocer que en las nuevas universidades se han emprendido tales estudios, y para expresar mi temor de que lo que no se origina en el centro de Inglaterra, en la cúspide de la institución académica, no siempre tiene mayores posi bilidades de supervivencia) puede ser en sí misma una circunstancia secundaria. Pero también puede ser síntoma de un alejamiento más Next >