< PreviousXX general, el gesto de apretar el puño frente a un mundo cambiado e inhóspito. Esto sería alarmante, ya que en la cultura, como en la po lítica, el chovinismo y el aislamiento son en su totalidad opciones suicidas. La remoción de las modalidades lingüísticas tradicionales de su función dominante dentro de nuestra civilización tiene consecuen cias tan intrincadas y tan vastas que ni siquiera hemos empezado a comprenderlas. Resulta ingenuo suponer que con enseñarle un poquito de poesía al biofísico o un poquito de matemáticas al estudiante de literatura inglesa se resuelva el problema. Estamos en la pleamar de energías conflictivas que son demasiado nuevas y demasiado complicadas para prescribir una fórmula. Hoy están vivos el noventa por ciento de to dos los hombres de ciencia que ha habido a lo largo de la historia. Si se colocaran en una estantería imaginaria las publicaciones científi cas de los últimos veinticinco años, ésta llegaría hasta la luna. Cada vez son más difíciles de prever las formas de la realidad y de nuestros horizontes imaginativos. Sin embargo, hoy el estudiante de literatura puede acceder y ejercer en él su responsabilidad, a un terreno riquí simo, a mitad de camino entre las ciencias y las artes, un terreno que limita por igual con la poesía, la sociología, la psicología, la lógica e incluso las matemáticas. Me refiero al campo de la lingüística y de la teoría de la comunicación. La expansión de estas disciplinas en la posguerra es uno de los capítulos más apasionantes de la historia intelectual moderna. Se está pensando, se está examinando de nuevo la naturaleza absoluta del lenguaje como no había vuelto a hacerse desde Platón o desde Leibniz. Las cuestiones planteadas se refieren a la relación entre los medios verbales y la percepción sensible, al modo como la sintaxis re fleja o domina el concepto de realidad de una cultura, a la historia de las formas lingüísticas como registro de la conciencia étnica: cuestio nes que van al corazón mismo de nuestras preocupaciones poéticas y críticas. El análisis exacto de los recursos verbales y de los cambios gramaticales en un determinado período de la historia muy pronto será factible por medio de ordenadores electrónicos –que influirán en la interpretación y en la historia literarias. Estamos próximos a saber el índice de incorporación de palabras nuevas a un idioma. Po demos apreciar escalas gráficas y patrones estadísticos que relacionan los fenómenos lingüísticos con los cambios económicos y sociológicos. Toda nuestra concepción del medio se está revisando.XXI Permítaseme dar dos ejemplos que conocerá cualquier estudian te de lingüística moderna. Hay un idioma indígena en América Lati na (en realidad, hay una serie de ellos) en el que el futuro –la noción de lo que no ha acontecido todavía– se sitúa detrás del que habla. El pasado, que puede ver porque ya ha acontecido, se extiende íntegro ante él. El sujeto retrocede al futuro desconocido; la memoria avanza, la esperanza retrocede. Éste es el reverso exacto de las coordenadas primordiales con que organizamos nuestros sentimientos en metáfo ras elementales. ¿Cómo afecta esta inversión a la literatura o, en un sentido más amplio, hasta qué punto la sintaxis es la causa siempre renovada de nuestras modalidades sensibles y de nuestros conceptos verbales? O tomemos el caso muy conocido de la asombrosa varie dad de términos –creo que son algo así como un centenar– con que los gauchos argentinos distinguen el pelaje de un caballo. ¿Preceden de algún modo estos términos a la percepción efectiva del matiz, o más bien la percepción, aguzada por la necesidad profesional, susci ta la invención de palabras nuevas? Cualquiera de las dos hipótesis arroja abundante luz sobre el proceso de la invención poética y sobre el hecho esencial de que la traducción constituye un entrelazado de dos imágenes distintas del mundo, de dos patrones de vida humana completamente diferentes. Para un estudiante de literatura tienen ciertamente interés el úl timo comentario sobre Dryden o el ensayo sobre el punto de vista en Nostromo. Pero ¿no tienen igual importancia –o mayor, me atrevo a decir– la obra de Jakobson sobre la estructura del habla o la de Lévi Strauss sobre las relaciones entre mito, sintaxis y cultura? La teoría de la comunicación es una rama de la lingüística que se ha enriquecido particularmente con los adelantos de la lógica matemática. Éstos han sido espectaculares desde que I.A. Richards comenzó su obra sobre la naturaleza del enunciado poético, desde que Wittgenstein inves tigó la estructura del significado. Me viene a la memoria el trabajo que se lleva a cabo sobre las relaciones entre comunicación e impul sos visuales, auditivos y verbales en Rusia, en el MIT, en el Centre for Culture and Technology en la Universidad de Toronto –sobre todo en el Toronto de McLuhan. La acogida dispensada a la obra de McLuhan por la institución de la «Literatura inglesa» ha sido uno de los sínto mas más inquietantes de provincianismo y pereza mental. La galaxia Gutenberg es un libro irritante, repleto de apresuramiento y de impre cisiones, de gesticulaciones superfluas, egotista, en ciertos momentos megalómano; pero, por supuesto, así son también la Biografía literaria XXII de Coleridge o el Descriptive Catalogue de Blake. Y como Blake, que ha influido grandemente en sus ideas, McLuhan tiene el don de la ilu minación radical. Incluso cuando no podemos seguir los saltos de su argumentación, nos vemos forzados a pensar nuevamente nuestros conceptos básicos acerca de qué es la literatura, qué es un libro, cómo leerlo. Junto con Qué es literatura, de Sartre, La galaxia Gutenberg de be estar en la biblioteca de quienquiera que se denomine estudiante o profesor de literatura inglesa. ¿No son estos derroteros tan emocio nantes, no exigen tanto rigor como la última edición de otro poeta menor o el enésimo análisis sobre el estilo de Henry James? El último punto que quiero tocar es el más difícil de formular, incluso de manera provisional. No sabemos si el estudio de las hu manidades, de lo más noble que se ha dicho y pensado, contribuye efectivamente a humanizar. No lo sabemos; e indudablemente hay algo terrible en dudar si el estudio y el placer que se encuentran en Shakespeare hacen a un hombre menos capaz de organizar un cam po de concentración. Hace poco uno de mis colegas, un erudito emi nente, me preguntaba, con sincera perplejidad, por qué alguien que quiere entrar en una facultad de literatura inglesa ha de referirse con tanta frecuencia a los campos de concentración; ¿tienen algo que ver con el tema? Tienen mucho que ver y antes de seguir enseñando debemos preguntarnos: ¿son humanas las humanidades? y si lo son, ¿por qué se esfumaron al caer las tinieblas? Es posible por lo menos que nuestra emoción ante la palabra escri ta, ante el detalle del texto remoto, ante la vida del poeta muerto hace largo tiempo emboten nuestro sentido de la realidad y las nece sidades concretas. Recordemos la plegaria de Auden ante la tumba de Henry James: Because there is no end to the vanity of our calling: make intercession/ For the treason of all clerks. [Puesto que la vanidad de nues tra voz es ilimitada, intercede tú por la traición de todos los es tudiantes.] Por esto nuestra esperanza debe ser precaria pero tenaz, y modestas nuestras pretensiones de vigencia, por más que las recal quemos en todo momento. Creo que la gran literatura está llena de la gracia secular que el hombre ha obtenido en su experiencia y con gran parte de la verdad comprobada de que dispone. Pero más que nunca debo atender escrupulosamente a quienes refutan, a quienes ponen en duda la pertinencia de mis palabras. En suma, a cada ins tante debo estar listo a contestarles, y a contestarme a mí mismo, la pregunta: ¿qué quiero hacer? ¿En qué se ha fracasado? ¿Existe siquie ra la posibilidad de triunfo?XXIII Si no hacemos que nuestros estudios humanistas sean responsa bles, si no distinguimos en nuestra distribución del tiempo y el inte rés entre lo que tiene primordialmente una significación histórica o particular y lo que no es sino influjo de la vida cotidiana, entonces las ciencias harán valer sus demandas. La ciencia puede ser neutral. En es to consiste tanto su esplendor como su limitación, y es una limitación que en última instancia convierte a la ciencia en algo casi «trivial». La ciencia no nos puede decir cómo se implantó la barbarie en la moder na condición humana. No puede enseñarnos a salvar las cosas que nos importan por más que haya contribuido a ponerlas en peligro. Un gran descubrimiento en física o en bioquímica puede ser neutral. Un huma nismo neutral es o una pedantería o un preludio de lo inhumano. No puedo expresarlo de modo más exacto o con una fórmula más sucin ta. Es un asunto de seriedad y de equilibrio emocional, la convicción de que la enseñanza de la literatura, en el caso de que sea posible, es un oficio sumamente complejo y peligroso, puesto que se sabe que se tiene entre las manos lo que hay de más vivo en otro ser humano. De forma negativa, supongo que esto quiere decir que no se deben publi car trescientas o seiscientas o setecientas páginas sobre un autor del siglo xvi o xvii sin pronunciarse sobre si hoy día vale o no la pena su lectura. O como dijo Kierkegaard: «No vale la pena recordar un pasado que no puede convertirse en presente». Enseñar literatura como si se tratara de un oficio superficial, un programa profesional, es peor que enseñarla mal. Enseñarla como si el texto crítico fuera más importante, más provechoso que el poema, como si el examen final fuera más importante que la aventura del descubrimiento privado, la digresión apasionada, es lo peor de todo. Kierkegaard estableció una distinción cruel, pero no nos vendrá mal tenerla en cuenta cuando entramos a un salón a dar una conferencia sobre Shakespeare, sobre Coleridge o sobre Yeats: «Hay dos caminos», dijo. «Uno es sufrir; el otro es convertirse en profesor del sufrimiento ajeno.» En Lectura crítica, de I.A. Richards, leemos lo siguiente: La cuestión de creencia o incredulidad, en el sentido intelectual, no se presenta nunca si estamos leyendo bien. Si desdichadamente se pre senta, ya sea por culpa nuestra o del poeta, por el momento hemos dejado de leer y nos hemos transformado en astrónomos, en teólo gos, en moralistas, en personas dedicadas a una actividad completa mente distinta.XXIV A lo cual habría que responder: no, nos hemos transformado en hombres. Leer la gran literatura como si ésta no fuera un apremio, ser capaz de contemplar impertérritos el discurrir del día tras haber leído el Canto LXXXI de Pound, equivale más o menos a hacer fichas para el catálogo de una biblioteca. A los veinte años, Kafka escribía en una carta: Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos li bros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar conge lado que tenemos dentro. Los estudiantes de literatura inglesa, de cualquier literatura, deben preguntarle a quien les enseña, y deben preguntarse a sí mismos, si saben, y no sólo de carrerilla, lo que Kafka quería decir.Next >